Faltan minutos para que se apaguen las luces y salgan al escenario, la manija es insoportable: motorizada por la espera de una década (“¡Diez años es mucho tiempo!”, dirá Mick saludando en el segundo recital) o de toda una vida. Desde diferentes puntos del Estadio Único arrancan las oleadas del vamo’ los stoooooon y la garganta se encoge esperando el llanto. En el campo se alternan tatuajes descoloridos, viejas remeras de la gira Voodoo Lounge del 95’ (que lucen orgullosos cuarentones y cuarentonas) y del Olé tour 2016 (nombre que homenajea la palabra-insignia para el aliento que tanto se usa en Argentina y que conmocionó a Jagger en su primera visita. Se sabe, Argentina is the best crowd of the world, como se titulan los videos en Youtube, y tan apreciado es el “commoditie espiritual” que para estos recitales viajaron Stones de diferentes lugares del mundo). A pesar de que el promedio del público oscila entre los 25 y los 35 años (a medida que se avanza en la franja etaria se ve cómo las canas y las entradas reemplazan a los flequillos) hay varios viejos roquers de anteojos mostrando sus astillas del palo Stone (algunos con hijas que parecen importadas de un recital de Justin Biebers, pero todo sea por el bautismo o la redención), algunos chetos que claramente no dejarían salir a su hija con un Rolling Stone, grupos de amigos que engañan la ansiedad abusando de las selfies, otros que hablan de una stratocaster inalcansable, alguién que identifica a un clon de Heisenberg (el héroe de Breaking Bad) y arranca una carcajada generalizada, “Che, cocinate algo para los pibes, pelado”; hay varias banderas de palo con lenguas y piojitos que se agitan y la presencia de una estética barrial (de negros y de white negros, como diría Mailer) inédita para un recital en precio dolar y de una banda de “afuera” (la vagancia que puebla el campo desmiente sin embargo esa extranjería), más inglés de fonética que de First aprobado. En estas fechas, sin duda, se rememoró el congreso de esquinas; una invocación potente, porque es más una puesta en acto de esas intensidades que una puesta en escena de la nostalgia de lo ya-vivido. Rememoración que es también un homenaje al nosotros, a la gran mayoría de la patria-Stone que escuchó a Sus Majestades por contagio y no por filiación.
A los Stones –como a todas las bandas “fundadoras” de la movida barrial del rock– los escuchamos por primera vez en una esquina, en un Kiosko, en la calle, en un bar, por algún amigo o amiga, por hermanos o primos mayores, en menor medida en MTV o en la Rock and Pop. Música proveniente del inconciente huérfano de las generaciones curtidas a cielo abierto. Pero todas esas discusiones volverán luego de la conmoción, cuando nos llevemos los bises a nuestra vida ordinaria. Ahora se apagan las luces, el Vamo los estooooon es ensordecedor, en minutos se escucharán los acordes de Star me up y el estallido libidinal de la inmensa olla humana.
el tiempo está de su lado
Los Rolling Stones se le escaparon al siglo XX. Se terminan los golden sixties (y el mandato de morir antes de cumplir los 30 años) y ellos siguen (no sin pérdidas, claro, pero siguen, insisten); pasan los setenta, las grandes bandas se disuelven y ellos siguen (intoxicados, pero siguen); los aplanadores, conservadores y vacíos ochentas casi se los comen en su epílogo (con las peleas internas), pero siguen insistiendo, encaran los noventa con grandes giras y pasan más de quince años del siglo XXI para que los podamos ver tocar Paint it black, Jumpin’ Jack Flash o Brown Sugar. Los Stones no sobrevivieron al siglo XX; lo excedieron. Por eso cuando todos sus protagonistas más célebres murieron (personas y discursos), estos la siguen agitando. Quizás sean los testigos –y custodios– más longevos del misterio que escapa por conductos impercetibles de una época a otra. Sus Majestades Satánicas se armaron hace más de cinco décadas unas buenas líneas de fuga, y se las tomaron muy en serio. El tiempo entendido como duración, las intesidades que se desatan y conquistan mundos ignoran por completo al calendario. Solo perdura lo que está vivo.
