H abía una vez una Argentina con partidos políticos modelo. Eran dos. Había lugar incluso para terceros. Reñían en representaciones sociales claras (clase obrera, clase media, sindicatos, empresarios), tenían millones de afiliados, disputaban la calle, tenían líneas, congresos partidarios y elecciones internas para elegir sus candidaturas. A los partidos les iba bárbaro, al país le iba pésimo. Ese bello país politológico de los años 80, de la primavera democrática, de la salida de la dictadura, no existe más. Menem lo mantuvo más o menos vivo, pero la crisis voló ese semblante. Hoy quedan restos, esquirlas, fragmentos y memorias de una partidocracia peronista y radical (y etcéteras) que, paradójicamente, se niega a morir. ¿Números? Según datos aportados por el Registro Nacional de Afiliados a los Partidos Políticos (Comisión Nacional Electoral) para el primer semestre del 2014, en Argentina hay 6 millones 874.233 afiliados a 32 partidos políticos nacionales. Un poco más del 15 por ciento de la población. La mitad más uno (3 millones 560.158) pertenece al PJ, mientras que la UCR cuenta con 2 millones 170.956. Todos los demás partidos tienen menos de 200 mil afiliados cada uno. Además, el PJ y la UCR son los únicos que están en todas las provincias. La ley de Reforma Política que dio lugar a las PASO nació como respirador artificial para revivir las dinámicas partidarias, exigirles un piso electoral, promover mayores grados de unidad y coagular los resultados de las elecciones en mayorías. Una buena ley que podríamos medir en un resultado cultural: promovió una unidad estable entre partidos de izquierda trotskista (algo impensado años, décadas, atrás). El famoso FIT.
sistema de globos
La Argentina curó su “crisis de representación” con liderazgo político y economía en crecimiento. Hay líderes, la gente vota, la política hace, resuelve, el Estado existe. Hay sociedad, hay Estado. En el medio: las formas políticas más o menos clásicas. Las últimas elecciones indican que, más allá del entusiasmo por las opciones existentes, la gente vota lo que se ofrece, la política representa. No hay “voto bronca”. Pero, ¿y los partidos?
Andrés Malamud, en sus publicaciones en bastiondigital.com, descree de la existencia de una “crisis de partidos” y menciona la existencia de 5 partidos relevantes: PJ, UCR, PS (Partido Socialista), MPN (Movimiento Popular Neuquino) y ahora PRO. PJ y UCR con alcance nacional, PS y MPN limitados a provincias puntuales, y el PRO como partido provincial con ambiciones de volverse nacional. “Como ilustra Marcelo Leiras, la historia permitió a los grandes partidos consolidar organizaciones en cada provincia y las reglas de la política los inducen a conservarlas. Por eso el peronismo puede sepultar una década y reincidir la siguiente. Por eso el radicalismo incumple todos sus mandatos presidenciales desde 1928 pero no desaparece. El sistema –dice– favorece la permanencia e influencia de los grandes partidos. En 20 de las 24 provincias se eligen pocos legisladores nacionales, y así los partidos chicos quedan casi siempre afuera. Además, la renovación parcial de los cargos hace que si una fuerza nueva arrasa en una elección, solo gana algunos puestos, y el partido derrotado mantiene una presencia importante. Finalmente, el que es oficialismo dispone de propaganda oficial, inauguraciones de obra, control del calendario electoral, presupuesto. Todo favorece al status quo.” En resumen, para Malamud son los partidos los que todavía determinan en lo fundamental la política argentina: “La democracia después de los partidos es un cuento para desfalcar al CONICET.”
En un artículo reciente publicado también en bastiondigital.com, Julio Burdman propone una interpretación del clima de denuncia de “fraude” que contrasta con la posición de Malamud. Señala que detrás del cuestionamiento del sistema electoral se esconde en realidad la debilidad de los partidos. Dice Burdman: “En el sistema argentino, los partidos políticos administran las elecciones. O, mejor dicho, coadministran, junto al Estado. Los partidos diseñan, imprimen, distribuyen boletas, observan la elección, participan del escrutinio. Así lo quisieron: todas las reformas y modificaciones en la forma de votar que se hicieron desde 1904 hasta entrado el siglo XXI, estuvieron guiadas por el sentido de dar más participación e intervención a los partidos políticos en el proceso electoral… Hoy, nuestros partidos no tienen capacidad alguna de organizar elecciones. Campañas y comicios deben ‘estatizarse’ porque hay partidos que solo tienen candidatos, asesores y colaboradores. Solo queda uno que, a duras penas y con “incentivos selectivos” a los que participan, puede completar la tarea, y es el peronismo.”
