Vivo en la capital de un país que durante los últimos diez años creció a una tasa promedio de 7,2%. Más que la media de la región y por encima del promedio de los últimos cincuenta años. Desde el 24 de Diciembre no tengo luz. O, en realidad, tengo de forma intermitente, tres días no, veinte horas sí. No conozco las razones exactas, técnicas, de este largo corte. Una voz indefinida en un call center resuelve mis inquietudes diciéndome que hay “una falla en la red de distribución de alta y media tensión”, que, entre todas las explicaciones posibles, es la más obvia. Sin embargo, el corte no es siempre igual a sí mismo. A veces se desparrama en todo el barrio. A veces afecta sólo mi cuadra. A veces se ensaña con mi casa. A veces sólo mi casa, el alumbrado público y la casa de unos gitanos que está a cincuenta metros y que pasan el rato espiando el medidor en la calle con una lámpara alógena de camping, sin comunicarse entre sí.
Ahora tengo luz, por ejemplo, pero se me podría cortar en cualquier momento. A nadie le importa ya. Después de un mes y pico todos parecen resignados. Mis vecinos suben a sus terrazas o salen a la vereda y dicen: bueno, habrá que acostumbrarse a estar así durante el verano, y levantan los hombros.
Tuve un problema con una de estas personas en medio del corte de luz. El tanque de mi casa tenía el caño de abastecimiento pinchado y el flotante roto, entonces no cortaba y tiraba agua para todos lados como una gran fuente danzante del barrio chino. El tipo venía y me cerraba la llave de paso de la calle, me tocaba el timbre y me decía: te cerré la llave de paso. Cuando finalmente lo hice arreglar me salió carísimo porque “los repuestos están cada vez más caros”, y me asomé por mi terraza para darle la buena noticia a la hija del tipo. La piba vive en la misma casa pero en el primer piso con un pitbull que todas las noches sale al balcón y mastica fémures humanos (por lo menos es lo que parecen esos huesos, por el tamaño).
La chica me respondió con frialdad. Después del episodio, el tipo me tocó el timbre para agradecerme que haya hecho el arreglo y para decirme que trate de no aparecerme así, por encima de la medianera, porque la hija es psiquiátrica y podría matarme. En ese momento todo Villa del Parque, Villa Devoto, Villa Real y Montecastro eran un gran agujero negro hirviendo en el olor de la basura quemándose en las esquinas.
El tipo éste en general tiene luz, o tiene una fase al menos, porque, me explicó, se cuelga de no se dónde. Es un gordito chirle que vive en la casa de al lado desde el 1962. El hijo trabaja en el puerto de Zárate y todos los días controla la entrada de millones de autos importados que vienen de todo el mundo, más que nada desde Brasil. Mi vecino me contó que vió a todos esos autos estacionados en el puerto, un gran parque automotor, de marcas que ni sabés que existen dijo, uno al lado del otro, hasta donde te alcanza la vista, mientras se pone el sol.
Desde el 24 de Diciembre no tengo luz, así que estoy en una deriva mental muy intensa cuya manifestación más reciente es que estoy cazando a una la familia de gatitos que viven en la casa abandonada frente a la mía. Ya lo enganché al macho, un gato ocioso, gordo, blanco y horrible, y a uno de los más chiquitos. La madre es la más rápida y, por ende, la más difícil.
Otro vecino, el que vive del otro lado, me introdujo en el ejercicio. Como su terraza linda con la de la casa abandonada, su problema es más grave porque los gatos se le meten por la ventana del baño y aterrorizan a su perro pekinés. Todos los días, a eso de las siete de la tarde, nos encontramos en nuestras respectivas terrazas, iluminados por una luna a veces raquítica y a veces intensa y enorme, y compartimos experiencias y tips de supervivencia. El tipo se sienta en una reposera violeta, saca latas de Quilmes Cristal de una conservadora y me cuenta historias de cuadrillas de Edesur asediadas por vecinos o abrumadas por la magnitud del desperfecto.
Todos los días me tomo el San Martín. En líneas generales el servicio es lamentable, pero no es eso lo que quiero decir. Hace poco estaba volviendo a casa y en el puente que está una vez que salís de Retiro el tren se frenó. Los de la Villa 31 habían cortado las vías para protestar porque no tenían luz. Hicieron un fuego espeso, alto, bastante lindo como espectáculo. Estuvimos ahí una hora y media, más o menos, varados, inmersos en un cocktail sonoro que mezclaba ruiditos de miles de Candy Crush siendo jugados en simultáneo y comentarios altamente racistas de los muchos trabajadores informales que volvían al conurbano. Adentro del tren hacían cincuenta grados, mínimo. Los villeros nos insultaban desde atrás de una reja que separa las casillas de la vía, seguramente como respuesta instintiva a nuestro odio infinito. Nunca me sentí tan automáticamente hermanado por la violencia de clase con tanta cantidad de gente desconocida como esa tarde.