patria Stone
En la primera visita que realizan al país en 1995, Mick y Keith estaban sorprendidos porque decían que no habían visto una euforía y un fanatismo similar desde la década del sesenta. En Argentina estaban viviendo la remake aggionarda de sus años de mayor efervecencia social. En los comentarios a una nota de La Nación sobre la llegada de los Stones, se lee “Banda inglesa, multimillonarios, entradas a 300 usd, se hospedan en los hoteles mas caros y se voltean a las modelos mas lindas... Sin embargo el ‘rolinga argento’ está convencido que ‘los rolin’ son populares y nacieron en La Matanza. En ningún lado del mundo Los Rolling Stones generaron semejante creencia popular totalmente distorsionada y basada en la nada misma”. En la catarsis racista anida una verdad: en el mejor malentendido histórico que celebró por estas tierras el agonizante siglo XX, secuestramos a unos vejetes ingleses y los hicimos parte del nosotros; se borraron las diferencias geográficas, culturales, etarias, se desplegó capilarmente una simpatía por Sus Majestades de carácter inédita; una traducción que no necesitó de diccionarios bilingues ni de intérpretes ilustrados; un gesto arbitrario, azaroso, extraño (aquí no tiene nada para decir el verso sociológico que siempre intenta explicar los “errores” de masas; y tampoco sirve la historiografía roquera).
No hubo re-interpreación argenta del fenómeno Stone. Acá, como Stones, fuimos –y somos– “primeros escuchas”. No hay original a resignificar, no hay experiencia menor, no hay plagio o imitación: hay solo la significación primera que se re-produce en cada escucha. Quizá la simpatía por Sus Majestades fue expresión –y causa– del encuentro con las fuerzas desconocidas, paganas, inéditas que habitaban en nosotros: las fuerzas necesarias para rechazar familiarismos, morales oxidadas y caretas, modos oficiales de valorizar la vida. Como sea, el encuentro es del orden de lo misterioso, tan indescrifrable como lo que sentimos durante estas tres noches cuando sonó Midnight Rambler o Can’t you hear me knoking y la historía del rocanrol nos atravesó el cuerpo. Mick juega con estas fuerzas de abajo y pregunta risueño, “¿son acaso el país más Stone del mundo?”. No quedan dudas.
escuela de rock y educación sensible
Por eso no se trata de sacudir a los Rolling Stones para buscar (im)posturas políticas, manifiestos militantes, críticas a los mandatarios por el calentamiento global, o línea ideológica para los movimientos globalifóbicos. “Visitaron a Menem en la quinta de Olivos”, “Son multimillonarios”, “son ingleses”, bla, bla, bla... No hay que buscar gestos políticos en la superficie (para eso los argentinos tenemos al Papa Francisco o a la Princesa Máxima), con Los Stones supimos del lado afectivo, deseante, sensible que funda lo político de la vida de los cualquiera. Con Sus Majestades aprendimos que “primero hay que saber vivir”; primero hay que inocular la vida de preguntas hasta lastimarla, y es desde ahí, desde ese umbral corporal, íntimo pero no personal, desde donde se incia todo lenguaje político. Con Sus Majestades aprendimos que las intensidades se conquistan siempre contra la rígidez de los cuerpos que crea el Poder, y que en la expresión pública de esas rapacidades ganadas se juega una lucha por los modos en que queremos vivir. Los Stones nos sirvieron para la verdadera y primordial batalla cultural (en el lenguaje/cuerpo) que necesita toda política que quiera transformar el mundo. Con los Stones aprendimos que en el pliegue más profundo, las vidas no se determinan por coyunturas políticas, económicas o sociales: una vida “feliz” (felicidad: llegar a ser lo que uno es) no es la expresión del mundo que la rodea, sino la capacidad de hacer mundo. Con los Stones aprendimos a fundir Vida y Política. De los Stones no se sale necesariamente crítico o militante; pero sí se sale con ganas de vivir (como salimos después de cada escucha solitaria o en banda, en un fiesta con amigos, en un bar nocturno y embriagado o en un cuarto adolescente o en un living adulto o en un celular que nos aísla de la ciudad, como salimos después de los trances de cada uno de los shows). Claro, despúes cada uno verá qué hace con esas ganas: negativizarlas como insatisfacción e inquietud para estallar una forma de vida que apriosiona, volverla nafta anímica para emprender planes colectivos y agites comunes, o usarla como recurso para –únicamente– retornar de buen semblante a gestionar exitosamente la vida laboral y social.
