T odo consumo se sustenta en una mitología, en una historia, en fantasías. Las marcas de cerveza, como todas las marcas, nos cuentan historias a través de sus publicidades, de sus envases, y también de los modos y las ocasiones en las que consumimos. La primera cerveza que tomamos, la marca de cerveza que produce más resaca, cervezas de batalla tomadas en vasos de plástico, cervezas para la charla íntima o el levante. Cerveza tomada en cucharita para que pegue más, cerveza a la mañana para atemperar la resaca. Desde hace diez años que –supuestamente, cada quien tiene un amigazo- no se consiguen en los kioscos, aunque peregrinamos con los envases de vidrio y les tenemos un buen lugar reservado en la heladera. ¿Pero nos gusta la cerveza? ¿Podríamos superar una prueba de sabor sin conocer sus marcas, sus publicidades, sus sueños compartidos? ¿Cómo podemos ser mejores tomadores, zambullirnos en la piscina de la ebriedad con cierta elegancia?
En su afán cientificista el Laboratorio de la revista crisis organizó una degustación de cervezas industriales. Queríamos saber, queríamos clasificar, queríamos descubrir si nos mentían, porque siempre sospechamos que nos mienten. La hipótesis de fondo, sin embargo, era que con ese aprendizaje seríamos más sabios, positivistas y concientes en el consumo. Sommeliers de birra. ¿Cómo se disfruta el consumo? ¿Qué nos pasa en ese equilibrio minado entre el sabor, el saber, el poder, el placer y la obediencia?
La primera tabla de la que agarrarse en ese naufragio de ignorancia que rodea al consumidor promedio, que sabe mucho sobre las aventuras de el perro Balca pero nunca suficiente sobre el origen de lo que ingiere, son las estadísticas. Siempre a destiempo, las estadísticas escupen un poco el asado, y por eso producen rechazo. Un rechazo diferente al que produce degustar trece variedades de cerveza al final tibia, un rechazo mucho más anímico que corporal. Un rechazo ascéptico, quizás como el alcohol puro, ese extremo donde los diferentes tipos de rechazo se unen. Algunos números, tomados de la página de Alimentos Argentinos: entre 1990 y 2011 la venta de hectolitros de cerveza en la Argentina aumentó un 247 por ciento. De acuerdo a la facturación minorista, la cerveza es tercera, solo superada por las gaseosas y las galletitas. Dentro de las bebidas alcohólicas, la cerveza doblegó al vino, que en los ochentas representaba el 90 por ciento del consumo y para 2009, ya era solo el 34 por ciento. Hoy la cerveza ocupa el 60 por ciento de preferencia. Argentina produce aproximadamente 19 millones de hectolitros por año. Cada persona bebe en promedio 45 litros por año, que se proyectan a 60 en no demasiado tiempo. No es tanto, si se piensa que en países como Alemania o República Checa este número puede alcanzar a 160 litros por persona por año, aunque con tendencia decreciente.
trece motivos para alegrarse
Ahí estaban las trece variedades de cerveza que íbamos a probar. Voy a enumerarlas: Andes, Imperial, Amstel, Iguana Summer, Miller, Warsteiner, Heineken, Stella Artois, Quilmes Night, las negras Stella Artois Noire, Quilmes Bock, Quilmes Stout, y la colorada Kunstmann. Ahora voy a hablar del mercado de cervezas argentinas, a trazo grueso: el 70 por ciento o más del volumen de mililitros total consumido en el país pertenece a AB-InBev, resultado de la fusión de la americana Busch, que hace Budweiser, la belga InBev y la brasilera Brahma. Ab-Inveb tiene a Quilmes como caballito de batalla, que no, no es más argentina. El 20 por ciento aproximado del share pertenece a la chilena CCU –Compañía de Cervecerías Unidas– que entre sus marcas tiene a Imperial, que era de Quilmes pero debió ser vendida a la competencia porque de acuerdo a la ley antimonopolios AB-InBev no podía tener tantas marcas. Otra paradoja es que Budweiser, que es una de las dueñas originales de AB-InBev, la mayor cerveza del inmenso mercado norteamericano, en Argentina es embotellada por CCU. Otras marcas de CCU: Bieckert, Heineken, Amstel. El tercer lugar en la torta, con menos del 10 por ciento, pertenece sin embargo a otro gigante: la sudafricana-norteamericana SAB Miller, que en 2010 compró Isenbeck a la alemana Warsteiner. Entonces, ahora, voy a repetir nuestra terna de 13 cervezas de acuerdo al conglomerado al que pertenecen: AB-InBev, CCU, CCU, AB-InBev, SAB Miller, SAB Miller, CCU, AB-InBev, AB-InBev, AB-InBev, AB-InBev, AB-InBev, CCU. Bastante representativo.
