En 2015 dos crímenes semejantes a otros miles que no son tenidos en cuenta empujaron la aparición de una fuerza multiforme e ineludible. Daiana García (19 años) y Chiara Páez (14) fueron asesinadas por hombres, por negarse a estar disponibles para las decisiones de un alguien. No fueron las primeras ni las últimas, pero sí las gotas que rebalsaron el dique. Desde esos días hay vigilia. Los cadáveres siguen arrojando preguntas en las orillas del hartazgo y del pensamiento: qué hacer con las formas de vivir, cómo desactivar las formas de morir, qué castigo pregonar, qué hogar desear.
Dos años después, los asesinatos de Micaela García (21 años) y Araceli Fulles (22) espesan la conversación. Siete mujeres circundan la mesa, rodeadas ellas por un jardín antiguo, podado en los bordes y selvático pocos pasos más allá. No habrá nombres propios en esta entrevista. Algunas integran el colectivo Ni Una Menos; otras agitan en sindicatos u organizaciones territoriales que participan de la movilización feminista. Algunas portan también las cicatrices del terrorismo de Estado; otras exhiben las marcas de habitar donde sigue prevaleciendo la masculina voluntad de domesticación. Ninguna quiere estar de duelo.
Impresiona la masividad de esta nueva oleada del movimiento de mujeres. ¿Cómo hacer para que no sea algo lavado?
—La consigna del primer 3 de junio fue tan amplia y tan moving: ¿quién va a decir “estoy a favor de que maten a las mujeres”? Nuestra incomodidad con la victimización era enorme; también con la preocupación por ver quiénes se condolían. “Conseguimos la foto de Lionel Messi”. ¡Está la plaza llena! ¿A quién le importa Lionel Messi? Creo que en ese momento no estaba todavía la discusión sobre el punitivismo. Pero la victimización es el camino directo a eso.
—Siempre que aparece un sujeto político nuevo y una conmoción callejera hay una disputa por las apropiaciones. Además, como incluso pueden estar en contra de la violencia hacia las mujeres aquellos mismos que la cometen, ese significado tan amplio puede ser retomado en cualquier cadena de significaciones. Nuestro esfuerzo todo este tiempo fue la pelea por producir una narración donde la violencia no sea comprendida como una excusa para otro tipo de violencia, o como la legitimación de un orden determinado.
¿Cómo se rompe la cadena de sentido que asocia un cuerpo, un victimario, un castigo, aportando una traducción política conservadora?
—El paro es una intervención fuertísima porque corre el eje de pensarnos como víctimas reclamantes. Nos pone como productoras de valor y hace visible lo invisibilizado: el encierro en los hogares, el laburo doméstico al que no se le asigna ningún valor, y cuestiona qué es el trabajo en general: con la medida del paro el movimiento de mujeres ensancha en la práctica quiénes pueden responder a ese llamado. Y respondieron las trabajadoras formales, informales, de la economía popular, amas de casa, campesinas, etc. Se empieza a cuestionar no solo de qué se trata la violencia machista sino también de qué se trata ser mujer. A diferencia de la primera movilización, en 2015, que fue un golpe de efecto conmocionante, el segundo 3 de junio se inscribió en la tradición argentina de los derechos humanos, que implica un lugar desde donde pararse y mirar la realidad política.
—Cuando pusimos la clave de lectura en términos de los derechos humanos era un modo de escapar de la traducción punitivista, pero me parece que en parte lo hacíamos para preservar algo de otro orden, mucho más democrático, que lo que se podía traducir si dejábamos que la cosa fuera por el lado de las víctimas y nada más. Me contaron algo que me impresionó: una compañera que trabaja en un barrio dijo que este año se organizaron más rápido para el 8 de marzo que para el 24. Y que tuvieron que leer el 24 en relación con el 8 para que los pibes y pibas se movilizaran. Ese esfuerzo de conexión que hicimos ahora rebota, para volver legible qué fue la dictadura. Es un movimiento bien interesante de apropiaciones y traducciones que juegan en la escena política.
La diferencia que tiene con el 24 de marzo para las personas muy jóvenes es que está en juego una experiencia por todas vivida en carne propia, ¿no?
