el hinchamiento del fútbol argentino | Revista Crisis
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el hinchamiento del fútbol argentino
Seguimos bajo los efectos del durísimo fin de fiesta del Mundial. Ni la gran gesta deportiva de haber llegado a la final, ni el jolgorio generalizado que disfrutamos, pueden compararse con la eternidad perdida en el Maracaná. Un cuadro de situación inmejorable para la resurrección del hincha argentino, especie de buen salvaje que sobrevivió a la globalización para regodearse en la arbitraria auto-afirmación de su superioridad.
Fotografía: Martín Zabala
10 de Octubre de 2017
crisis #20

 

Había un clima de frío desapego respecto de las previas de mundiales anteriores, un clima que dejaba en orsai a los futboleros que habían vivido cuatro años de espera, a los hinchas que como el primero en recibir tal nombre –por inflar la pelota junto al campo de juego–, sostienen henchido, con su aliento, al mundo del fútbol. Sin embargo, el Mundial terminó resultando en una intensidad de alcance unánime, un metejón insoslayable para la atención y el ánimo popular.

Entre el frío y el hervor, calentando ese pasaje, transcurrieron los partidos de la Selección, y la gran marcha de hinchas nuestros ocupando tierras brasileñas para agitar su fiesta de aliento –ese aire sentido que se le inyecta tanto al agonizante como al victorioso. Partidos y movilización hincha: ambos términos están ligados. Contra la crítica al fútbol como engarce nervioso con algo en lo que no podemos incidir, este Mundial hizo patente la influencia mutua entre hinchas y jugadores, cuyo canto era el mismo: letra-música que subió desde el suelo común de los hinchas en la ciudad futbolizada hasta las tribunas, bajó de ahí a los jugadores, y alcanzó, pantallas mediante, a todos los que no viajaron pero estaban enganchados. Este Mundial era eso: la expansión del fútbol argentino (su hinchamiento), un nosotros de implicancia anímica que afirma desde el arbitrio lo que le tocó (“ser” argentino).

 

debut de pibiño

Los portoalegrinos no la pueden creer: el efluvio celeste y blanco es protagonista absoluto de la ciudad. El lunes que jugó Brasil con Camerún la zona nocturna destinada a la sociabilidad mundialera (porque, sí: hubo una zona nocturna destinada a la sociabilidad mundialera), consistente en una calle llena de bares que se cierra a los autos, estaba repleta de jóvenes brasileños, argentinos, holandeses, australianos, de clase cómoda, medio en plan viaje de egresados madurón, escabio, banalidad y algún levante, una escena apenas menos pedorra que el festejo de San Patricio. ¿Tanta historia para una especie de clima de hostel ampliado?

Al día siguiente, martes, llegó el grueso de la marea maradoniana, multitudes de bandas que vienen por las suyas y arman su campamento, carpas que se ponen en los parques, en los estacionamientos, en las veredas mismas, y la cosa cambió drásticamente: por la noche (ya víspera de Nigeria), en esa misma calle de sociabilidad mundialera, con lluvia incesante, el tránsito automotor también estaba cortado pero por una gran banda ya no de buscadores de limitada conquista genital, sino de hinchas enfiestados, contentados en sí mismos. Hay también predecibles buscadores de lo obvio (las minitas, el bardo), pero quedan desplazados a la periferia de la situación; en el centro, ahora, está este montón de argentos afirmados en su hermandad, que festejan la presencia y dejan anonadados a los locales con su cántico colectivo, saltando, arengando; la celebración autosuficiente mandó por sobre el consumo preformateado.

Bajo la lluvia que no paraba caer, saltando al grito común de que Maradona es más grande que Pelé, y de que el que no salta es de Brasil, en medio de la tribu distinguimos un grupo de cuatro o cinco pibitos agitando chochos, que saltan, cantan y también ríen: son brasileños. No son los únicos: prestamos atención y en la masa de carnaval argentino hay, apenas disimulados, unos cuantos brasileños, algunos incluso con camisetas de clubes locales. Vinieron a disfrutar nuestra fiesta, se meten en el pogo que se mueve para acá, se mueve para allá, y tienen una alegría increíble.

La hinchada argentina (que no es “los argentinos”: es esto que les pasa a estos argentinos) brinda un oasis orgánico, festivo y de alegre desborde en medio de este maquetado escenario de consumo y ánimo programado. Durante el día, charlando con militantes portoalegrinos anti-copa, nos habían dicho que el piberío local anda refugiado en unos pocos lugares de encuentro nocturno, ante el aplastante avance de la infraestructura del mundial sobre la vida de la ciudad; y resulta que la irrupción de estos miles de argentos, que vinieron sin entradas para el estadio, porque vinieron al Mundial pero no al programa de la FIFA, abre una zona temporaria de imprevisibilidad afectiva y estética donde los locales que quedan fuera de la ritualidad oficial de la Copa encuentran sitio de jolgorio jugando a la argentinidad.

