La gestión de Gustavo Beliz
Un apodo se volvió omnipresente durante el trabajo de campo: “zapatitos blancos”. Mi asombro fue grande la primera vez que alguien lo dijo, porque nunca había escuchado llamar así a Gustavo Beliz, o al menos no lo recordaba. Al principio pedí que me explicaran las razones del mote, después me familiaricé con los argumentos que esgrimían los entrevistados, y al final ya sabía que lo llamarían de ese modo y que era probable que revolearan los ojos o resoplaran al evocar su paso por el ministerio. Casi todos los políticos entrevistados utilizaban el apodo con total espontaneidad: muchos no lo llamaban jamás por el nombre, sino directamente con ese apelativo irónico. El hecho que lo suscitó, y que en un comienzo yo ignoraba, está grabado a fuego en la memoria de los políticos profesionales. La noche en que Beliz renunció al Ministerio del Interior, afirmó en una larga entrevista que había entrado “vestido de blanco” al “lodazal de la política” y que el gobierno de Menem era “un nido de víboras”. Desde entonces los políticos lo apodaron “zapatitos blancos”: una irónica alusión a su pretendida pureza y a un comportamiento que consideran casi infantil (expresado en el diminutivo). Muchos lo dicen con enojo, otros con cierto fastidio e incluso al borde del desprecio. Algunos se refieren a Beliz con menos bronca, pero para todos –salvo para quienes trabajaron a su lado– representa el contraejemplo de lo que es un buen ministro del Interior, o incluso un buen político.
Cuando lo entrevisté, Beliz trabajaba en el Banco Interamericano de Desarrollo en Washington y estaba de paso en Buenos Aires para declarar en el juicio en su contra por haber mostrado la cara de un espía –nada menos que Jaime Stiuso– en televisión. Nos reunimos en un café de Recoleta y durante el transcurso de la entrevista tres personas se acercaron a la mesa a saludarlo y le expresaron su admiración. “Necesitamos más gente como usted” y “gracias por su valentía” eran algunas de las cosas que le decían luego de estrechar su mano o saludarlo con afecto. Él sonreía y agradecía, antes de seguir con la entrevista.
Los escándalos tienen un carácter performativo e instituyente, y en este sentido constituyen una prueba: muestran la inestabilidad de un orden social, su posible alteración y ponen en riesgo a sus protagonistas. Tanto si se reafirma como si se revisa el camino emprendido, el escándalo hizo algo: puede dar lugar a reformas organizacionales, a la producción de nuevos dispositivos legales, a la validación colectiva de prácticas inéditas; puede decretar la “muerte política” de los implicados o fortalecerlos; puede incluso no generar efectos inmediatos visibles y sin embargo erosionar la legitimidad de un gobierno a mediano plazo, al poner a disposición argumentos en su contra para el futuro.
En el caso de los ministros, la resistencia al escándalo es también una medida de su fuerza y del apoyo presidencial con que cuentan. Cuando en diciembre de 1992 el polémico Manzano perdió el sostén de Carlos Menem ante las denuncias que se multiplicaban y encontraban eco en los medios de comunicación y la opinión pública, fue reemplazado por un abanderado del discurso anticorrupción: Gustavo Beliz. El nuevo ministro del Interior estaba en la vereda opuesta del funcionario saliente: lejos de ser blanco de las denuncias, era quien las realizaba dentro del menemismo, y además se permitía criticar en público a muchos de sus colaboradores y aliados. En diversas entrevistas se explayó sobre el “déficit moral” de gran parte de los referentes menemistas, sobre la demanda de la sociedad de transparentar los actos de gobierno y la necesidad de ofrecer mejores ejemplos. Su carrera política, tanto antes como mucho después de su paso por el ministerio, estuvo signada por sus denuncias de corrupción que, según las características complejas de cada contexto, le depararon gran popularidad o una notoria debilidad.
Ese perfil atípico le permitió llegar con solo 30 años a la cabeza del ministerio político con una promesa de “eticazo”. Abogado y periodista, conocido de Menem desde sus 19 años, Beliz era parte de los históricos seguidores del riojano. Sin embargo, no se alió a ningún grupo interno del menemismo. Su gran fortaleza residía en su relación directa con Menem, que le permitió redactar muchos de los discursos presidenciales durante los primeros años. Carente de redes políticas, el único otro apoyo con que Beliz contaba era el de la Iglesia católica, con cuya ala conservadora mantenía una relación cercana.
