Yo no le quité la vida a nadie”, dice Luis Chocobar en una entrevista con Clarín. Lo niega dos veces, aunque todos lo hayamos visto avanzar a paso marcial hacia un hombre de espaldas, con su mano derecha apuntando, al cuerpo caer, a él ni siquiera agacharse para mirarlo de cerca. Dice nadie en lugar de Juan Pablo Kukoc y enuncia así algo sobre el estado de la cuestión: es más que probable que si el presidente no hubiera invitado a Chocobar a la Casa Rosada para decirle que había hecho “lo debido”, la muerte de Kukoc solo hubiera implicado la variación del dígito final de una estadística. La palabra presidencial iluminó el hecho y al mismo tiempo trastocó la serie de los nombres: el caso no lleva el apellido del fallecido -como Bulacio, como Lepratti, como Nahuel- sino el del funcionario estatal que lo mató.
Un día después de las declaraciones de Chocobar, en Tucumán un policía mató con un tiro en la nuca a Facundo Ferreira, de 12 años. Los usuarios de las redes sociales no dudaron en distribuir la foto del cadáver, la sangre otra vez derramándose en el asfalto. Durante un micromomento se vivió la sensación de que “ahora sí”, esa muerte cambiaría todo. El uso desaforado de la imagen contenía una hipótesis de justicia. Después dudaron, pero ya las pulsiones le habían arrebatado la intimidad al cuerpo. “Doctrina Chocobar” se apresuró a tipear el antioficialismo para que flamee la indignación, haciendo de la parte el todo, como si matar así no fuera algo que cientos de policías hacen cada año. Lo que es excepcional, la celebración presidencial de esos crímenes, la frutilla del postre que la ministra de Seguridad viene cocinando desde que asumió, salieron de la escena. Cuatro días después, la primera respuesta del Poder Ejecutivo provincial, a cargo del justicialista Juan Manzur, fue en boca de su ministro de Seguridad: "¿qué hacía esa criatura afuera de la casa?".
Esa misma semana, el Ministerio de Seguridad de la nación difundió, a través del diario de Bartolomé Mitre, cifras sobre la cantidad de “delincuentes abatidos” por efectivos de las fuerzas federales y de “agentes caídos”, con la intención de mostrar que la celebración de la conducta de Chocobar no significa que vivamos en los tiempos de “la secta del gatillo alegre” que “tira primero y averigua después”, como la describió Rodolfo Walsh en 1967. Según el Ministerio, entre 2014 y 2017 la letalidad de las fuerzas federales -Policía, Gendarmería, Prefectura, Policía de Seguridad Aeroportuaria- descendió. En 2014, fueron muertos 96 “sospechosos”; en 2017, 38. Los datos oficiales no están disponibles para el acceso público -una antigua y afincada costumbre estatal.
Que la nota, o los funcionarios que distribuyeron el dato, utilicen los términos “delincuentes” y “sospechosos” como sinónimos es un indicio de la mirada que se tiene del asunto y, al mismo tiempo, devela lo que yace en cada una de esas muertes: la soberanía del poder policial, su desprendimiento de cualquier tipo de morigeración, un acto que “funda la expansión del poder de policía sobre el resto de la instituciones democráticas”, según la precisa definición de las investigadoras María Victoria Pita y María Inés Pacecca en su libro Territorios de control policial. La gestión de ilegalismos en la ciudad de Buenos Aires. Luego, tal vez se determine si el muerto era un culpable, un sospechoso, un inocente pero se tratará de una sanción post facto, que en la mayor parte de los casos ni siquiera ocurrirá.
Esa tendencia al descenso de la letalidad policial coincide con los datos que el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) registra sobre el área metropolitana de Buenos Aires: considerando a las fuerzas federales, a la policía bonaerense y a la de la ciudad, la cantidad de asesinados por agentes estatales descendió. En 2002 fueron 277. En 2012, 121. En 2014, 194. En 2017, 107. Fuentes del Ministerio de Seguridad, mencionadas en La Nación, afirman que esto se debe a una mejor capacitación de los agentes, orientada a reducir las intervenciones cuando no están de servicio. La medida es pertinente ya que la mayor parte de las muertes son resultado de la acción de policías que no estaban de servicio en el momento del hecho. También la mayoría de los fallecimientos de policías ocurren fuera de su horario de trabajo, o estando de franco. ¿Por qué? Según los datos del CELS, en la mayor parte de los hechos el policía usó su arma reglamentaria para defender su propiedad. En un hecho típico, el funcionario va en su auto o moto sin uniforme pero armado, el ladrón le exige que entregue el vehículo, el policía desenfunda y la violencia escala.
