de violencias e infiltrados | Revista Crisis
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de violencias e infiltrados
Mientras el Senado votaba la Ley Bases, una masiva protesta popular desbordaba la plaza que enfrenta al Palacio del Congreso de la Nación. La represión policial fue feroz, el escarmiento trinó en forma de detenciones. Rápidamente se aseveró que había infiltrados en la muchedumbre, oscuros promotores del incendio de un auto, pero es hora de mirar de frente la discusión sobre el uso de la violencia ante gobiernos autoritarios.
Fotografía: Martín Rata Vega
13 de Julio de 2024
crisis #63

 

Sucedió después de otra sesión parlamentaria acompañada por una fuerte represión en los alrededores del Congreso, similar a lo ocurrido el último 12 de junio. El 25 de octubre de 2018 los entonces diputados Leopoldo Moreau y Horacio Pietragalla denunciaron infiltración policial en las protestas. Dieron un nombre: Héctor Olivera, sargento promoción 189 de la Policía Federal. “Forma parte de los grupos civiles que salen a la calle”, agregaron, y sustentaron el señalamiento con fotografías en las que se veía a una persona con la cara descubierta entre “seis individuos encapuchados, con sus rostros tapados, todos vestidos de negro para simular que son anarquistas”. A las pocas horas les hicieron saber que esas fotos no eran de ese momento, sino que habían sido tomadas en una movilización ocurrida un año atrás. Después se supo que esos sujetos no eran policías simulando ser anarquistas, sino anarquistas de verdad. Que la foto de la persona que señalaban no era de ese sargento, sino de un militante de frecuente participación en las actividades de protesta del anarquismo local. Los medios de prensa de mayor alcance (alineados con Mauricio Macri, que presidía el país) sacaron provecho del error. Publicaron esa foto y otras del mismo muchacho, difundieron su nombre completo en los diarios y canales de televisión y detallaron el pequeño prontuario que había en su contra por participar de distintas protestas y hechos de resistencia a la represión.

Lo que intentó ser una denuncia de los métodos ilegales de proceder de las fuerzas de seguridad terminó generando un riesgo extra para un militante y una mayor estigmatización de un sector de las organizaciones juveniles que integran el variopinto campo popular.

 

ley gases
 

El pasado 12 de junio, mientras el Senado votaba la Ley Bases, el gobierno de Milei decidió escalar un nuevo peldaño en su vocación represiva. Dispersó la movilización a fuerza de gases lacrimógenos, balas de goma y bastonazos; reprimió violentamente y detuvo a quienes estaban en los alrededores; montó la causa “Golpe de Estado” en el poder judicial y contó con la cobertura mediática suficiente para sustentar tal nivel de criminalización.

Fue más de lo que había sucedido en ocasiones anteriores. Desde el debut del protocolo antimovilizaciones el 20 de diciembre de 2023, en las sucesivas marchas las fuerzas de seguridad habían intimidado, golpeado a manifestantes y arrojado gases. A la luz de estos últimos hechos, aquellos parecieran haber sido apenas los preparativos de lo que finalmente sucedió. La jornada del 12 de junio terminó con decenas de heridos por balas de goma y 33 personas acusadas de graves cargos sustentados en la Ley Antiterrorista, enviadas preventivamente a prisión.

Es probable que la espiral represiva no se quede ahí. En movilizaciones de cientos de miles de personas, como las del 24 de marzo o la que se realizó en defensa de la universidad pública, el margen de provocación policial se limita; pero no todas las marchas logran esa dimensión, aunque en muchos casos resulten igual de justas. El protocolo represivo en curso es claro. Van a reprimir cada vez que lo consideren necesario. Resurge entonces la clásica pregunta:

 

¿qué hacer?
 

La violencia policial del 12 de junio sorprendió a un conjunto social que no tuvo los reflejos suficientes para reaccionar con eficacia. Es entendible, porque hay que remontarse bastante tiempo atrás para encontrar represiones que se parangonen con la de esta última vez. Por lo tanto, las respuestas a qué hacer ante situaciones así, en esta etapa, resultan parciales, exploratorias.

