A simple vista, podría ser cualquier bar de cualquier rincón del país a la espera de la final que jugará Argentina: mesas largas, carne en el plato, los cuerpos inclinados en tensión hacia la pantalla gigante que proyecta esa película que volveremos a ver mil veces. Entre los parroquianos, una mayoría de camisetas de Messi, banderas albicelestes en las paredes, los cantos en las mesas que replican en eco servicial las oleadas de oleléolalá que llegan de la tele, y un bombo pintado y un saxo ocupados de las armonías cuando se cante una y mil veces la canción que sabemos todos.
A simple vista, podría ser cualquier bar de cualquier rincón de Argentina, pero en el fondo cuelga una bandera: Base Marambio, Dotación 54, 2022-2023; y sobre uno de los laterales destaca un gran escudo: un pingüino, un helicóptero, un avión hércules y los contornos de esta porción del continente helado en la que Argentina defiende su soberanía. Y si miramos por la ventana queda claro que no se trata de cualquier lugar porque a lo lejos se ve el mar y sobre él los témpanos parsimoniosos como elefantes dormidos, refulgentes, dignos de una película de Miyazaki. Y más acá, manchones de nieve sobre el negro amarronado del permafrost, esa capa de suelo mezcla de tierra, hielo y roca permanentemente congelada. Estamos en la parte superior de la meseta de la Isla Marambio, sobre el Mar de Weddell. La temperatura es de 0 grados. Un regalo de buen tiempo para este pre verano.
En las mesas del salón comedor, los visitantes se acomodan casi naturalmente por grupos de procedencia: científicos que llegaron para estudiar rayos cósmicos, la capa de ozono, la alimentación de las skuas, unas aves grandes que atormentan a los pingüinos, sus comportamientos; técnicos que viajaron para analizar cuál es la calidad de conectividad en la base Petrel, que se reinaugurará a comienzos del próximo año; funcionarios del Ministerio de Cultura que viajaron temprano a Esperanza, para inaugurar un punto de cultura en esa base donde viven ocho familias y funcionan una escuela y una sede de Radio Nacional. También hay pilotos, comandantes y ambientalistas, periodistas, una troupe de investigadores extranjeros finlandeses, personal del INTA. Todos comparten el lugar con quienes están desde hace un año y acostumbran a ver la circulación de gente cada cierto tiempo. “Nos damos cuenta de los recién llegados porque se abrigan de más. Después acá te aclimatás”, repiten quienes ya pasaron una temporada.
No es fácil estar cerca del Polo Sur. No es simple la llegada. No es segura la salida. “Se cierra Marambio y se cierra Marambio. Y si se cierra Marambio puede ser por un día o un mes”, había advertido Rubén Mingorance, del Ministerio de Defensa, en Río Gallegos, la primera parada. La logística había estado a cargo del organismo que lidera Jorge Taiana: un entramado que requiere coordinar horarios, conseguir ropa de frío (pantalones rompevientos, camperones, gorros, guantes, borcegos), cruzar vuelos, pasar una noche en la capital santacruceña. Entre las dificultades a atravesar se contaban el clima, los resultados del testeo de COVID, la autorización de los vientos que permitieran aterrizar al Hércules. Pruebas sorteadas, en la Antártida se veía la final, en un tiempo enchiclado que borra límites entre madrugada, mañana, mediodía.
En esta época, a días del solsticio, el sol se pone cerca de las 23 y vuelve al ruedo a las dos de la madrugada. Dos horas de sombra contra veintidós de luz persistente. Todo suma a un manto de soledad compartida, de espera y añoranza. Una sensación que no se genera sólo porque al mirar el paisaje no hay árboles ni animales, sólo horizonte pelado, mar con hielo, un viento que de a ratos se vuelve lobizón. Es porque quienes están acá, en este 18 de diciembre de 2022, o acaban de despedirse de sus afectos o están a días de reencontrarlos luego de pasar la invernada. Y en este recoveco del mundo, más cerca del corazón del Polo Sur que de Buenos Aires, todo sabe a viaje a la luna o a navegación en altamar y la idea de casa se nubla, es un puerto que queda en otro lugar donde alguien pese a todo espera, mientras en el comedor se entretejen estos rituales, la tensión conocida y compartida por el resultado del partido y se improvisa la idea de casa.
