Lo primero fue la pelota, el potrero y dos equipos que defendían un barrio, la casaca y el honor deportivo en 90 sacrosantos minutos. Y después el fútbol-espectáculo o fútbol-negocio. Hace más de tres décadas que el fútbol perdió la inocencia aplastado por la estructura del “no perder” y del fervor mercenario: las barras bravas. El fútbol nuestro de cada día con millones de dólares en danza es noticia de primera plana. Inserto en lo real, parte de la realidad, el juego que apasiona al país entero desborda lo específicamente deportivo para involucrarse en otros espacios: económico, político, sindical, filosófico, psicológico, y también criminal.
Los jugadores de San Lorenzo agredidos por la barra brava del club, Zacarías víctima de un atentado ocurrido en los camarines; 30 detenidos durante la trigésima fecha del campeonato de primera división, Veira acusado de violar a un menor, futbolistas enredados en el tráfico de drogas; son algunos de los titulares que escandalizan a la opinión pública. A lo largo de los últimos treinta años, la violencia del fútbol ha cobrado más de un centenar de víctimas: una cada tres meses y fracción.
El deporte más mimado, organizado y consagrado por la historia mundial, que puede detener la producción de un país tanto como una huelga general, tiene entre nosotros todas las características de la pasión. A saber: produce milagros. Como Maradona, reclamándole mayor justicia social para los argentinos al propio Presidente de visita por Italia, y otra vez el Pibe de Oro como eje de conversación entre Alfonsín y la cúpula del poder japonés en Tokio. En fin, que el mundo entero nos identifique por nuestra carne y por el fútbol.
Como toda pasión, la del fútbol es una inclinación muy viva, una afición vehemente. De ahí que los hinchas y fanáticos puedan dirimir diferencias políticas, sociales y económicas durante un partido jugado por su club. Pero, como toda pasión, es también una perturbación, un efecto violento o desordenado, prevención en favor o en contra. Como en el Evangelio: el relato de una condenación, agonía y muerte. Las barras bravas y su violencia, los trasfondos del fútbol empresa, del oportunismo y la demagogia, crucificaron el entusiasmo de las multitudes junto con la singular escuela o estilo argentino. Desnaturalizaron nuestro fútbol.
el sacrificio en la cancha
“A mí que no me vengan con la ley jugando al cuco, porque nunca, ningún gobierno, le bajará la cortina al fútbol", sentenció Valentín Suárez, presidente de la AFA, en 1967. Ese mismo año, el 9 de abril, Héctor “Tito" Souto, 15 años, estudiante, era asesinado en la cancha de Huracán por "Cinco Dedos", miembro de la barra brava local. El muchachito había cometido un delito: defender a un amigo como él, hincha de Racing, atacado por vivar al “equipo de José" durante una típica acción bélica de las barras bravas conocida como “de distracción" (simular pertenecer al equipo contrario para atraer a sus simpatizantes y luego atacarlos en patota).
Días después, el juez que dictaba prisión preventiva a los principales culpables del asesinato de Tito, precisaba jurídicamente a la barra brava como una “manifestación de delincuencia social organizada". Quedaron también definidos los objetivos de dicha organización: “depredación, provocación de desórdenes, agresión y lucha con barras bravas rivales o atentados contra pacíficos espectadores que pueden presentárseles como opositores a sus ideas", Voceros policiales y del Club Huracán, pretendieron adjudicar la muerte de Souto a un apretujamiento producido por una avalancha.
En los vestuarios de Huracán, el doctor Roberto Paladino dejaba constancia de que el cadáver de Tito no mostraba signos exteriores de golpes y que la muerte podía deberse a asfixia. Souto había recibido dos manoplazos de “Pinky" —barra brava de Huracán— uno en la nuca y otro en la sien, en medio de una lluvia de golpes. Desmayado, la patota lo dio vuelta cara al cielo y “Cinco Dedos" —mecánico, 23 años, 80 kilos— enterró sus ocho dedos sanos sobre el alambrado, y apoyando un pie sobre el pecho y otro en el abdomen de Souto, comenzó a flexionar rítmicamente mientras, al borde del paroxismo, el resto lo alentaba: “matalo, dale, matalo", registra Amílcar Romero ensayista y escritor, en su libro Violencia en el fútbol 1958—’85.
La indignación popular, expresada durante el multitudinario entierro de Souto, presionó a través de la prensa. Clarín aprovechó para pedir por “una policía especial, la brigada moralizadora que viene reclamando este diario’’. Decía también: “la AFA debe planificar con la policía un plan de acción. Gente adiestrada que se meta donde están los delincuentes, que vista como ellos, y que use la misma ley fuera de código, pero que tiene una aplicación muy antigua: ojo por ojo y diente por diente". Por su parte, la AFA sancionó por cinco fechas a Huracán; entonces la prensa, en forma sorpresiva, dio un giro de ciento ochenta grados: Huracán debía apelar ante los estrados judiciales para quitarse el papel de cómplice de asesinato que le había colocado la suspensión de la AFA. Finalmente, la sanción fue levantada.
El fiscal que atendió el caso Souto postuló una criminología del deporte estableciendo una relación entre éste, el espectador y la inadaptación, ya que “parecería que estos espectáculos generan un tipo específico de criminalidad con caracteres etiológicos definitivamente propios". Sin embargo, su conclusión fue que en esta sociedad “todos somos culpables", por lo que solicitó la absolución de los condenados.