—Eso es central. Es un hecho masivo donde se habla en primera persona. La dimensión del cuerpo es ineludible: no se hubiera podido construir nada si no hubiera estado el cuerpo en primer plano. Y eso es completamente novedoso porque pone en valor la propia historia de vida atravesada por múltiples violencias, por hechos que parecían tan nimios y que de pronto no lo eran tanto y te constituyen como mujer. La movilización empezó a arrebatar la categoría de mujer. El poder lee esa reapropiación de la categoría mujer como abyecta y entonces reprimible y repudiable. Veamos, si no, cómo la condena a la represión a los docentes fue mucho mayor que la condena a la represión a las mujeres del 8 de marzo.
Daría la impresión de que la fuerza callejera no se traduce en más poder en el cotidiano, ni en las instituciones. De que hay un consenso generalizado contra las agresiones pero la violencia persiste o incluso parece aumentar. ¿Cómo se entiende esto?
—Tenemos que tratar de definir si padecemos solo una violencia reactiva hacia las mujeres o si estamos en un momento de expansión de lógicas de violencia social en el que las mujeres somos unas de las víctimas sacrificiales, entre otras, como los pibes. Por otro lado, hay una visibilización mediática que tiene algo que no es operación pero también algo que sí lo es, en el modo en que se relatan los crímenes. Se los relata de una manera que lleva más adelante la pedagogía disciplinadora que el acto cometido en sí mismo. Similar a la discusión sobre el show del horror en los ochenta, cuando el modo con el cual la revista Gente mostraba los campos de concentración, instauraba en aquellos que no habían pasado por ahí la idea de que eso terrible podía pasar si se politizaba la sociedad. Y hay un tercer plano, por el que se desnaturalizan formas de la violencia que eran aceptadas o toleradas. Ese pasaje también puede tener como efecto formas nuevas de disciplinamiento, como si el propio shock de autonomía pudiera producir ciertas violencias.
—También hay que decir que los pibes que son perseguidos por la violencia institucional son los que ejercen violencia contra las pibas. Trabajás en los dos planos, en el de la jerarquía masculina y en la jerarquía del poder estatal.
—Hay una pedagogía de la violencia a nivel social que atraviesa a todos. Lo que veo en los barrios es que empiezan a surgir miradas nuevas sobre las relaciones cotidianas. Ya no basta con que un compañero lave los platos. Hay cosas más sutiles que se vuelven necesidades y me refiero a mujeres que ni siquiera van a la marcha: una necesidad de romper con la lógica del hombre y la mujer como familia clásica. Hay una búsqueda de cambio en las relaciones que acentúa la pedagogía de la violencia.
—En las instituciones tenemos una incidencia nula, no cambian. Estamos en un momento en el que tenemos que pensar si el movimiento tiene que orientarse a generar reformas en las instituciones que contengan el problema de la violencia, o debe plantearse el problema de tirar abajo las instituciones. Ni Una Menos como movimiento social, más allá de lo que piense el colectivo, pone en acto, sin llegar a enunciarlo porque nos falta la palabra, que con ciertas instituciones no hay manera. Porque no se resuelve nuestra demanda con refugios, no se resuelve con más penas, no se resuelve en estos términos.
el orden del discurso
Al costado de la mesa crepitan las brasas de una parrilla destartalada pero surtida. La noche avanza y los temas que habíamos propuesto como ejes ordenadores se disuelven en una espiral que vuelve a pasar por los mismos lugares, cada vez con menos obligación de entregar respuestas políticamente correctas. El vino hace su trabajo de zapa, relaja las lenguas, que afilan sus estocadas y al mismo tiempo explicitan las angustias, los dilemas irresueltos.
¿“El Estado es responsable” es una consigna que ansía el fortalecimiento del Estado?
—Es una oscilación que tenemos. Cuando decimos “el Estado es responsable”, le pedimos que haya operadores judiciales capacitados, que exista prevención, y toda una serie de exigencias. Pero a la vez hay un desborde, que abonamos y cultivamos todo el tiempo, y que provoca un trastocamiento. Ninguno de estos reclamos, aunque se satisfagan, va a alterar una relación fundamental que es de desigualdad. Es algo que está en el corazón del feminismo: solo se pueden realizar nuestros anhelos, en tanto haya un cambio de orden social.
Se desnaturaliza un orden de cosas, se revuelve la normalidad, y aparece otro universo de posibilidades. La pregunta es si esa ampliación del campo de batalla se traduce en un cambio de relaciones de fuerzas.