Una hipótesis de compromiso: los partidos siguen siendo relevantes –incluso fundamentales– políticamente, pero ya no tanto socialmente. Instituciones con poder pero con cada vez menos gente. Más organizaciones de políticos que de militantes.
¿el peronismo es un partido?
En cualquiera de los casos, la vigencia más o menos débil de los partidos irrumpe como una vida corporativa. El radicalismo es una identidad con un énfasis absoluto en la vida partidaria, sin embargo en su afán institucional podríamos decir que se olvidó de la gente. El socialismo permaneció como un partido provincial en el corazón sojero. ¿Y el peronismo? ¿El peronismo (PJ) es un partido? ¿Qué clase de estructura es? Podría ser lo inverso del radicalismo: se olvidó del partido para no olvidarse de la gente. El sociólogo Ricardo Sidicaro lo definía como una coordinadora de gobernadores con “recuerdos en común”. En cualquier caso, lo que distingue al peronismo es su capacidad de garantizar representación política en todo tiempo y espacio. La “Desorganización Organizada” del peronismo (según Levitsky). Más que partido es un subsistema político. Es decir: es capaz de poner a dos peronistas en disputa a mayor distancia que la que tiene un peronista con un no peronista. Y no porque tengan más ideología que el resto, sino por su relación con las reglas y estructuras de poder. Veamos como ejemplo cuáles fueron las batallas electorales realmente decisivas que atravesó el kirchnerismo en sus doce años. Fueron tres: 2005 contra el duhaldismo residual, 2009 y 2013 contra peronistas díscolos (De Narváez y Massa). Una victoria y dos derrotas. Todas contra peronistas. Todas en la provincia de Buenos Aires. En la de 2005 sepultó el aparato territorial duhaldista (quedándoselo) y colocó a Cristina como baluarte electoral. En 2009 enfrentó en la provincia de Buenos Aires el costo de la crisis de 2008 y 2009, extrayendo como lectura de esa derrota la Asignación Universal por Hijo. Y en 2013 enfrentó una rebelión de intendentes peronistas que desactivó relativamente del mismo modo: “leyendo” su derrota, tomando “la agenda del otro” y socavando sus bases rebeldes (reincorporando al FPV a los migrados).
El kirchnerismo vivió su “malestar partidario” y ensayó en los primeros años algunas variantes transversales y/o concertadoras que no pudieron prosperar. La primera (transversalidad), sepultada en el final trágico de Aníbal Ibarra como jefe de gobierno “progresista” de la ciudad autónoma. La segunda (la concertación plural), fundida en la traición de Cobos a la lealtad partidaria suscitada en la elección de 2007. Sin embargo, en su camino ripioso de luchas anti corporativas, la preexistencia peronista partidaria ha sido para el kirchnerismo un atajo de gobernabilidad tanto como un punto muerto a la hora de construir la organización “propia”. El PJ funciona asegurando demasiadas cosas como para hacer el gasto de construir algo alternativo a él, con sus espaldas institucionales (gobernaciones, intendencias, sindicatos). El deseo de “superación” parece haber decantado finalmente en la consolidación de una fuerza propia al interior de ese subsistema (lo que en un momento se llamó, ¿se llama?, Unidos y Organizados).
La militancia política encomiada como uno de los activos del gobierno, no tiene una cultura política electoral. Eso disoció la estrategia electoral de la vida cotidiana del gobierno (proyecto). La visibilidad de una Diana Conti, un Kunkel o incluso un Kicillof se sobresaltó durante las campañas electorales cuando “otros”, como los Insaurralde, y siempre Scioli, eran incitados a la caza y recolección del voto. Pero los “fierros” son los votos. Y en elecciones el kirchnerismo más puro se vio obligado a participar del esfuerzo electoral y ha tenido mucho más protagonismo camporista en algunas intendencias o provincias (Julián Álvarez en Lanús, Máximo Kirchner en Santa Cruz, etc.).
En la Argentina subsiste todavía una idea que combina principios y estado gaseoso, ya que si bien los liderazgos ostentan líneas ideológicas (Cristina, Macri), la existencia más plena de un partido funcionaría como contención pero también como límite, es decir, le daría a la política mayor previsibilidad, rutinas, tiempos institucionales contrarios al manejo exclusivo del tiempo y la decisión. ¿Queremos una política relativamente más horizontal y organizada? Un horror para el populismo teórico o para los asesores posmodernos.