El contraste buscado por Menem con el nombramiento de Beliz era evidente y su impacto mediático fue inmediato: Clarín (3/12/1992) tituló “Apuesta fuerte para Interior” y los editoriales se interrogaban sobre el carácter profundo o superficial de aquella señal de cambio. El giro en el perfil elegido era extremo: ante la imagen frívola y desfachatada que transmitía Manzano, el nuevo ministro era un joven que iba a misa todos los días y llevaba a Menem a retiros espirituales.
Si los anteriores ministros eran políticos muy experimentados, munidos de contactos y solidaridades en distintos partidos, el recién llegado disponía de escasas credenciales políticas y solo su carácter de “protegido” del presidente le había reportado alguna experiencia de gobierno. Ante los exministros y también segundas líneas que habían ganado elecciones y trajinado los pasillos del Congreso, Beliz se distinguía por su corta experiencia y basaba su prestigio en venir de afuera del mundo político. Su estrategia de carrera apelaba a una comunicación directa con “la gente” a través de los medios, y los resultados parecían darle la razón: tenía una imagen muy positiva en la opinión pública, a diferencia de la mayoría de los funcionarios menemistas. El joven periodista se erigía en intérprete del sentido común –“la gente está cansada de que los políticos le den la espalda”, afirmaba (El Cronista, 6/5/1993)– , y defenestraba las intrigas del mundo político: “La gente tiene una pobre imagen del funcionario público cuando este transforma su gestión en una suerte de riña de gallos en la búsqueda de mayor poder” (La Nación, 24/8/1993).
En tiempos de desafección y crisis de las identidades políticas, de retraimiento de las grandes manifestaciones e importancia creciente de la imagen en la construcción de candidatos y liderazgos de opinión, Beliz se destacó como un gran lector (y cristalizador) de ese clima de época. Su discurso antipolítico trazaba una frontera moral que excluía a la mayoría de los políticos profesionales y rescataba a los outsiders que inauguraban sus carreras desde el mundo del espectáculo o el deporte –el cantante Ramón “Palito” Ortega, que luego sería gobernador de Tucumán, el automovilista Carlos Reutemann, que ocuparía ese cargo en Santa Fe– y a los economistas que venían a racionalizarla con Domingo Cavallo a la cabeza. A su vez, proponía una visión más afín al sentido común: político sería igual a corrupto. Por cierto, Menem estaba exento de esa crítica.
Paradójicamente, con ese discurso que buscaba situarse en una posición externa, Beliz llegaría a la cima del ministerio político. La apuesta del presidente fue osada. Su debut en el Gabinete mostró indicios relevantes de autonomía: por un lado, opinaba sin rodeos de temas generales que incumbían al gobierno menemista; por el otro, tenía libertad para nombrar a casi la totalidad de sus colaboradores (facultad que no todos los ministros podían arrogarse).
El gran tema de Beliz, desde antes de asumir, era la reforma política. Bajo esta consigna englobaba mecanismos institucionales con buena acogida en la opinión pública, como la eliminación de las “listas sábana”, una nueva regulación para el financiamiento de los partidos y la instauración de internas abiertas para definir candidaturas. Cuando asumió, en marzo de 1993, anunció medidas encaminadas a ese objetivo, pero la falta de apoyo del bloque justicialista en el Congreso obstruyó su concreción. Debido a las críticas que realizaba al gobierno, la relación del ministro y su equipo era más fluida con el radicalismo que con los referentes del PJ. En palabras de su viceministro:
Nosotros propusimos la reforma política y electoral, con proyectos de ley a los que Menem había dado el visto bueno, y los mandamos al Congreso para su consideración con bastante poca bola del bloque peronista, porque a Beliz no lo querían. Entonces decidimos con Gustavo Beliz hablar con las principales figuras del radicalismo para proponerles generar consenso sobre estas propuestas de reforma política y sacarlas de común acuerdo entre el justicialismo y el radicalismo. Discutirlas, modificarlas, ponernos de acuerdo y sancionar con la idea de que una norma tiene muchas más perspectivas de perdurar en el tiempo si es fruto del consenso que si es fruto de la imposición. Y en consecuencia mi departamento fue el ámbito de reunión con el radicalismo […] a veces eran almuerzos, a veces desayunos, a veces cenas… [recibimos] a Raúl Alfonsín, a De la Rúa, a Enrique Olivera; a Eduardo Angeloz, a Luis León, a Lozada, el de Misiones; a Federico Storani (viceministro del Interior durante la presidencia de Carlos Menem, entrevista con la autora el 21/5/2009).