La solución estructural a este problema es eliminar el “estado policial”, la condición que faculta a los agentes a portar su arma reglamentaria a toda hora y a estar en una suerte de servicio latente veinticuatro por siete. De este modo, ser policía sería un trabajo y no un modo de existencia en el espacio público. Pero, en tanto no parece que esta condición vaya a cambiar, podría ser una buena señal que el Poder Ejecutivo considere que con las políticas públicas adecuadas –por ejemplo, la capacitación- los policías matan menos. Sin embargo, lo que se desalienta en las aulas de los institutos de formación se condecora a micrófono abierto en un tsunami verborrágico que felicitó a Chocobar, anunció el advenimiento de “nuevos paradigmas” y prometió “la inversión de la carga de la prueba”. ¿Qué tiene más efecto? ¿Qué consecuencias tienen estos discursos además del de matar? ¿Se mantendrá la tendencia al descenso de la letalidad?
el tiroteo de la mariposa
El 23 de mayo de 2014, el gobierno provincial del hombre que por tres puntos no fue presidente hizo un balance en su agenda favorita: la “emergencia en seguridad” decretada ese año, la quinta de su gestión. La gacetilla decía: “Scioli expuso las medidas adoptadas en materia de Seguridad y Justicia desde que se efectivizó la Emergencia Pública, como los 18.000 procedimientos preventivos y proactivos; 13.000 delitos esclarecidos; 164 enfrentamientos; 35 delincuentes abatidos”. En los meses siguientes hubo títulos como: “Desde la emergencia de seguridad es abatido un delincuente cada 36 horas” (LN, 24/06/2014), “La Bonaerense abatió a 85 delincuentes desde que rige la emergencia en Seguridad” (LPO, 8/08/2014). A los seis meses, según el gobierno provincial se había llegado a la cifra de 111 delincuentes menos.
El año 2014 finalizó con la mayor cantidad de personas asesinadas por la policía en el área metropolitana de Buenos Aires desde 2003. Los muertos no eran un problema sino una señal de triunfo en la guerra contra el delito. Como parte de su afán securitista, Scioli creó las policías locales, a la que pertenece Chocobar, y fue responsable de que el Estado entregara armas de fuego a jóvenes tras solo seis meses de formación. La fábrica de policías inundó los barrios de estridentes uniformes celestes y fue parte de los valores de la marca Scioli: “faltaban 45 mil policías nuevos” decía y prometía nacionalizar el logro.
Como en la fábula de la mariposa que bate las alas allí y genera un desastre allá, la historia de Kukoc podría haber sido otra. El proyecto de ley que creaba las policías locales establecía que los funcionarios iban a estar obligados a dejar su arma reglamentaria en las comisarías al culminar el horario de servicio. Ese proyecto fue aprobado por los diputados provinciales pero en el Senado el Frente Renovador lo trabó. "Queremos una policía en serio, pero que sea una policía que no esté condenada a ser simplemente un cuerpo de boy scouts", dijo Sergio Massa. El gobernador lo resolvió con practicidad creó a las fuerzas locales con una resolución ministerial en la que el estado policial brillaba por su presencia y que le dio a Chocobar el derecho de andar armado a toda hora.
En Rosario, la única provincia gobernada por el Partido Socialista, las cosas no han sido muy diferentes. “Las políticas de seguridad y las prácticas policiales, en particular, producen sobrecriminalización y desprotección de los sectores populares, especialmente en relación a los jóvenes, mayormente varones”, concluye el informe Sobrecriminalizados y desprotegidos, de la Cátedra de Criminología y Control Social de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario, publicado en 2017. Una caracterización también válida para la ciudad de Buenos Aires y el conurbano, territorios donde el roce de los pibes y las fuerzas de seguridad va del verdugueo al hostigamiento, a la extorsión, a heridas leves, a heridas graves, a la muerte. Y al mismo tiempo, convertirse en policía es uno de los caminos más certeros para conseguir un trabajo estable.