Dos cosas unen quizá a estas personas con el equipo de Scaloni. Por un lado, quienes llegan acá vienen de varios lugares, en especial los que tienen carrera militar y vienen de las provincias del norte grande: Chaco, Formosa, Salta, Misiones. Como el spot de la TV Pública que repasa los lugares de origen de los jugadores de la selección, acá el adn es bien federal. Un guiño que pone en evidencia que el Interior, con sus diversas geografías está presente. El Pujato de Scaloni, el Calchín de Julián Álvarez acá toman otra dimensión. Una idea de pertenencia más amplia que la capital. “Cuando llegaste, apenas me conocías. Cuando te vayas, me llevarás con vos” dice uno de los lemas de la Antártida y suena también a revancha de Scaloni.
Y a partir de eso, otra idea paralela: cierta noción de sacrificio y añoranza. La selección “familiera”, la que puso cara a quienes están detrás y sostienen esas carreras también resuena acá. Ese Messi que festeja con Antonella y los chicos, la mamá de Paredes que cuenta cómo su hijo le dice en guaraní: “nde porãiterei che mamá” (qué hermosa mamá). El mensaje que compartió Jorgelina Cardoso, la compañera de Di María: “Andá y disfrutá mañana porque vamos a ser campeones del mundo. Porque lo merecemos los 26 que estamos acá y la familia de cada uno”. Quienes emprenden la aventura antártica saben de todo eso: vienen de diferentes lugares, atraviesan distancias y dejan a los suyos a miles de kilómetros y en días como estos, confiesan, algo pellizca los ánimos.
Con el final del partido comienzan las llamadas, los mensajes, las fotos, las múltiples maneras de sortear distancias. En las pantallas de los celulares asoman imágenes de hijos, nietos, amores. Hernán Mazzieri, un suboficial que viajó en la comitiva, cuenta que este es su quinto mundial acá: los otros los vivió en distintas invernadas largas, en 2006, 2010, 2014 y 2018. Durante el partido prometió que, si Argentina ganaba, éste sería su último mundial en la Antártida. “Yo había dejado la puerta abierta porque por ahí me gustaría ir a la base Carlini –dice–, pero Argentina salió campeón, así que no habrá más invernadas largas para mí”. Y cuenta por qué ir tras la hazaña personal del camino antártico tiene sus sacrificios: “Vos como periodista me ves a mí, a mis compañeros, pero no ves a quienes dan el apoyo detrás, las familias que sufren la ausencia allá en el continente. Uno está acá y festeja, pero para festejar acá tuviste que dejar de abrazar a tus seres queridos en ese mismo festejo. Antártida te cambia. Te da y te quita”.
El paréntesis extasiado es la corrida al cartel de la base: una estampida tejida de jolgorio y alivio, una caravana pequeña pero intensa que recorre los 150 metros de pasillo que llevan a la puerta principal. No hay tiempo ni espacio mental para las camperas. Por un rato eso ya no importa ni para veteranos del frío ni para recién llegados. Toma forma un solo cuerpo uniforme que baja de las pasarelas y se acerca al cartel principal para agitar la bandera, para cantar, a sabiendas de que las imágenes se verán en todo el país, que el grito que acá se lleva el viento de alguna manera sonará también allá, en el otro continente, para mostrar que esta tierra lejana también arde con los fuegos compartidos.
Luego de esos festejos afuera, los ánimos se calman. Algo se aplaca, pero vuelve a encenderse durante la cena, donde flota una sensación de fiesta de cumpleaños, una manera de canalizar las emociones del día. En la televisión se ven los festejos en las calles de Buenos Aires, las avenidas estalladas, los cuerpos transpirados, multitudes afiebradas en cada plaza, en cada avenida. Acá la alegría es más modesta pero sostenida. Se celebra con pizza con rúcula cosechada de la huerta hidropónica de la base, unas hojas verdes carnosas y triunfales que crecen en maceteros tecnológicos prescindiendo de la tierra. Sobreviene la música, el baile, el karaoke que no parece sufrir los embates de la distancia. Gilda, Los Palmeras, acá, en el Obelisco, en Salta, o en La Pampa, los clásicos se cantan igual.
De nuevo, podría ser cualquier bar de cualquier rincón del país celebrando la final que jugó Argentina pero en la otra punta del pasillo, tomando distancia del comedor, gana el silencio, las ventanas que dan al mar, y pasadas las 23 horas, el sol todavía persiste, porfiado, con una luz melancólica, ajena al jolgorio de adentro, hasta que rápidamente avanza la niebla y lo envuelve todo, como si fuera el telón que se corre, porque la obra, por hoy, llegó a su final.