vivir con el culo al aire | Revista Crisis
rendir, rendir y rendir / ciudades sin aura / entre el tedio y la intemperie
vivir con el culo al aire
Cuando la pandemia parece comenzar a formar parte de un pasado brumoso, la experiencia de vivir en la ciudad de Buenos Aires conserva muchas de las marcas de precariedad e incertidumbre que se agudizaron en aquel período. En estas notas, un itinerario de contradicciones y problemas que conforman la geometría de nuestra experiencia urbana.
Fotografía: Mariana Nedelcu
11 de Octubre de 2022
crisis #54

 

Pongamos en la olla unas generosas cucharadas con la cada vez más aguda crisis del trabajo asalariado formal, sazonada con el pedido de reforma laboral por parte de la dirigencia opositora. Sumemos un sistema de salud que se organizó para resolver las urgencias que trajo la pandemia pero no puede contener las problemáticas que emergieron de ese trauma. No olvidemos condimentar con una escuela cuya comida apesta y sus techos se derrumban, que absorbe la violencia de esos efectos y no puede procesarlos. Agreguemos una relación tóxica con la vivienda donde nadie termina de ser correspondido y terminemos con un espacio público caóticamente privatizado. Ahí lo tienen: este cocktail hace crujir la sociabilidad y es un anti modelo de desarrollo urbano, sin otra planificación que una construcción desbocada orientada a dolarizar ahorros. Spoiler alert: luego de tragar este preparado, no vamos a sentirnos bien. “La transformación no para” pero nadie sabe hacia dónde va y todos nos sentimos cada vez un poco más solos, precarios y a la intemperie.   

 

la uberización de la experiencia 

El problema de la uberización del trabajo, en el cual ciertas plataformas tecnológicas funcionan como intermediarias entre una masa dispersa y atomizada de “colaboradores” y flujos de clientes que transaccionan en la web, es un buen prisma para mirar no sólo las ya súper conocidas estrategias fiscales y de hiper flexibilización laboral de estas plataformas, sino una condición existencial que se expande a todos los contextos laborales, sociales e incluso emocionales. “Fuera Uber! Bueno, llamate a un Uber”. “Abajo Rappi, pero antes de que caiga pidamos un kilito de Rapanui por la aplicación”. Así lo marcan las impurezas de la época. Estamos con el culo al aire, pero nos gusta bailar y que nos pegue el viento en las nalgas. ¿Cómo transitar esa contradicción?

En muchísimos trabajos en áreas de servicios -desde las profesiones liberales tradicionales, hasta el telemarketing, el monitoreo de procesos logísticos y el emprendedurismo de todo tipo- el mundo privado impuso nuevas lógicas de reducción de costos inmobiliarios, ahorro de energía y estrategias de labor “por objetivos” que nada tienen que ver con el antiguo trabajo de ocho horas por cinco días a la semana. Esas dinámicas vertiginosas ya desbordaron completamente a la economía y arrasaron con las subjetividades y las sociabilidades contemporáneas. Desde el poderoso retorno a la tracción a sangre (en la cada vez más hegemónica economía popular) hasta la culpa indie del programador que cobra afuera, estamos ante una inmensa gama de situaciones que van a tono con lo que el filósofo Byung Chul Han había caracterizado como lo propio de la sociedad del rendimiento. Sos lo que generás. 

Pero además del imperativo de auto-regularse lo que surge son nuevos tipos de soledad, una soledad que no es personal ni laboral, sino una soledad social ante el tiempo y el espacio. Nos abruma cumplir horarios de oficina, pero el home office nos aliena. Sin sindicalización, los informales de cuello rojo o de billetera verde se reúnen en los cafés de especialidad de sus barrios, pero no encuentran -no encontramos- instancias de participación y debate que resulten atractivas y construyan horizontes de sentido colectivos. Este modo de vida desprotegido y sin centro afecta sin lugar a dudas las formas de habitar la ciudad, y tienen su correlato en todo el “mundo de la vida”. Sin ir más lejos, las “apps de levante” como Tinder, Happn u OkCupid, presentan protocolos parecidos para producir encuentros sexoafectivos.

Ante este escenario de desprotección y volatilidad automatizada, la reacción de los optimistas de mercado suele ser que el mismo mercado producirá nuevos servicios que superarán las fallas de los existentes. En la vereda de enfrente, el progresismo afín al intervencionismo estatal pide regulaciones e instituciones de contención que por lo general se orientan a replicar modelos de antaño. Estos dos polos pueden tener su parte de razón: con seguridad el mercado, y en especial el de las nuevas tecnologías, ha mostrado un dinamismo inusitado a la hora de rentabilizar los humores sociales, sea generando escenarios cómodos y amigables para las transacciones online o ahorrando costos en instalaciones laborales. Por otro lado, y salvo la porción de la población convencida de un libertarianismo extremo, nadie cree que estas empresas o tecnologías no deben estar reguladas, o que no deba haber leyes laborales que protejan los derechos del trabajador, sea cual sea su actividad. Parecemos estar ante la muerte de los dispositivos analíticos que nos permitían interpretar los procesos sociales que nos atraviesan, y a la sociedad de carne y hueso que conformamos. Nos indignamos demasiado cuando las cosas no funcionan, pero tampoco tenemos claro cómo hacerlas funcionar de otro modo.  

