El Caporal es un baile folklórico boliviano que supo ser ejercicio de resistencia a través de la sátira. En el sarcasmo encontramos el disfrute y al mismo tiempo la declaración política. La danza tiene su origen luego de la conquista de América, cuando se concretó el triple choque cultural entre la cultura quechua/aymara, los sambos negros y los esclavistas españoles. Su nombre hace alusión al esclavo de origen africano o al indígena del Abya Yala que, por deseo o instinto de supervivencia, se convertía en gerente de la empresa colonizadora. Su existencia era penosa: por conseguir un mínimo del poder, o quizás sobre todo por dejar de sufrir al mismo nivel que sus iguales, él se entregaba en cuerpo y alma a ser una máquina de tortura contra sus iguales.
Se le entregaba, como se representa hoy en día en la danza, un látigo y un sombrero. Por un lado cargaba con la distinción de ser el esclavo diferencial, y en la otra mano tenía el arma de sometimiento de los suyos. Y de él mismo, porque esos atributos eran el recuerdo permanente de su condición miserable. Hay otro detalle en el traje del satírico baile: los cascabeles en las botas, que repiquetean al ritmo de la música, son la representación de las cadenas que sonaban al caminar. La música, mezcla de ritmo africano y precolombino, posee un marcado tono metálico, como aludiendo al fuerte estruendo de las masacres.
El Caporal mantiene una esencia irónica, pero produce una vuelta más. Ya no evidencia la burla frente al traidor de clase, raza y continente, sino que tal vez revela una aspiración. De hecho, es el baile más escuchado y masivo en las fraternidades de la colectividad boliviana. ¿Acaso pasamos de la vergüenza ajena colectiva hacia este personaje a compartir su aspiración de un ascenso social que incluye esclavitud?
La esclavitud es una vivencia que quedó marcada en nuestra sangre. El Caporal revive hoy a través del taller textil donde se extraen, entre los nuestros, la plata y el oro que se sacaban por aquel entonces del cerro de Potosí. Aprendimos las formas más brutales de este mundo nuevo que trajo la ampliación del mercado mundial capitalista y católico.
Moral aparte, aparecen otras preguntas que flotan en mi cabeza y requerirían más caracteres que este texto. ¿Podemos exigir que paremos de reproducir estas formas de arcaico capitalismo salvaje? ¿Con qué argumentos o razones podríamos fundamentar esa exigencia? ¿Cómo romper con el destino de ser los mejores aprendices de la más brutal masacre de la historia, y que ese no haya sido el precio a pagar?
ayllu, ayni y patria grande
El ayllu en la filosofía quechua-aymara es la constitución colectiva de relaciones que implican el cuidado de la propia identidad. O sea, es causa de sí mismo. Escapa de la figura tradicional de la familia, ya que el ayllu te adopta, te elige, y viceversa. Te redefine en torno a un colectivo que implica complicidad y confianza en la territorialidad. Territorio no como concepto geográfico, sino como un escenario en movimiento. El ayllu, más allá del espacio y el tiempo, es el marco de vínculos y afectos íntimos que se tejen frente a las adversidades y amenazas del exterior.
Dentro de estas comunidades o colectividades, el ayni es reciprocidad, entendida como algo distinto a una deuda. No es un contrato de favores, sino un tipo de relación que, por su propia constitución, está permanente y obligatoriamente —no en tanto imposición externa, sino como algo que surge de uno mismo— haciendo por el otro.
Hacer por el otro significa estar presente ante la necesidad y la abundancia. Se da, sin esperar nada a cambio. Pero sobre todo porque, al hacerlo, uno se constituye a sí mismo como ser. Por eso la temporalidad no existe en el ayni, porque si uno no ofrece algo a la espera de otra cosa —y esperar implica tiempo— es porque la propia relación cobra entidad. Y eso es el ayllu. Ambos conceptos están íntimamente relacionados, ayni y ayllu, aunque no sean inmanentes el uno y el otro.
El problema es que el capitalismo colonial encontró nuevas formas de sometimiento al interior de las lógicas comunitarias y colectivas. Esta infiltración la concibo como un capitalismo intracolonial, que se fomenta y moldea gracias a procedimientos aprendidos durante la masacre de América. Y los propios sometidos hemos sofisticado estas relaciones de dominio para instrumentalizarlas de la mejor manera posible. Además, uso el término intracolonial porque la dinámica capitalista y esclavista que replicamos se asemeja más a la explotación en las minas de Potosí que a la desplegada luego de la revolución industrial del siglo veinte en nuestros países.