¿Lo que importa es la cerveza? Sin tener estos datos frescos, convocamos a Sol, una licenciada en tecnología de alimentos que trabaja como Responsable de Calidad Sensorial y Coordinadora del Panel Sensorial, degustadora y entrenadora de catadores en control de calidad al interior de la gigantesca planta que AB-InBev tiene en Zárate, la más importante de América Latina. Con 7 líneas de envasado y 3 salas de cocimiento, este gigante industrial posee también un pequeño laboratorio de innovación donde se desarrollan nuevos productos (por ejemplo la Quilmes Night, de envase azulado y 6,9 por ciento de alcohol para competir con el Fernet y bebidas blancas en las previas), y también una copia de sí misma en pequeña escala, una pequeña matrioska o quizás un monumento. Sol se encarga de probar la cerveza antes de que se embotelle con la misión de que el néctar dorado sea siempre, para cada marca, igual a sí mismo. El Panel entrenado de Jueces Sensoriales de cerveza tiene la misión de degustar todas las etapas del proceso, desde el agua y materias primas hasta el producto final pasteurizado de las más de 18 marcas que se fabrican. Aunque los empleados del panel solo pueden ser fijos, conviven con otra gran proporción de trabajadores estacionarios que se incorporan a raudales en la temporada alta de producción, entre octubre y marzo, cuando el calor y la sed arrasan y todos queremos cerveza bien helada.
Tras ser bombardeada con preguntas de los integrantes del panel de degustación, Sol fijó algunos parámetros. En primer lugar está la drinkability o tomabilidad, esto es las ganas de seguir bebiendo que siguen a cada vaso. Se debe beber un primer sorbo largo y evaluar el color, la temperatura, la textura, el brillo. Esperar a ver qué pasa como consumidor, si dan ganas de seguir tomando o no. Luego otro sorbo y dejar la cerveza alojada en el paladar, así toma la temperatura de la boca y comienzan a desprenderse los componentes aromáticos volátiles que se perciben por retronasal. Dejar que la birra descienda lenta por el esófago, luego batir un poco lo que queda en el vaso, oler el contenido. El color, el tipo de espuma, el nivel de amargo, el after taste –sabor que queda en la boca una vez ingerida– e incluso el aroma eran algunas de las variables a analizar. Nos enteramos que las cervezas de la familia Isenbeck son pura malta –Schneider, Warsteiner–, que las Quilmes tienen una mixtura con maíz y que la Budweiser contiene arroz además de lúpulo y cebada, pero que estas mezclas no abaratan el costo, sino que se las ultiliza para otorgarle cierta característica a la cerveza, como por ejemplo cremosidad (en el caso del maiz). También, que el trabajo de Sol junto al Panel y a los Maestros Cerveceros consiste en detectar ciertos deméritos, como la astringencia –cierto regusto ácido, sequedad, aspereza en boca-, componentes grasos, la presencia de algunos aromas químicos no deseados. Aprendimos que aquellas embotelladas en envases verdes –la Heineken, la Stella, la Amstel, en general del segmento Premium para nosotros, cervezas trash en Europa– adquieren al ser expuestas a los rayos solares un efecto llamado lightstruck que produce un particular olor a zorrino debido a un proceso de reacciones químicas que se favorecen por los rayos UV B en contacto con ciertos componentes del lúpulo. Que las de envase transparente requieren otro procesamiento para que esto no se acentúe. Que tras un tiempo la cerveza se oxida, y esto cambia ligeramente su sabor. Que la Corona es una cerveza bastante berreta, y eso de playa y gajos de lima es una genialidad del marketing. Que la Heineken tiene acetato de isomilo y esto genera un ligero sabor a banana. Que la Stella se elabora con lúpulo importado de Bélgica, mientras que las de marcas populares, a veces, reciben partidas con demasiados deméritos de otras marcas, es el mezcladito de las cervezas, cerveza para pobres de corazón enorme y paladar maltrecho. Que las negras se elaboran con malta tostada, y su sabor depende del nivel de tostado y forma de secado que poseen los granos.