 

vacunas y escucha social 

El éxito de Boti, el chat del Gobierno de la Ciudad, y su rol en la campaña de vacunación es un ejemplo de política pública bien recibida y aplicada al calor de una coyuntura adversa. Boti parecía haber estado esperando esa oportunidad. Sin embargo, esta eficacia hizo que quizás no quedase el espacio necesario para reflexionar sobre otros dos fenómenos que la pandemia dejó al descubierto. En primer lugar y quizás de un modo más visible, la desprotección y precarización de buena parte del personal de salud, que fue el que debió sostener la primera línea de combate en los momentos más angustiosos, en especial cuando no había vacuna, y arriesgando la propia vida por salarios pocas veces suficientes.

Pero en segundo lugar sucedió un hecho notable: las organizaciones sociales, políticas y comunitarias pusieron el pecho ahí donde no llega el boti (y tampoco muy bien el Estado). Esa presencia territorial de vasta capilaridad organizó una articulación subrepticia de redes de contención ciudadana a personas vulnerables. Estas reservas colectivas de solidaridad y compromiso, sin embargo, no nos “hiceron mejores” y su potencia no se tradujo en una sociabilidad alternativa capaz de disputarle el partido a la locura que propone la actual etapa del capitalismo.  

La paradoja de la digitalización larretiana, de todo el sistema de trámites municipales, con el Boti como nodo central y mostrador principal de atención ante un vecino que reclama una relación de prestación de servicios eficientes al estado de la ciudad, es que deja aún más solos a aquellos que en la pandemia requirieron de la contención presencial. Como si el “salto digital” de la pandemia hubiera sido un tren al que muchos, en general adultos mayores, no pudieron subirse y hoy dependen de un sistema de ayudas y favores familiares para hacer algo tan básico como sacar un turno médico. Aquellos que no poseen estas redes consiguen el servicio en locutorios o changarines de una economía del cuidado que sigue permaneciendo oculta en la agenda urbana. El social listening del Gobierno de la Ciudad se utiliza para polarizar y con fines electorales, pero nunca para empatizar, que es lo que demanda una época de angustias y soledades. La cada vez mayor necesidad de escucha social y comprensión requiere plasticidad y acción capilar por parte del estado. En cambio, la gestión elige escuchar más los gritos políticos en las redes sociales que los gritos silenciosos de aquellos que permanecen desconectados.   

La paradoja de la digitalización larretiana, de todo el sistema de trámites municipales, con el Boti como nodo central y mostrador principal de atención ante un vecino que reclama una relación de prestación de servicios eficientes al estado de la ciudad, es que deja aún más solos a aquellos que en la pandemia requirieron de la contención presencial.

 

la epopeya de vivir con dignidad (y estabilidad) 

El problema del acceso a la vivienda es propio de gran parte de las megalópolis globales. Las sensibilidades progresistas o intervencionistas clásicas suelen citar a Berlín como un ejemplo del lugar donde existe vivienda pública a precios asequibles, y tienen razón. Lo que olvidan mencionar es que el altísimo nivel de concentración del mercado de la vivienda en la ciudad alemana permite que la clase política pueda establecer mecanismos virtuosos de negociación con unos pocos consorcios que poseen muchas unidades de vivienda.

Si bien es cierto que el Gobierno del Pro en la ciudad fue un gran favorecedor de ciertos conglomerados inmobiliarios, y que hizo, en general, inaccesible la vivienda para la misma clase media que lo termina votando, lo cierto es que el problema de la valorización inmobiliaria y de la imposibilidad de las nuevas generaciones a acceder a la casa propia ni aunque trabajaran sin descanso durante 400 años tiene larga data y obedece a cuestiones estructurales. En nuestro país, por la inestabilidad de una macroeconomía que convierte a la inversión en ladrillos en el casi único vehículo para preservar el valor de los excedentes en moneda local, esto se torna dramático.  

Ante ese panorama, el voluntarismo bien intencionado a veces desorienta y obtura la irrupción de un necesario pragmatismo creativo. La iniciativa de la Ley de Alquileres, por caso, mostraba muchísimas aristas interesantes y recogía una larga tradición de luchas de los inquilinos en la ciudad de Buenos Aires. Lo más importante de su planteo radicaba en el hecho de poner sobre la mesa la crisis del aspiracional de la vivienda en propiedad como forma preponderante y organizativa de la subjetividad social, y en un cuestionamiento profundo a la imposibilidad estatal de tocar u orientar, al menos un poco, la estructura del mercado inmobiliario. La Ley, en definitiva, sintetizó reclamos justos y necesarios para un problema que es la columna vertebral de gran parte de la angustia social contemporánea.