Mientras escribimos estas líneas circulan por las redes sociales las imágenes de los Stones con la familia Macri acompañadas de algunas críticas “progres” de muchos comentaristas que probablemente sigan creyendo que los escenarios sociales se erosionan a pura pedagogía política, ignorando el plano de los afectos y las sensibilidades. La lengua de los Stones es un logo, pero un logo encarnado; un logo que sigue teniendo adherido en sus bordes vitalidad y energía. Una lengua íntima pero también social, una lengua aliada, disponible para el agite. Sacar esa lengua a la sociedad es también expresar públicamente (políticamente) un nivel afectivo-íntimo desde el que se piensa y se vive. Con esa lengua roquera aprendimos que todo lenguaje calienta o no, y punto. No hay mucho más que hacer.
viendo a los niños jugar
Una langosta verde se posa en la guitarra, recorre el mastil, se detiene en el clavijero. Keith la mira encantado y sonríe, le hace un gesto a Ronnie que se acerca y contempla la escena. Luego se suma Mick que parece no comprender, con una mueca Keith le señala al bichito y los tres se ríen sin dejar de tocar. Parecen niños, en ese gesto hay inocencia, asombro y juego. La escena proyectada en las pantallas recuerda al homenaje que Werner Herzog le hace a Kinski en Mi enemigo íntimo, cuando lo retrata jugando encantando con una mariposa que revolotea a su alrededor. En la escena también se puede percibir la misma sustancia vital que derrama Richards en su documental (Keith Richards: Under the Influence, 2015), cuando sostiene que “la adultez llega cuando te entierran”. Ni forever young ni adultez agilada de final de juego. Se subraya el verdadero límite, el viejo y conocido final, pero para empujarlo al fondo del pasillo, hay fade out, pero aún quedan intensidades por desatar y noches enteras por bailar.
La mayoría de las coberturas periodístas acentuaron el atletismo, la buena salud de los vejetes, y lo mágico de las performances (magia entendida como detención del tiempo, por la vigencia de lo que debería haberse degenerado, para usar un término con el que se los impugnó en sus inicios desde la sociedad pacata). Sí, hay magia y salud, pero por otros motivos. La vigorosa salud es la que alimenta la intensidad (no la capacidad de los pulmones y los músculos) y la magia es hacer con lo que hay otra cosa: magia es tocar un millón de veces los acordes de Satisfaction y gozarlo con la alegría de la primera vez. Magia es hechizar a más de 50 mil personas de un modo inolvidable. Sus Majestades Satánicas hicieron de la juventud una estética vital y no un mandato estético –como logró trampear el mercado y las publicidades. Una estética que sabe sensiblemente que es mentira el cuento de la maduración: nadie madura, simplemente se cansan. Lo azaroso de la langosta en la guitarra de Keith y las risas complices con Mick actualizan –como infinidad de veces a lo largo de estos 54 años, más allá de las peleas y los quilombos– aquel viejo choque fundante en la estación de trenes, cuando ambos llevaban un disco bajo el brazo y el rostro lleno de acné. Lo mejor y más perdurable del rocanrol nació en ese tren en marcha, en ese momento infinito y eterno (por ausencia de fines) que aún hoy seguimos recreando: un tren en movimiento, un auténtico rocanrol que sigue sonando, cuerpos que siguen girando, la vida entendida como duración e intensidad, tan simple y encantador; Like a Rolling Stone.