Allí, en la ciudad del boom inmobiliario y el bang narco, los excesos policiales se conectan con los de otros tiempos. En octubre de 2014, Franco Casco, de 20 años, fue asesinado a golpes por policías de la provincia. A su cuerpo lo arrojaron al río Paraná; estuvo desaparecido 23 días. Asuntos Internos ocultó las evidencias para que los agentes no fueran investigados. En octubre de 2015, otro grupo de policías persiguió a Alejandro Ponce, de 23 años, quien escapando se tiró al río. Los agentes, en lugar de ayudarlo a salir, le tiraron piedras. El cuerpo fue encontrado tres días después, en el Paraná.
El Ministerio de Seguridad de la nación fue creado por Cristina Fernández de Kirchner en diciembre de 2010, luego de los hechos del Parque Indoamericano y semanas después del asesinato de Mariano Ferreyra en un hecho que involucró a la Policía Federal. En el Indoamericano, Rossemary Chura Puña (28 años) y Bernardo Salgueiro (22) fueron asesinados por balas de plomo policiales durante un operativo conjunto de federales y metropolitanos. Eran los días en los que el entonces jefe de gobierno y ahora presidente responsabilizaba a la “inmigración descontrolada” por la inseguridad urbana. Siete años después, ningún funcionarioestatal fue sancionado judicialmente por esos dos asesinatos. Los policías de la Metropolitana que dispararon las balas siguen en funciones y son defendidos por abogados del Ministerio de Seguridad de la ciudad de Buenos Aires.
Eso es lo habitual. En los últimos años, a excepción del Programa sobre Uso Racional de la Fuerza y Armas de Fuego que durante la gestión de Nilda Garré analizaba uno por uno los hechos en los que las fuerzas federales disparaban, lo generalizado es la indolencia en el mejor de los casos y, en el peor, el reconocimiento y la celebración.
Aquella vocación por disciplinar el delito callejero a los tiros que tuvo Scioli fue una de las tantas expresiones de lo que suele llamarse “mano dura”, “demagogia punitiva” o “populismo penal”. Palabras más palabras menos se trata de succionar la disconformidad de quienes viven en las ciudades y están expuestos a ciertos tipos de delito y devolverla transformada en el néctar de los discursos de endurecimiento del castigo. Más policías, más cámaras de vigilancia, más detenciones por averiguación de antecedentes, más cárceles, más detenidos sin condena. No hay empiria que demuestre que esta parafernalia disminuye las cantidades totales de delitos pero pocos resisten a la tentación de proclamar que con más severidad habrá mayor protección. Así lo entendió también Cambiemos, que en materia de Seguridad está muy lejos de los principios liberales de los que suele jactarse.
Se mire a donde se mire, son pocas las muertes ocasionadas por las fuerzas de seguridad que logran superar el estadio de la estadística y develarse como una historia de abuso. La mayoría de los fallecidos, al no saltar a la esfera pública, engrosan las cifras pero permanecen anónimos, sus rostros no se transforman en esténciles, sus madres no suben a los escenarios en los actos. Cuando además, como suele ocurrir, la primera versión policial de los hechos es la que se impone, la idea de que la víctima no era inocente alimenta una cierta tolerancia social a estos crímenes. Los delincuentes de calle o los que lo parecen -el arrebatador, el ladrón, el motochorro- son los matables de la vida urbana. Como en la historia de San Jorge y el dragón, son el cuerpo sacrificial que se entrega a diario, a cambio de la Seguridad. A este mundo de jóvenes que mueren como si el derecho no existiera, la marca Cambiemos agregó a los militantes de la causa mapuche en la Patagonia. La muerte de Rafael Nahuel, de 22 años, también baleado por la espalda mientras intentaba huir de un “albatros” no acarreó ninguna crisis política de proporciones significativas.
Foto: Santiago Porter
justicia policial
En su libro Postneoliberalismo y política penal en América del Sur, el criminólogo Máximo Sozzo sostiene que la politización de la cuestión penal, es decir la decisión de aumentar el peso de la problemática del delito en el debate público, debe pensarse en relación con el estado de la lucha política en cada momento. Sozzo analiza el impulso de reformas de endurecimiento durante las presidencias kirchneristas y sostiene que en sus momentos de mayor fortaleza los Kirchner no hicieron crecer la agenda de seguridad, y tendieron a marginalizarla. Pero ocurrió lo contrario en sus momentos de mayor debilidad, como cuando Néstor emergió del 22% y se encontró con Juan Carlos Blumberg; o luego de la derrota de las elecciones de 2009, cuando el mito urbano de la puerta giratoria amenazó con generar otra ola de reformas.