—Sí, está empezando a haber un cambio en las relaciones de fuerza. Además de un desplazamiento del umbral de tolerancia a las violencias hay un fortalecimiento de la autonomía de las mujeres. Ya el hecho de cuestionar la familia monógama como unidad cerrada en sí misma para pensar en formas comunitarias del cuidado es un cuestionamiento que afecta a las estructuras que hacen al Estado. Por otra parte, como a todo movimiento social masivo, se le exigen programas claros o intervenir con las reglas del sistema político; como si todo movimiento tuviera que decantar en una lista electoral. Sin dudas, Ni Una Menos obligó a los partidos tradicionales a modificar su agenda pero no somos ingenuas al respecto.
—Hay una condición de posibilidad para este dilema, que tiene que ver con el momento político de resistencia y con cierto principio de realismo político. Probablemente no estaríamos pensando este asunto si tuviéramos la posibilidad de que un Estado social resolviera algunas cuestiones. Nunca sería una solución integral, es cierto, pero sí por lo menos para atender a quienes peor la pasan.
—Nosotras pensamos que hay algo en el orden del trabajo doméstico que sostiene la reproducción del orden social. Y eso va más allá de cualquier expectativa favorable respecto de un gobierno. Estaría funcionando en un nivel medio irresoluble. Hay reconocimientos que pueden operar según la coyuntura que vivamos, pero la irresolución de fondo continúa. El macrismo interpreta una parte de la agenda de los movimientos de mujeres. No es cierto que no esté en condiciones de interpretar, sino que lo interpreta en articulación con formas de disciplinamiento y de reafirmación de lógicas de poder. Toda la clase política hoy se pregunta de qué modo recodificar esto. Por eso tenemos que mantener la idea del desborde.
Aparece el problema del punitivismo. Si este es el Estado que tenemos, y si le podemos pedir lo que nos puede dar: ¿qué podemos pedirle?
—Se tiene que poder pedir que si me están cagando a palos yo llame a una línea de ayuda y me contesten. A la vez, yo puedo también estar tramando en qué tipo de comunidad quiero desarrollarme, quiero vivir, quiero tener hijos. Y, a la vez, pensar a largo plazo cómo terminar con este tipo de Estado. Son tres planos que pueden coexistir y hay que pensarlos al mismo tiempo.
—Para mí la responsabilidad de Ni Una Menos como movimiento social es ampliar el imaginario político para pensar qué es lo que queremos. Si estamos cuestionando formas de vida —la forma de la familia, del Estado, de la economía— lo que buscamos es empujar la imaginación para dejar de pen- sar en términos de lo posible. Eso es lo fundamental, porque es lo que nos tiene constreñidas hace un montón de tiempo. Los doce años de kirchnerismo nos han puesto un límite para lo posible. La ilusión de poner en agenda ciertas demandas de los movimientos sociales abrió un horizonte en el que “esto es lo mejor que podemos concebir”, lo cual te anula la posibilidad de seguir deseando.
—El kirchnerismo, ¿cierra el horizonte, o te obliga a asumir una lógica de construcción de posibilidades distinta que no estaba en la imaginación de los movimientos sociales? Si no hay potencia para sostener ese desafío, no es tanto un problema del Estado o del gobierno como de las propias organizaciones. Además, la primera movilización la hicimos durante el kirchnerismo.
la pregunta por el poder
Mientras se suceden los preparativos para un nuevo 3 de junio, en el aire sigue flotando el balance del Paro Internacional de Mujeres que tuvo lugar el 8 de marzo. Esa jornada concluyó con manifestantes detenidas, vejadas y criminalizadas. En el medio, la discusión sobre qué debe hacerse para reducir la violencia contra las mujeres ocupa por unos días el intenso cóctel de banalidad que agitan los panelistas y las redes sociales. Proyectos de ley para agravar los castigos se promocionan como el elixir de la prevención. Y el kit extra progre de rechazo a toda punición termina encerrando a las mujeres en un corset de pasividad e infinita paciencia. Una encerrona que inquieta al movimiento feminista.
La violencia hoy no proviene fundamentalmente del Estado sino que es más difusa, incluso horizontal. Quizás lo que tenemos que parir, mas allá del reclamo legítimo y necesario, es una nueva teoría política.