Una línea de acción posible es la que adoptaron la izquierda, los organismos de derechos humanos y algunos sectores democráticos del peronismo: la denuncia clara y sostenida de la represión. La campaña por la libertad de las y los detenidos por protestar viene arrojando buenos resultados. A pesar de los graves cargos, 28 de las 33 personas fueron excarceladas durante la primera semana. Al Gobierno parece no quedarle más alternativa que aceptar el desvanecimiento de la causa judicial. Sin embargo, la victoria de la liberación de las y los presos por luchar, aunque es un gran paso, sabe a poco. El oficialismo, aun teniendo que retroceder, se salió con la suya. Logró cambiar la agenda. Terminamos luchando no ya contra la situación que generó la protesta sino contra las detenciones injustas. La economía de fuerzas y la necesidad de concentrar el discurso en lo urgente completaron el retroceso: durante la larga semana que llevó lograr la liberación de la mayor parte de las personas detenidas, poco y nada se habló de la Ley Bases, del vicio de procedimiento que incluyó la compra de una senadora o de las maniobras traicioneras que seguirán cuando el proyecto de ley vuelva a la Cámara de Diputados. Tampoco pareció quedar margen para dar los debates necesarios sobre las represiones, las violencias y los infiltrados con la mínima serenidad que permita ir más allá de la urgencia por lograr la libertad.

Por eso, la pregunta de fondo sigue abierta.

Otra respuesta posible a qué hacer en estos casos la dieron el centenar de jóvenes que el miércoles 12 buscaron resistir los ataques policiales. Que el automóvil incendiado no nos tape el bosque: más allá del vehículo en llamas, hubo una notoria cantidad de personas arrojando piedras para demorar el avance policial, prendiendo alguna fogata con algún tacho plástico o con maderas y basuras que encontraron por ahí. Se trató de jóvenes, en su mayoría, que se propusieron hacer otra cosa distinta a resignarse a correr y llorar por el efecto de los gases lacrimógenos. Militantes algunos; pibes o pibas con ganas de expresar su bronca aunque no integren organizaciones en otros casos. Tuvieron en común la decisión de negarse a padecer la posibilidad de ser detenidos, golpeados y apresados aun cuando no hicieran “nada”, como le sucedió a la mayoría de los 33 presos de aquella tarde.

Esta respuesta que apela a la resistencia activa por lo general debe lidiar con un señalamiento no siempre preciso:

 

¡infiltrados!
 

Américo Balbuena se integró a la Agencia de Noticias Rodolfo Walsh después de la rebelión popular que estalló en diciembre de 2001. Durante 10 años se relacionó con decenas de dirigentes sociales, sindicales y políticos de izquierda, y cubrió desde adentro las más variadas protestas. Después se supo: el hombre, un policía encubierto, reportaba al Cuerpo de Investigaciones de la Federal.

Raúl Tarifeño integró, durante 17 años, el Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST) en la provincia de Neuquén. En 2010 los militantes de ese partido trotskista conocieron una lista de exagentes del Batallón 601 del Ejército, el máximo organismo de inteligencia de esa fuerza durante el terrorismo de Estado. Así se enteraron de que Tarifeño tuvo, durante todos esos años, la tarea de infiltrarse en la izquierda y reportar al Destacamento de Inteligencia 182 de Neuquén. Fue lo que en la jerga de los Servicios se denomina un “agente de reunión de información”. En el mismo listado figuraba otro espía, Ricardo Grisotto, que se movía entre las organizaciones sociales de Neuquén como presidente de una cooperadora vecinal.

Hacer inteligencia o infiltrar organizaciones sociales y políticas está expresamente prohibido por la Ley de Defensa de la Democracia, pero no hay dudas de que las fuerzas de seguridad y los agentes del sistema de inteligencia lo hacen.

Sin embargo, cuando se habla de infiltrados en una movilización se le da otro sentido. Fotografías similares a las que mostraron los diputados del Frente para la Victoria en 2018 dejan ver a personas sin uniforme ni identificación que primero están entre los manifestantes y, al rato, se integran a las filas policiales. Hay al menos dos casos muy nítidos que circularon en las redes sociales durante los días posteriores a la última represión (aunque uno era de una movilización de varios años atrás). Queda claro que se trata de policías “de civil” con la tarea de moverse entre los manifestantes sin ser identificados, para identificar, ellos sí, a los candidatos a ser detenidos cuando sus camaradas reciban la orden. En algunos casos, incluso, aprovechan la cercanía con los manifestantes para colaborar con la detención.

Esos antecedentes alimentan la desconfianza. Ante situaciones de represión, no son pocos quienes se concentran en escudriñar a quienes están con los rostros cubiertos en actitud de resistencia, bajo la idea de que todo “encapuchado” es en realidad un policía retroalimentando la violencia del Estado para que sus mandantes puedan justificar palazos y detenciones a granel.

Sin embargo, puestos a ponderar evidencias, no abundan los casos en los que un policía, incluso de civil, haya sido identificado cometiendo destrozos. De seguro los hay, pero lo cierto es que con esos señalamientos al voleo suele pasar lo que les sucedió en 2018 a Pietragalla y a Moreau.