Concluye Sozzo: “La politización de la cuestión penal es una consecuencia de la despolitización de otras cuestiones”. Y es imposible no preguntarse por la relación entre la centralidad otorgada a Chocobar por el macrismo, sus derrotas de diciembre y la inflación de enero. De Chocobar se habló durante semanas. Y aunque podría pensarse que entre ciertos sectores, como una porción del radicalismo históricamente defensora de las garantías individuales, la jugada puede haberle afectado los niveles de adhesión, no hay que olvidar que los voceros gubernamentales se jactan de que el caso Maldonado no les hizo perder votos.
La figura retórica que usaron el presidente, la ministra de Seguridad, el jefe de gabinete y ¡el secretario de Derechos Humanos! para avalar los crímenes de Kukoc y Rafael Nahuel es homóloga a la justificación que hace el gobierno de las represiones a las protestas en la ciudad de Buenos Aires, donde se vivieron situaciones de violencia policial feroz y un nivel de criminalización, de apertura de procesos penales contra las y los manifestantes, que no tiene precedentes.
Ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que convocó una audiencia sobre el derecho a la protesta en la Argentina por iniciativa propia, los funcionarios que representaron al Estado argumentaron que esa violencia -como la de un policía que decide pisar con una moto a un muchacho tirado en el piso- fue consecuencia de una violencia anterior ejecutada por los manifestantes. Y no solo eran culpables: merecían un castigo instantáneo, sin transitar las reglas del sistema de justicia. Como si la Policía fuera, en un nuevo tipo de República, el órgano que imparte penas, sin proceso, sin derecho de defensa, sin apelación.
La mala noticia para este relato es que las acusaciones contra gran cantidad de quienes fueron apresados, maltratados e incomunicados son insostenibles. Así ocurrió, por ejemplo, en el caso de las mujeres detenidas y vejadas por las fuerzas de seguridad el 8 de marzo de 2017. Un año después, el juez anunció que no había ninguna evidencia que las conectara con los disturbios que habían ocurrido cerca de la catedral y que se habían invocado como motivo de la cacería policial.
A pesar de los hechos, en una construcción que no duda en negar lo que está a la vista de todos, el gobierno utiliza cualquier violencia social para justificar una respuesta estatal violenta inmediata, inapelable e irreversible. Puede ser un intento de robo, portar cuerpo de mapuche, puede ser pintar la catedral, tirar una piedra, acertarle a un policía con la piedra, parecer un motochorro o serlo. Para todos, el gobierno tiene el mismo mensaje de justificación del uso de la capacidad estatal de lastimar. Hay que reconocerle a esta maniobra una cierta audacia: no hay que ser un erudito en historia argentina reciente para saber que así como la mayoría de estas muertes no rebalsan el nivel de tolerancia social, algunas pueden hacerlo estallar.
Luego del asesinato de Kukoc pero antes del de Ferreira, un grupo de intelectuales integrado entre otros por Beatriz Sarlo, Maristella Svampa y Roberto Gargarella distribuyó un comunicado: “En términos de violencia política estatal, el gobierno de Cambiemos ha cruzado un umbral.” El umbral, dicen, se determina por el siguiente pasaje histórico: “En el gobierno anterior había un discurso de derechos humanos, que coexistía con una política de criminalización y represión, mientras que bajo la gestión de Cambiemos no hay invocación alguna a los derechos humanos como guía de las políticas públicas. Por el contrario, contra la doctrina de los derechos humanos, individuales y colectivos, el gobierno de Cambiemos plantea una política de criminalización que se aplica de manera cada vez más sistemática y generalizada”.
Una presencia fuerte del discurso de los derechos humanos era capaz, dicen, de tolerar una contradicción, sin anularla: la que se produce entre la necesidad de un gobierno de sostener un cierto nivel de funcionamiento democrático y la de un cierto nivel de control social. Si Cambiemos ya no reconoce como operativos esos principios ni tampoco los de la tradición liberal en la que se autoinscribe, parece urgente tejer una transversalidad política que contradiga el nuevo status quo de violencia estatal, cada vez más autonomizado de las mediaciones democráticas.