Pero luego de la titánica batalla para su sanción, la cosa no caminó e hizo emerger cruelmente la impureza de la época, donde nadie es 24x7 lo mismo. Cuando se suponía que el antagonismo era entre inquilinos y el mercado, entre vulnerables y grandes corporaciones, empezaron a aparecer los grises: propietarios que también usan el sombrero de inquilinos, jubilados que subsisten bajo la línea de la pobreza pese a actuar como “rentistas”, jóvenes parejas que viven de prestado y alquilan su pequeña herencia, progres que poseen varios departamentos y los alquilan en dólares a turistas, y una batahola de situaciones que enturbian cualquier diagnóstico y licúan los antagonismos clásicos.

En épocas en que la militancia es reemplazada por activismos, de por sí mucho más lábiles, sostener las discusiones se hace realmente complicado. Porque, además, ocurre contra el telón de fondo de un Estado cuyas capacidades están seriamente en cuestión. ¿Con qué burocracia, con qué tecnología, con qué premios y castigos el Estado es capaz de lograr que la clase media porteña blanquee sus inmuebles y los ofrezca en alquileres accesibles? ¿Qué mecanismos pueden contribuir a generar una sociedad que ante la precariedad de sus condiciones de trabajo, de su salud mental, de sus perspectivas a futuro y de su errancia habitacional sienta que tiene alguien que le cuide la espalda?.  

Nuestra percepción es que aún no se ha llegado a construir un lenguaje social, ni un conjunto de prácticas capaces de hacer un intento por empezar a “ponerle el cascabel al gato”. Crisis de representación, crisis de empatía, crisis de decodificación. Crisis civilizatoria. No podemos representar, ni siquiera empatizar, sino entendemos que es lo que está pasando. Si la política no sirve para generar certezas, para garantizar un remanso frente a la incertidumbre, ¿para qué sirve? Cuando las fórmulas intervencionistas se muestran ineficaces, el mercado profundiza la fragmentación social, y el progresismo político presenta una escisión entre sus consumos y sus posicionamientos políticos, como si quisieran privar a los demás de los beneficios que ellos mismos gozan. La desafección se profundiza y emerge la violencia como respuesta intuitiva. ¿Qué está fallando que junto a una creciente valoración de los afectos, la cercanía y el cuidado que también son efectos de la pandemia no se ha podido lograr la generación de instituciones intermedias que dinamicen y articulen las nuevas necesidades que para colmo ni siquiera pueden ser verbalizadas como demandas? ¿No será hora de que empecemos a pensar un poco cómo cuidarnos las espaldas?

 

un gatorade de plomo 

Mientras crecen los consensos globales sobre el inmenso riesgo que representa una inminente catástrofe climática planetaria, en Argentina las cosas suelen parecer bajo control. Noticias de que junto con Australia nuestro país sería de los menos afectados por una eventual guerra nuclear y las bolsas para separar la basura que el Gobierno de la Ciudad se encargó de repartir a troche y moche para que Larreta sea presidente, nos hacen sentir más o menos bien con la cuestión climática, más allá de que de vez en cuando nos tape el humo y al levantar la mirada, por detrás de la madeja incontrolada de cables que enchastran el horizonte porteño, recordemos a los lejanos humedales, momentos en los cuales también nos tomamos unos minutos para evocar a los niños que son bañados en glifosato allá por donde se cultiva.

Y sin embargo, ahí a la vuelta de tu esquina, se libra una guerra sin cuartel por la apropiación del espacio público, que todavía ni la sociedad ni la política pusieron en agenda. Bares, restaurantes, clases de gimnasia, cumpleaños infantiles, feriantes, todos nos disputamos cada milímetro del poco espacio público verde que aún nos queda en la ciudad. Una guerra de apropiadores privados que parece folklórica y pintoresca, pero que en el fondo esconde la desnaturalización completa de la función ambiental y social que debería cumplir el espacio público. En los parques también estamos precarizados; arrinconados por una lógica mercantil desbocada que se despliega sobre la impotencia operativa del estado y la parálisis analítica y creativa de la política. Y en el medio, la sociedad, que mira perpleja el caos, pero por si acaso mientras lo consume vorazmente.

En el extremo de esa indolencia, quizás como condensación más luminosa de la precariedad y la intemperie que nos atraviesa, en pleno tejido urbano, cerca de los jardines donde van nuestros hijos, sobrinos o hermanos, decenas de cementerios de autos abandonados vienen contaminando las napas y la calidad del escaso suelo disponible que el entramado inmobiliario aún deja en pie. No nos bañan en glifosato -todavía no nos bañan en glifosato- pero no están demasiado lejos de convidarnos un gatorade de plomo.

Desprotegidos y precarizados. A la intemperie. Sin centro, sin ancla. Girando como trompos. Atravesados por la transitoriedad. Una sociedad urbana de alquiler. Donde todo se transacciona y se disputa, el trabajo, el cuerpo, la vivienda, el espacio público. Acá en Buenos Aires. Y probablemente en todas las ciudades de este mundo patas para arriba.  

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