Con esta arquitectura previa, la tentativa de reforma política quedó frustrada por falta de apoyo del bloque justicialista (solo llegó a votarse la nueva ley de financiamiento de los partidos). En cualquier caso, la prédica reformista fue la antesala de la mayor apuesta de Menem: la reforma de la Constitución que habilitaría su reelección. Al igual que los anteriores ministros políticos, Beliz fue un vocero de esa causa, aunque con el tiempo su énfasis decayó a la par de su rol en la negociación con los actores políticos que podían vehiculizarla.
En este sentido, no todos los resortes de poder dependientes de Interior estaban a su disposición. Contra este joven que la opinión pública valoraba y de quien sus pares desconfiaban, la dupla Eduardo Bauzá - Carlos Corach (entonces ministro de Salud y secretario general de la Presidencia respectivamente) se recortaba con fuerza. Ambos eran cercanos al presidente e influían sobre las decisiones de relacionamiento político. Serían ellos, y no Beliz, los principales encargados de negociar con gobernadores y parlamentarios para obtener la reforma, en un tenso y ajustado ejercicio de generación de acuerdos.
En definitiva, durante su corta experiencia ministerial (duró nueve meses en el cargo, desde diciembre de 1992 hasta agosto de 1993) muchos temas hasta entonces atendidos formal e informalmente desde el ministerio pasaron a gestionarse en otros ámbitos. La presencia de Beliz y sus colaboradores representaba a la vez una solución y un problema para el gobierno menemista: por un lado contribuía a matizar su imagen escandalosa, pero por el otro obstruía su construcción política y la gestión cotidiana de apoyos y compromisos. Durante esos meses, el grupo al frente del ministerio estuvo expuesto a diversas situaciones dilemáticas: desde la controvertida distribución de los Aportes del Tesoro Nacional, en grado importante destinados a cimentar el apoyo a la reforma de la Constitución, hasta la formulación de críticas recurrentes a la corrupción menemista esforzándose por disculpar de ella a su principal líder.
Esta posición tensa y ambigua caracterizó a Beliz durante todo su mandato, hasta que su enfrentamiento con Bauzá y Corach precipitó su salida del gobierno. Su alejamiento fue acompañado por críticas a la posible reforma de la Constitución y por su célebre caracterización del gobierno menemista como “un lodazal”. Los diarios subrayaban la debilidad que lo había aislado de sus interlocutores: “Las reiteradas críticas hacia otros hombres del gobierno y su escaso poder político lo convirtieron en una suerte de predicador sin fieles. Con un fuerte sentido de lo que debe ser pero sin la necesaria ductilidad para administrar el discurso” (La Nación, 24/8/1993). La molestia ante sus juicios y la objeción a su incapacidad política constituyen una constante entre los exfuncionarios del ministerio. Así lo retrata uno que pasó por la cartera en las gestiones de Menem y de Kirchner:
Beliz es un tipo que llegó con buenas ideas, pero no sabía cómo concretarlas. Sacó a la luz temas pendientes como la reforma de la política o la revisión del financiamiento de los partidos; pero es como si vos y yo planeáramos una reforma en La Sorbona. Todo muy bien, está muy bien hecha, pero la hicimos vos y yo en La Sorbona; después la realidad es otra cosa. […] En ese discurso parece que los políticos son malos y que entonces tendrían que gobernar algunas ONG –que nadie sabe cómo votan a sus miembros– o algunos medios de comunicación, o ciertas fundaciones tipo FIEL… Toda una usina antipolítica. De alguna manera Beliz parecía la expresión de esta ola, como si él dijera: “Son todos corruptos menos yo” (secretario del Interior durante la presidencia de Carlos Menem; secretario de Seguridad Interior durante la presidencia de Néstor Kirchner, entrevista con la autora el 16/9/2009).
Había un hiato entre sus “buenas ideas” y los medios para “llevarlas a cabo”: su cuestionamiento de las prácticas fraudulentas requería mayor poder político y aliados para llegar a buen puerto. Beliz había interpretado sagazmente parte de las transformaciones en curso en la política, como la importancia de los medios de comunicación en el vínculo de representación, el peso de los liderazgos personales, la desafección y la mala imagen que la ciudadanía tenía de los partidos. Pero, como señalaron algunas investigaciones, esa era apenas una cara de los procesos en marcha y las “viejas” formas de la política no estaban tan desplazadas como afirmaba cierta literatura. Los apoyos políticos y territoriales seguían siendo importantes, las decisiones aún se tomaban en ámbitos que implicaban negociaciones ajustadas donde pesaba el poder relativo de cada actor. Atento a los nuevos desafíos por enfrentar, con la reelección y los límites del modelo económico en el horizonte, el presidente buscaría, nuevamente, ministros hábiles para tejer esa red de relaciones y alianzas.