Al final, tuvimos que bajar del tren y volver caminando por las vías hasta Retiro. Fueron entre 30 y 40 cuadras de caminata, escoltados por un policía que intentó hacernos pasar por un sendero que se internaba en la villa y que casi se va arruinado a golpes por unos individuos de clase obrera que estaban particularmente re calientes con la situación y con la sugerencia. Al cabo, me tomé el subte, hice combinación con otro subte, me tomé el Urquiza y camine quince cuadras hasta mi casa. Llegué más o menos tres horas y media después de haber salido del trabajo. No tenía luz. Salí a la terraza y empecé a tirarles a los gatos la comida que no iba a poder guardar en la heladera. Cuando eso se acabó los ataqué con rolitos de una bolsa que se había conservado en el freezer hasta que me pareció que le pegué de lleno en un ojo a uno. Subí a la terraza, me acosté en el piso hirviendo y miré el cielo hasta que oscureció totalmente.
Me pregunto cada vez con más frecuencia por qué Cristina me odia tanto, a este nivel, al punto de dejarme un mes y medio sin luz. Quizás me odia por las cosas que me hacen parecido al 100% de la población argentina: soy tilingo, cortoplacista, disperso, me robo los jabones en los hoteles y me hundo en el resentimiento si me tocan el bolsillo. Puede ser eso, sí. Será quizás que me odia porque soy demasiado parecido a ella. Soy blanco, soy de clase media, de una universidad pública, soy superficial y sentencioso, odio al país, tengo un trabajo en la industria de servicios, igual que ella. Será que me desprecia porque la voté. Porque apoyé sus aspiraciones presidenciales dos veces consecutivas, la puse de foto en mi perfil de Facebook, a ella y al marido, que la historia lo tenga en su memoria como el mejor presidente de los últimos 50 años. Me odiará porque comparto sus convicciones y porque la odio, como ella me debe odiar a mí.
Es la explicación que le encuentro a este estado de naturaleza precapitalista, en el que surfeo irritado todos los días como el gil más gil de la Argentina, durmiendo en una nube de humedad y megacalor tercermundista: que Cristina me odia.
Vivir sin luz, en la circunstancia que sea, es complejo. Pero en el contexto de mil millones de grados celsius es una experiencia mentalmente destructiva. Si no fuese tan clase media, tan cagón, tan cristinista, supongo que ya me habría encadenado a una oficina comercial de Edesur en bolas y con una K tachada pintada en el pecho. No puedo hacerlo todavía porque mi Superyo born&raised en el centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires aún resiste la barbarización de mi subjetividad. Aunque ya han caído definitivamente algunas barreras: ya no reemplazo Menem por Mendez; aprendí a insultar sin culpa a las minorías nacionales, sexuales y étnicas de la patria y el mundo y abandoné la actividad frenética en las redes sociales.
Estas últimas dos semanas mi cronograma de vida fue así: Lunes con luz. Martes, Miércoles y Jueves sin luz. Viernes con luz. Sábado y Domingo sin luz. Lunes sin luz. Martes sin luz. Miércoles sin luz. Jueves con luz.
Estoy llamando mucho al Ministerio de Planificación. Cada vez que me atiende alguno de esos hippies abúlicos le pido que por favor me ayude, que tengo una nena chiquita, de siete meses. O, indistintamente, y todas estas son cosas que he dicho de verdad: que estoy sin agua, que tengo leucemia, que tengo presión alta, que mi abuela de noventa años tiene presión alta y diabetes, que gano el salario promedio, que soy un periodista muy poderoso, que los voy a prender fuego a todos, que fui a la secundaria con Kiciloff, que lo único que quiero es vivir mi vida normalmente, no joder a nadie, pagar impuestos y amar a mi esposa, que soy a muerte compañero del proyecto Nacional y Popular que fundó Néstor y continuó Cristina, entre otras cosas. Independientemente de mi argumento me decían que todavía no tenían en claro por qué la malvada Edesur estaba destruyendo las vidas de los ciudadanos, pero que ellos ya la estaban combatiendo. Finalmente, me daba un número de reclamo, que la última vez fue el 63911.
Tengo otros: 1312544774, 1312576172, 131257608682, 1401122010, 1401170961, 1401323291, 1401398965, 1401410149, 1401434029, 1401498439, S49688, S49940, S56006, S56246, S59071, S6+29+, S60050, S60195, S60345, S60427, S60518, S60622, S60689, S60866, S61839, S62028, S62613, S63328, S69647, S64770. Todos están archivados en un archivo de Excel bajo el título NEUROSIS.
Anteayer hice dos banderas con unos manteles viejos que tenía y aerosol rojo. Una dice “1 mes s/ luz. Edesur hijos de puta” y la otra “Cristina yo te voté, hacete cargo yegua”. Las colgué en el frente de mi casa, para ver si llamaba un poco la atención, pero al otro día amanecieron prendidas fuego por alguna mano anónima del barrio. Recién terminé de hacer una nueva. Antes de colgarla la mojé con alcohol etílico, para que le estalle el fuego en la cara al tipo si vuelve a tomarse esa molestia.
Hay tensión en el barrio. Este barrio de gente blanca y pura. Lo que más me duele es no poder cargar el celular.