 

broches de plomo

El Fan Fest fue el perímetro de una suerte de festival permanente con que la FIFA consagra al Mundial como evento de entretenimiento que tiene al fútbol como ingrediente. Que cuando juega Argentina se vio desbordado por el río más ancho del mundo, el de la patria futbolera que lo rebalsó con sus banderas, sus remeras, sus payasadas, la emoción de su encuentro imposible, tan grande que forzó la colocación de una segunda pantalla gigante, fuera del predio propiamente dicho; hay treinta mil argentinos dentro del estadio, setenta mil afuera: ¡¿qué carajo hacemos acá?!, ¡mirá todos los que somos!, dicen las caras, pero nadie lo dice, porque es un hecho, estamos acá, esto, ahora, es nuestro. Donde mirás, celeste y blanco, caras con gestualidad conocida, pibes tomando fernet, remeras de Patricio Rey, un ligue con esa pelota que tiene Messi, pasa para Di María…

“Brasil, decime que se siente/ tener en casa a tu papá” es un canto que logra olvidar la primacía verdeamarela en el fútbol mundial, gracias a su eficacia performativa: cantar esto acá nos hace padres, irmãos  queridos. Para los gaúchos es una buena noticia nuestra presencia exuberante en medio de este megaevento: buscan la charla, el encuentro, preguntan cosas, de todo, no la pueden creer y quieren saber, quieren constatar que sí. Y sobre todo, hablan entre ellos, se avisan en las redes sociales, no sabían, se sorprenden y lo difunden, nos paran en la calle (¡nos invitan cerveza, carne asada!) para preguntar, para confirmar y aceptan sin drama, aprenden, se hinchan de verdad: Pelé debutó con un pibe.

Es muy visible la tutela policial de la fiesta programada. Pero la contradicción estética (pelota-balas) parece no arruinar la fiesta de los que la consumen. Luces de espectáculo, calles amplias para la muchedumbre, carteles de algarabía mundialera por doquier, el estadio como enorme cúspide arquitectónica de la condensación de libido colectiva; de las nacionalidades conviviendo, el Mundial como lavado encuentro fraterno multicolor. Todo abrochado por milicos armadísimos de estirpes varias, policía militar, policía federal, policía especial, drogocops con el cuerpo más o menos oculto tras los armazones de matar. Pero de alguna manera, cierto consenso logra que las visibles balas no desmientan esta candidez sórdida, esta mueca del placer.

 

somos globales otra vez

El fútbol argentino rivaliza siempre; incluso cuando juega en Buenos Aires la selección, si aburre, hay cánticos entre bosteros y gallinas. A Brasil llegaron autos, combis, motos, aviones llenos, camionetas, bondis repletos, grupos de amigos, pibes y ex pibes futboleros, de Santa Fe, de Córdoba, de Mendoza, de Jujuy, de Quilmes, Paternal, Lanús, Mar del Plata, Río Cuarto, Formosa, Rosario, de La Pampa… Las camisetas de los clubes, que vinieron muchas, funcionan no tanto distinguiendo opositivamente dentro de los argentinos, como nutriendo a la marea albiceleste de anclajes regionales. Unión, Instituto, Gimnasia de La Plata y de Jujuy, Defensa y Justicia, Central, Aldosivi, etcétera: un congreso federal de hinchas argentinos, y un tono “barrialista” plantado en las entrañas de un espectáculo global.

Este es el fútbol argentino; esta es la energía que lo hace existir. Y este es el sustrato que insufla las canchas brasileñas con un soplo monumental y empuja a ese equipo de jugadores –pibes que tan tiernos se fueron a tierras más ricas– a jugar mejor. Los jugadores son millonarios, pero no son solo eso, son pibes millonarios, y el aliento ambienta un énfasis de su pibismo, y los argentiniza, entonces los vemos protagonizando mesas de asado compartido y cantos de hinchada que los enfervorizan (los hinchan): ídolos del neocapitalismo, agitados por fuerzas plebeyas.

Que la Selección quedó “más cerca de la gente” es uno de los “saldos” positivos de este Mundial, no se cansan de repetir periodistas, dirigentes y también jugadores. La insistencia da cuenta de una tensión, que en este Mundial, por la cercanía geográfica, se intentó conjurar.

 

la vanguardia enfiestada

Ante los periodistas; ante las marcas; ante los condescendientes que aspiran a no más que lograr simpatía hacia la afección del hincha; ante los anti fútbol, que detestan a los fanáticos porque dan relieve a un sinsentido y quieren algo que solo existe porque lo quieren; ante los hinchas recién aprendidos de ocasión: hay veces en que los hinchas de fútbol nos sentimos solos. Es mentira que somos mayoritarios, que el hincha se apoya en la facilidad de lo dado, que es un repitente que no se atreve a soltar ese pulso domeñado. De los compromisos anímicos permanentes, el fútbol es el más sincero en su arbitrio, en el arrebato que está en el núcleo de su constitución. Y por eso el fútbol es tan atractivo para el mercadeo, porque está fundado en deseo.