Los talleres textiles, la industria más importante de la colectividad boliviana, no se pueden concebir sin la trama comunitaria, que a su vez depende de una base que existe en el ayllu y el ayni. Estrategias ancestrales que se pervirtieron en el marco de un exilio que puso en juego la propia supervivencia. La introducción del capitalismo en el ayllu permitió la trata de personas en las ciudades bolivianas. Los clasificados en las radios y diarios bolivianos, que prometían la esperanza de un futuro mejor, se apoyaban en la figura cultural de una nueva familia, un ayllu que te cuidaría en este movimiento territorial.
Mientras tanto, el ayni se corrompió hacia un servicio de endeudamiento. La temporalidad y el capital convierten la reciprocidad en una obligación contractual. Junto a la deuda del exilio y la falta de derechos, se suma la deuda hacia el Caporal que nos ofrece protección en la alegalidad y provee el trabajo que, aunque esclavo, asegura una esperanza. Familia y deuda: dos pilares de la migración que se vieron amparados, además, por un marco de legalidad progresista.
Y es que los efectos de algunas medidas a veces superan los cálculos iniciales. Patria Grande fue un programa que agilizó y sofisticó los procesos de legalización de residencia, sobre todo en lo que respecta a la documentación. En los años noventa, un migrante del Mercosur tardaba, con suerte, alrededor de un año en conseguir el DNI. La mano de obra que migraba debía asegurarse, durante ese periodo, encontrar un empleo que contemplara esa ilegalidad. Mi pueblo, con la esclavitud incorporada, encajó perfectamente en un esquema de precarización laboral y explotación salvaje, durante esa década neoliberal. Ahora bien, había una aspiración de “legalidad” que era la promesa de acceder a un blanqueamiento de oportunidades y salidas laborales más dignas.
La paciencia del migrante es grande. Sin embargo, no calculamos el fracaso de este modelo noventero que permitió el acceso a dólares y progreso, amparados en nuestra capacidad para usufructuar la informalidad e ilegalidad que nos ofrecía el menemismo. No obstante la crisis del 2001, para un pueblo acostumbrado a la improvisación, fue la base de una oportunidad. En ese caos surgió una revolución industrial esclava. El migrante boliviano se apoyó en sus conceptos antiquísimos comunitarios para generar una nueva oleada migrante. Desde 2003, La Salada creció exponencialmente a partir de la producción de los talleres textiles y la falsificación de marcas.
Aquí es cuando Patria Grande se presenta como una ampliación de los derechos migrantes. Pero para una gran proporción de quienes llegaron desde el altiplano significó el blanqueo de los circuitos de la esclavitud. Con la promesa de inserción laboral y social gracias a este plan que garantizaba la documentación luego de un trámite de tan solo tres meses, cientos de miles de compatriotas llegaron, a través del engaño, y se convirtieron en mano de obra barata e invisibilizada. Pilar principal del mercado más grande de la Argentina y actor fundamental en el modelo consumista que fue tan reivindicado por la primavera kirchnerista.
Cuesta creer que el Estado no fuera consciente de la masiva migración de países limítrofes y que tampoco tuviera registro de cuál es el lugar en el esquema laboral que ocupamos. Quien piense mal podría agregar que, al tanto de todo, el Estado en verdad fomentó esta migración porque era necesaria para salir de la crisis. Y que se trataban de sujetos para los que el margen de aguante es mucho más amplio. Llegaba un pueblo con hambre, sin la premisa del “que se vayan todos”, con el silencio en la piel y el sueño ultracapitalista del emprendedor.
Siguiendo esta cronología se entiende cómo, luego de lo que fue esta inserción en la sociedad desde un lugar de subordinación, el siguiente paso en ese deseo de acceso a la ciudadanía sea el de la propiedad y los derechos. Somos conscientes de nuestra posición subalterna, pero esperamos para nuestros hijos una adaptabilidad a la que no accedimos. Aprendimos, pues, que la ciudadanía estaba garantizada no tanto por la nacionalidad (ya éramos extranjeros al momento del exilio), sino por el acceso a un lugar de propiedad que te permite acusar a otro. Es un aspiracional basado en el derecho al racismo.
la libertad y la militancia
Lo esencial es invisible a los ojos. Pido permiso para el cliché porque no encuentro otras palabras tan claras. Esencial e invisible es lo que se me viene a la cabeza cuando pienso en la masiva migración que proviene de países limítrofes a la Argentina. El sujeto migrante como actor social se encuentra en un limbo, como consecuencia de un velo que no queremos correr. Una fuerza productiva que empujó la salida de la crisis de principios de siglo, capaz de montar mercados prósperos como La Salada, siendo millones de seres humanos con recorrido territorial que le cambiaron el rostro a la ciudad, y sin embargo no somos sujetos activos en la vida pública, ni tenemos palabra en la discusión política. No alzamos la voz y somos una colectividad enquistada en el molde de los guetos.