En el intento de no caer en esas inexactitudes riesgosas, mi experiencia militante me acostumbró a aguzar la mirada, a tratar de interpretar con la mayor precisión posible situaciones complejas en las que no resulta sencillo dilucidar qué hay detrás de cada actitud sospechosa en una movilización.

 

avellaneda blues
 

El 26 de junio de 2002 miles de personas se manifestaron en todo el país. La protesta más masiva y notoria fue en el Puente Pueyrredón, que une la Ciudad de Buenos Aires con la localidad de Avellaneda. Las demandas eran las básicas en aquel contexto pos 2001: asistencia ante la emergencia alimentaria, creación de trabajo, solidaridad con los y las laburantes de la fábrica Zanon. Ante las protestas —que se sostenían bien arriba después del estallido del diciembre anterior — el entonces presidente Eduardo Duhalde decidió generar un hecho aleccionador: esa vez la represión tendría muertos. El gobierno tenía preparado el discurso que difundirían entre los periodistas: “se mataron entre ellos”, y el señalamiento de “una escalada de grupos que quieren atentar contra la democracia” (lo mismo que dijeron esta vez, aunque en aquel entonces la presentación en la Justicia se conoció como “Causa Complot”). El resultado de esa represión fueron los asesinatos de Darío Santillán y de Maxi Kosteki, dos reconocidos militantes, pero además 33 manifestantes recibieron disparos policiales con postas de plomo.

Durante la resistencia a esa represión criminal hubo hechos de violencia: a lo largo de seis o siete cuadras por la avenida Yrigoyen se rompieron vidrios de automóviles y de algunos negocios; hubo piedrazos contra la policía; se arrojaron al menos unas diez o quince molotovs; se hicieron barricadas prendiendo fuego lo que se encontró a mano; un colectivo fue obligado a detenerse y terminó incendiado, cruzado en la avenida; unos jóvenes amenazaron con rociar nafta de un surtidor de la estación Shell.

Forzando el paralelismo con lo que sucedió el pasado 12 de junio en el Congreso, podría decirse: “Los infiltrados hicieron eso para justificar la represión”. Al igual que esta última vez, en aquel entonces hubo fotos de un par de tipos sospechosos de civil que, después se supo, eran agentes de las fuerzas de seguridad. También en ese entonces gente bienintencionada dijo que los destrozos los había hecho la policía. Pero durante la investigación exhaustiva que llevamos adelante para clarificar los crímenes de nuestros compañeros llegamos a otra conclusión. Es cierto que hubo agentes de civil complementando la acción policial a la hora de detener manifestantes. Incluso hubo un exmiembro de la fuerza que actuó como parapolicial. Todo eso lo documentamos en el libro Darío y Maxi, dignidad piquetera. La policía había diseñado un plan criminal, disparó con plomo y después montó el encubrimiento. Pero no detectamos que haya actuado en esos destrozos, al menos no en la mayoría de los casos. (Sí supimos que hubo agentes de inteligencia apoyando al comisario responsable del operativo, pero no con la tarea de provocar roturas). Por el contrario, verificamos que los hechos violentos habían sido realizados por la militancia, como parte de la resistencia al avance policial.

Algunos de esos hechos tuvieron más sentido que otros. Me tocó ser parte de la construcción de algunas barricadas y de la detención de un colectivo, de la invitación a los pasajeros y al chofer a abandonarlo, para dejarlo cruzado en la avenida y dificultar el avance de la policía, que disparaba sobre nuestra columna sin ton ni son. Después, el colectivo terminó en llamas. Creo recordar que también eso fue promovido por compañeros que evaluaron que, de ese modo, la policía tendría que detenerse allí hasta recibir nuevas órdenes o al menos demorar el avance.

Otros hechos, en cambio, nos generaron más sospecha. Yo creía que no podían ser militantes quienes, con total irresponsabilidad, estuvieron a punto de regar nafta sobre el playón de una estación de servicio para prenderla fuego. Se les detuvo a tiempo (fui parte del grupo que los interpeló), pero esa era su intención. Sin embargo, preguntando, buscando contactos de confianza, supimos que eran militantes de un grupo ajeno al movimiento piquetero, pero compañeros de una organización del campo popular. Hablamos con ellos cuando pudimos, les transmitimos la preocupación por este tipo de hechos riesgosos y contraproducentes.