—Desde la perspectiva de organización de los sujetos populares esa pregunta te lleva a crear zonas liberadas, comunidades libres de violencias institucionales. Es cada vez menos exagerado imaginar esto, es un horizonte factible y próximo, tal vez no por parte nuestra sino de colectivos que están emergiendo.
—Tal vez, en algunos casos, somos un poco ingenuas en nuestro reclamo antipunitivista. Estamos en una encrucijada. Si no le proponés nada a la mujer que cagaron a piñas, y al tipo le dan una pena de cuatro años, sale al toque, vuelve al barrio, a hostigarla, ¿qué le queda a esa mujer? Vivir con miedo, armarse, mudarse, perder su vida. Que la defienda el barrio, a un alto costo ¿Pero tenemos capacidad para disputar los territorios? No metamos a los tipos en la cárcel, ok: ¿y entonces dónde vivimos? Por eso crece en el imaginario la posibilidad de zonas liberadas. No lo tengo resuelto. Estamos en el momento de tener que plantearnos estas preguntas de una manera no inocente.
—También tiene que ver con las condiciones en las que se ejerce la punición. Sabemos que hoy pedir más castigo es avalar formas de tortura. Con el sistema penitenciario existente lo que estás alimentando es una máquina de violencia que pone a personas en un estado de excepción espantoso. Entonces, hay algo de ese antipunitivismo que no es abstracto porque pone en juego qué idea de lo humano tenés cuando pedís que alguien sea sumergido en esos lugares.
—Lo pienso desde los derechos humanos: se necesita un plano de justicia que tiene que ver con un reconocimiento social, aunque en el caso de la dictadura la cárcel efectiva es innegociable. A su vez, eso no implica devolverle lo que ellos hicieron, porque eso te comería el alma a vos. Habría que pen- sar cómo sería en el caso de los femicidas y de los violadores.
—La idea sería separar para preservar.
—Hagamos lindas cárceles, no sé. Pero eso de no ponerte en el lugar del agresor nos ubica siempre por fuera de las malas pulsiones, y no es verdad. Si te van a violar, es lícito defenderte con lo que tengas. A las que terminan matando porque intentaron protegerse, las defendemos siempre desde el lugar de la víctima. Así como los varones nunca se piensan como víctimas de la opresión, las mujeres nunca nos pensamos en el lugar de la violencia. Ese es un problema que nunca revisamos.
—Yo al principio tenía reticencias con que la Universidad donde trabajo excluya a los estudiantes y docentes denunciados por acoso. Ahora pienso que ese es un mecanismo de punición válido: separar a alguien sin condenarlo a la cárcel. No sería un antipunitivismo total, sino imaginar penas de resguardo como la expulsión de la comunidad.
La fuerza que alcanzó el actual movimiento de mujeres las pone frente a un dilema similar al que enfrentaron otras expresiones de rebeldía: ¿se plantea una estrategia propia de poder? ¿O se subordina a las estrategias políticas que están ahí, queriéndolas tutelar? ¿Existe otra alternativa?
—Después de cuatro movilizaciones impactantes, las consignas “Ni Una Menos” y “Vivas nos queremos” a muchas les parecen insuficientes. Estamos frente a una enorme demanda, que tiene directa relación con la masividad del movimiento, de empezar a articular un pensamiento sobre el Estado, sobre la economía, que supongan algún cambio en las relaciones estructurales que venimos denunciando. O tal vez una estrategia de incidir en el plano electoral. Tendríamos que pensar con quiénes dialogamos para empezar a encontrar esas respuestas. Para mí los sindicatos son centrales.
—En esto de producir una nueva teoría política, o de la dificultad que significa no tener las palabras que necesitamos para pensarnos, cargamos con el bagaje de que la radicalidad se opone a la masividad. En nuestro caso está sucediendo algo distinto. Se está demostrando que podemos ser radicales y masivas a la vez.
—Aparece una subjetividad política nueva, con la especificidad del feminismo, que tiene mucho pensado en términos de micropolítica, y se nos abre la pregunta por la estructura, por qué tipo de disputa de poder se puede asumir desde el feminismo. Tenemos algo en las manos que es muy fuerte, no solo la masividad sino un tipo de posición subjetiva, de experiencia directa, de sensibilidad, que nos permite afincarnos en otras fuerzas para pensar el poder. Yo diría: partir de la fragilidad para pensar el poder.