En el país de la Patria Grande, casi un tercio del padrón electoral de la Ciudad de Buenos Aires es migrante, y aun así no existe representación de esta porción de la población en las instituciones. Ni siquiera las generaciones nacidas aquí y que poseen la nacionalidad argentina. ¿Por qué sucede esto?
La lógica de la militancia, la relación militante-militado, no permite una dinámica horizontal, solo produce verticalidad. Hay una verdad que el militante tiene que transmitir al militado. Esa iluminación. En ese vínculo, mal concebido, encuentro la respuesta a nuestra anulación política. Nosotros, los habitantes de los guetos, no somos cuerpos con originalidad política, sino pobladores de un territorio descapitalizado que se integra a través de la asistencia social. Cuerpos sin nombre, sin identidad, invisibles como sujeto colectivo capaces de participación política en la ciudad que construye, pero esenciales para la reproducción de la vida urbana como capital mercantil o trabajo esclavo. Desde este ángulo ejercitamos la sensibilidad de reconocer la injusticia, aun cuando se disfraza con el ropaje de los derechos.
Desde hace quince años, siempre en octubre, en el centro porteño se realiza un evento denominado Buenos Aires Celebra Bolivia. Una fiesta de colectividades en la agenda del Gobierno de la Ciudad, impulsada durante el mandato de Mauricio Macri. No sin cierta ironía, en la Avenida de Mayo se recrea la entrada del carnaval de Oruro, bailes típicos, comidas de Bolivia y una celebración exótica, fugaz. Vamos disfrazados con nuestras mejores ropas. A través de este pequeño espacio, el macrismo en cierto modo reconoció que estábamos. La política nacional, sin embargo, nunca lo entendió como expresión de un nuevo actor de la metrópoli, más bien ignoró este suceso. Durante los años que vengo participando de esa fiesta, siempre me llamó la atención que los transeúntes argentinos proseguían sus vidas por la vereda sin reparar en los ritmos ajenos de las bandas o en los olores de la música. No hay ninguna interacción con los sujetos en ese espacio compartido.
Sin embargo, este año algo me descolocó completamente. Al final del recorrido de unas diez cuadras aproximadamente, habían instalado un stand. Uno solo. El premio por las largas cuadras de bailes desgastantes, la resultante de la electricidad que el cuerpo feliz generó, era La Libertad. Sí, a La Libertad Avanza se le ocurrió montar un stand en la desembocadura de la fiesta más grande y masiva de la colectividad boliviana en Buenos Aires. Como si fuese el podio de la victoria, recibían a los bailarines y al público que acompañaba el recorrido.
Entendieron algo: los lugares donde emerge la potencia política son aquellos en los que el territorio se mueve y no cuando los promotores de ideas penetran en su interior. La sagacidad está en reconocer cuándo ese territorio está en movimiento y desborda. En su fiesta, el sujeto encuentra ojos que lo ven y siente por ese actor una empatía.
Somos sus enemigos. Los migrantes que usamos y abusamos de la salud pública y la educación universitaria gratuita. Pero somos también sujetos políticos y en ese plano hay encuentro en horizontalidad. Cuando reconocen que existimos nos dan entidad. Esa entidad que solo fue reconocida hasta hoy cuando se la redujo a sujetos de inclusión desde una perspectiva desigual, es decir superior. Incluso si te nombran como enemigo, para poder elegirte como tal se requiere sí o sí un reconocimiento bastante sincero. A diferencia de cuando te tratan como una víctima.
Las cholas, con los pies destruidos y el ritmo todavía en la sangre, con el sudor que provocan los golpes de calor de la danza, se sumaban con total entusiasmo a la cola para afiliarse al partido. Un partido que anhela convertirnos en simple mano de obra esclava, enmudecida, invisibles sujetos esenciales para ese anarco-capitalismo salvaje, o neo-neoliberalismo que promueven. Pero… un momento: ¿no es acaso eso lo que ya somos y lo que fuimos? ¿No es exactamente ese el papel que representamos hace más de treinta años en esta ciudad?
Con esta contradicción alojada en mi cuerpo, sentí un odio hacia esa militancia boba, que nunca estuvo al final de la fiesta, esa militancia progresista que solo nos entendió como “economías populares” o territorios de acumulación para la “orga”. Los culpé por ser políticamente ignorantes. Por mantenernos cómodamente invisibles y esperar una complicidad política simplemente porque proponen una bonita teoría de los afectos, cuando de lo que se trata es de transitarlos realmente, en la práctica.