Me quedó grabada esa anécdota. Me sirvió para ir madurando la siguiente reflexión:

 

hay que afinar el análisis y asumir el debate sobre la violencia
 

En el marco de un pueblo con tradiciones militantes tan diversas y prolíficas —anarquistas, guevaristas, nacionalistas, trotskistas, comunistas, insurreccionalistas, peronistas —, hay de todo. En momentos que condensan una tensión social y política fuerte, todos juegan. Pasó en diciembre de 2001, en junio de 2002 en el Puente Pueyrredón y, salvando las distancias, el miércoles 12 de junio frente al Congreso de la Nación. Es imposible pretender un orden, un control sobre las formas de resistencia cuando se desata una brutal represión.

La afirmación que señala que “esa violencia solo le sirve al gobierno” es atendible, aunque suele resultar simplista. No siempre la conclusión es así de lineal.

Por un lado, los gobiernos represores suelen autojustificar sus decisiones sin necesidad de mayores anclajes con hechos concretos. Alcanza con prestar atención a las circunstancias que rodearon las 33 detenciones del 12 de junio: en la mayoría de los casos esas personas no son responsables ni siquiera de una contravención. Por otro lado, no siempre la violencia militante ante los intentos represivos les resulta funcional a los gobiernos. Hay hechos históricos que, aun salvando las distancias de épocas y contextos, pueden servir para ejemplificar lo contrario. La sostenida violencia popular que protagonizaron las columnas sindicales y los estudiantes durante el Cordobazo, en 1969, puso en retirada nada menos que a una dictadura militar; durante diciembre de 2001, el desafío a la represión a fuerza de barricadas en los alrededores de la Plaza de Mayo provocó la huida en helicóptero de un presidente ajustador, inepto y represor y abrió las posibilidades de un ciclo político más atento a los intereses del pueblo de ahí en más; durante aquellos mismos días, la violencia en las protestas incluyó a ahorristas y sectores de la clase media que asumieron que no tenían otras formas de hacerse oír y de defender sus derechos; durante la resistencia de 2002 en el Puente Pueyrredón, la distancia que logró ponerse con la policía garantizó que menos personas fueran alcanzadas por los disparos; durante el gobierno de Mauricio Macri hubo movilizaciones que intentaron ser reprimidas pero la gente resistió (“14 toneladas de piedras”, denunció en su momento Patricia Bullrich) y así se logró debilitar al gobierno de derecha, que no pudo llevar a fondo su modelo antipopular.

No siempre la movilización pacífica es el motor de la historia. Cuando el Estado y sus fuerzas de seguridad deciden impedir el derecho a la movilización, hay momentos en que la resistencia –por los métodos que se pueda o los que reclame el contexto– es lo que logra hacer la diferencia a favor del pueblo.

En la Argentina que ya se vino, es probable que las movilizaciones tal cual las conocimos en los últimos tiempos no alcancen para hacer valer nuestros derechos. Incluso cuando algunas marchas masivas puedan parecer efectivas, por eso mismo podrán ser reprimidas. Es probable que, si el gobierno de Milei profundiza su camino, la criminalización complemente y anticipe la represión: pueden apelar al terror mediático, a denuncias y detenciones previas. La amenaza de terminar en la cárcel, torturados o procesados por luchar puede provocar que grupos políticos busquen preservar a sus militantes y rediseñar sus formas de actuar. Hace casi 30 años, promediando la década de 1990, en las puebladas contra las privatizaciones se hizo habitual cubrirse las caras para no ser identificados y reforzar las columnas con cordones de seguridad munidos de palos para la autodefensa. Aunque hoy generarían rechazo entre muchos manifestantes, son medidas que tienen un sentido y que es probable que se vuelvan a considerar.

El debate sobre hechos de violencia en el marco de represiones brutales no es nuevo, aunque es cierto que no hubo demasiadas ocasiones de gravedad durante los últimos años que mantuvieran el tema en agenda. Puede incomodarnos asumir que escenarios así vayan a volver a darse. Pero todo indica que estamos ante un régimen que apelará cada vez más a restricciones de los derechos elementales, como el de manifestar. De ser así, es entendible que haya quienes no estén dispuestos a la pasividad.

En situaciones sospechosas como las ocurridas el 12 de junio, ya sea que se trate de infiltrados o de grupos organizados que deciden resistir la represión con hechos de violencia, lo importante es afinar el análisis. Si es lo primero, habrá que saber neutralizar las provocaciones, identificar a los servicios, procurar que la movilización genere los anticuerpos necesarios. Si es lo segundo, poco ayuda la superficialidad del dedo acusador; lo mejor siempre será conocer a esa eventual militancia, tratar de tender puentes, escuchar motivos, complementar lógicas, buscar alguna dinámica posible de coordinación.

Por como vienen las cosas, más temprano que tarde habrá que asumir con más naturalidad el debate sobre el derecho a la resistencia cuando el Estado impide la protesta legítima de la sociedad.

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