Luego hicimos la prueba. Hubo algunas coincidencias, que no necesariamente se ajustaron al rango de precios que iba desde entre 18 y 25 pesos las comunes, a entre 30 y 35 las supuestamente Premium. Pasamos los largos vasos de vidrio de mano en mano, examinamos las expresiones faciales de cada uno de los degustadores, divagamos sobre asociaciones gustativas. Circularon sensaciones de manzana frutal, hierbas amargas, yerba mate, alucinación colectiva o despuntes de un paladar absoluto. Algunos las preferían rubias, otros morenas. Las diferencias eran evidentes pero el esquema perceptivo no se ajustaba al nuevo lenguaje. Al mismo tiempo, quedaba la sensación de que, bien frías, casi cualquiera de las variedades cumpliría dignamente su función. ¿Los monstruos de la birra global se preparan para un consumidor futuro con una organolepsia súper desarrollada, o tan solo generan barreras finas pero lo suficientemente fuertes para colmar las variaciones más gruesas en la preferencia del bebedor común? ¿El mercado de la birra marca un despegue entre productores finos y consumidores gruesos, y por eso es el más democrático de los mercados? Difícil saber si el marketing se creyó su propio cuento o si, otra vez, hizo un inconsciente movimiento de caballo en el tablero de la modulación de nuestros órganos perceptivos.
Lo concreto es que los conejillos de indias disfrazados de examinadores no solo nos autosuministramos cerveza, sino también un cuestionario. Algunas regularidades fueron apabullantes: casi nadie se sentía capaz de captar una cerveza oxidada en su consumo silvestre, la Miller, la Amstel y la Heineken fueron las que mejor rankearon en términos de “tomabilidad”, y nadie se declaró un bebedor solitario sino que, como bien sabe Quilmes, la ocasión para la cerveza son los encuentros sociales: un dorado lubricante social. También hubo dispersión entre el vaso de cerveza semanal que declaró algún participante y los cinco litros de uno de los organizadores de la prueba.
A modo de cierre, tras haber aprendido los parámetros y tras los vahos de una experiencia de efectos similares a los del empacho, hubo también una pregunta por el ser de la cerveza, su significado. ¿Qué significa la cerveza para los que formaron parte del experimento? Vamos a listar algunos de los sustantivos que integraron las respuestas: lubricante social, relajante, premio, símbolo, rito, desplazadora de la sed, combustible de reuniones entre amigos, acompañante del tabaco, brebaje engordante, olor a malta cocida proveniente de la fábrica de Quilmes que acompañaba los paseos infantiles en bici. Un mosaico de funciones y memorias, un mosaico de ocasiones de consumo y de sentimientos. El laboratorio de la revista crisis invita a los lectores a asociar estos elementos con publicidades de cerveza que recuerde, y con sus propias sensaciones.