Hinchas hay muchos menos que aquellos que forman parte del mercado que emite y recibe signos de fútbol (palabras, productos, emociones, ánimos, ideas). Como se desean deseos, el espacio futbolero tiene muchas adherencias de distinta índole. Este Mundial, una vez más, las puso en evidencia. Los aficionados de ocasión cayeron en paracaídas al ánimo futbolero; para los hinchas que sostienen esta afirmación arbitraria de la fatalidad (apego a fondo con esto que nos tocó), existe, por suerte, un piso que le pone contornos al derrumbe. Argentina perdió, nosotros perdimos, habiendo sucedido cosas extraordinarias, cosas que hicimos nosotros, los hinchas del fútbol argentino, que somos asimismo jugadores del fútbol argentino si entendemos que el hincha participa de lo que es el juego. Perdimos el juego más serio de todos; el que más involucra el porque sí, ese al que jugamos desde el inicio de nuestra vida social. Perdimos la instancia máxima, estando cerquísima de ganar y con todo listo para el mayor de los festejos: lejos de festejar el “casi”, sabemos que desde ahí es la más grande caída.

Quedan la resaca y las imágenes de ese punto de vista que fue el Mundial. Fueron días de intensidad, de una temporalidad única que desembocó en la final: ansiedad, temor, alegría, fernet y vino, bombos y trapos, pirotecnia como para diez navidades, mucha ropa deportiva (sí, la que cotidianamente provoca pánico moral), mucho corte de pelo a lo Kun Agüero, mucha vagancia, barrios dados vueltas, cientos de autos y motos tomando la ciudad, cuerpos desparramados por zonas que convencionalmente están vedadas, un mes para que la ciudad y el país blanco disfruten de la vida de cabeza que normalmente impugnan. En el mes del Mundial sube a la superficie social otro modelo de felicidad pública, un estado de agite, de tribunización de la ciudad que suspende la temporalidad cotidiana.

Pero una cosa es la fiesta del nosotros y otra la fiesta de todos. Si a un Mundial le extirpan ese nosotros entusiasta que deviene ciudad y sociedad, sería pobre. La fiesta de todos –que puede ser la del Bicentenario o la de un cacerolazo culo pelado– es la que incluye a la señora que se pinta la banderita en la cara y grita “amo a mi país”, al señor que se pone una vincha y grita “Argentina, Argentina”, al tipo que imposta una indumentaria de tribuna que le queda extraña, a la publicidad oficial (estatal o empresarial) que habla de argentinidad y se apropia de la riqueza libidinal común para legitimarse. La fiesta del nosotros, en cambio, es la gestada y reproducida en recitales y canchas, en las tribunas donde se corporaliza ese sujeto tambaleante y ambiguo (no exento de desbordes, violencia, malos viajes, amoralidad, rapacidad, cachivacheos y oportunismos).

Este Mundial por otra parte consagró al imperio pantallista: Brasil tuvo que achicar sus estadios (contrariamente a las ampliaciones antaño necesarias), en una entronización de la experiencia televisiva; los jugadores posaban para la presentación de las formaciones a imagen y semejanza de la play station; los árbitros quedaban en medio de las jugadas todo el tiempo, desesperados por estar cerca de la pelota, porque ahora compiten con el ojo de halcón y son juzgados por la representación pantallesca en el propio estado; hasta la desmesurada sanción a Luis Suárez puede entenderse como la consecuencia de un poder de visibilización total ante un gesto que no buscaba ofrecerse como imagen. Y el colmo: los “hinchas” que en las tribunas eran tomados por la cámara y saludaban festejando aun si su equipo iba perdiendo –como si ir a la cancha ahora fuera un portal de acceso a la pantalla. El imperio pantallista es consustancial a la destribunización del fútbol; en los Fan Fest, el volumen de sonido que ponían los brasileños era notoriamente excesivo, avasallador (lleno de pavadas en la previa y el entretiempo). Esta realidad mediática ofrece una imagen en la que entramos todos, con solo adherir, y es por eso también que el Mundial bate récords de inversión publicitaria.

Si el Mundial es algo que se experimenta en las pantallas quedamos todos subsumidos en ese plano chato de igualdad, y lo que se borra es precisamente la constitución nuclear tribunera que le da vida al fútbol –y que puede incluso tribunizar las reuniones ante el televisor. Fiesta de todos y fiesta del nosotros, difícil (e inútil) discernirlas mientras dura el idilio mundial. Pero una vez que finaliza el evento, se consuma enseguida la separación de bienes: nuestro es el agite y el dolor; de todos la pantalla artificial. Paracaidistas del fútbol, y de su agite también, ¿vieron qué se siente?

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