El caso Souto se anticipaba en muchos aspectos a la historia del país. En tanto, Suárez —llamado el “Hombre esperado" por todo el ambiente deportivo— señalaría que con el fútbol “se trata de difundir entusiasmo en las masas; pero para lograrlo hay que motivar de antemano a la gente con condiciones que se acerquen a la felicidad cotidiana. Y cuando ese hombre está en la tribuna no le importa el fair play porque ha dejado de ser hipócrita: desnuda su pasión y descarga la agresividad que no pudo soltar en la semana. Entonces, eso le sirve, porque la catarsis es saludable". Así, 1967 culminaría con dos campeonatos —un torneo promocional y otro para el descenso—, con partidos adelantados los viernes para televisión, y con el maratón de la Copa Libertadores. Cinco, de los siete días de la semana, con fútbol.
el discreto encanto de la pelota
Fue para 1978 cuando los estadios comienzan a rodearse de autos y a encontrar un lugar para estacionar en varias cuadras a la redonda, formaba parte de la emoción snob. Un año después, Julio Lagos y Mónica D'Anvers alentaban desde la televisión la gira del seleccionado por Europa para que todo el mundo supiera que los argentinos “somos derechos y humanos". Había que borrar impresiones que el exilio sembró durante el Mundial. Después, la clase media descubriría la vieja y violenta trayectoria del fútbol junto con los horrores del Proceso. Pero esas barras bravas que supuestamente irrumpían porque habían aprendido mal durante la dictadura militar, no eran nuevas.
Las investigaciones de Romero las encuentra ya oficializadas a comienzos de los sesenta. River, en 1962, anunció la incorporación rentada de hinchas que acompañarían al equipo a todos lados para que no aflojaran en instantes fundamentales. El comisario Alberto Villar, tras asumir la jefatura de policía en 1974, llamó a su despacho a los líderes de las barras bravas para prevenirles “sobre el peligro de la infiltración extremista". Una advertencia innecesaria ya que desde sus inicios contaban en sus filas con policías en actividad, además de abierta protección uniformada.
Durante los años de apogeo de la represión, muchas barras bravas formarían parte de los "Grupos de tareas”. Un cuerpo de elite, encabezado por el “Negro" Thompson —barra brava de Quilines— buscó en 1982 el apoyo de la AFA, Adidas, Cervecería Quilmes y de la viuda de Fortabat para viajar a España acompañando a la selección de Menotti, con un doble objetivo: alentar los colores patrios y “pararle la mano a los zurdos".
La guerra de las Malvinas impidió su concreción. El presidente de la AFA les dijo que no era momento para viajar. Igualmente el “Negro” Thompson siguió siendo mimado por la superestructura futbolística y por la policía. Durante un difícil encuentro de Quilmes en cancha de Boca, los uniformados lo escoltaron hasta la misma tribuna. Tiempo después, el “Negro" sería acusado por el asesinato del paraguayo Raúl Servín Martínez, a pocas cuadras de La Bombonera. La AFA lo iba a defender públicamente, hasta días antes que recibiera la condena del juez.
Romero, señala que “desde 1958 hay decenas de muertos por tas barras bravas, en realidad paradeportivas, grupos que tienen capacidad operativa propia, que protegen a sus jugadores y a la poca gente que puedan llevar, pero que excepcionalmente se enfrentan con sus iguales. Sus víctimas son clasemedieros: estudiantes, trabajadores, aquellos que mantienen la ideología de un progresismo indefinido. Las muertes en nuestras canchas, la violencia, son pronunciadas. Forman parte de una escalada interna que, para quienes se hallan fuera del discurso, resultan sorpresivas e impactan”.
los mercenarios del fervor
Ya en 1950 se propicia la creación de un cuerpo corporativo -socios representantes de socios para ocupar el vacío existente entre los directivos y los espectadores. El proyecto iba a consolidarse en forma espontánea primero, luego institucionalmente. Una década después, las barras bravas se aceptan públicamente y se las financia como grupo de choque. Implantada la dictadura militar, tendrán injerencia en la formación de los equipos, en las decisiones sobre los cambios de técnicos, compra de jugadores y presencia en los entrenamientos.
Las barras bravas tienen un código de funcionamiento en base al autoritarismo. Por eso sus cantos no son casuales: 'Vos vamos a hacer jabón por el callejón", les vocean a los de Adama por pertenecer a Villa Crespo, clásico barrio judío. O aquel que le dedicaron recientemente a Veira: “te la pongo, te la dejo, el Bambino se coge a los pendejos”. Como no son casuales los símbolos nazis, ni el “aguante". Porque el “aguante" es gritar sin parar, pese al desenlace del partido, es “bancársela”, ir a la pelea aunque la mano esté dura.
Los líderes son segregados naturalmente por las barras bravas, siempre que los galones sean obtenidos con actos de vandalismo y coraje, enfrentamientos con la policía y conexiones políticas. Conforman un clan que se une no exclusivamente por lo que Freud llama protección del tabú con el tótem presidiéndolo como emblema sino que se aglutina frente al peligro externo.
Según Ezequiel Fernández Moores, otro especialista e investigador de la estructura futbolística, la permeabilidad de las barras bravas hacia una ideología fascista se produce porque poseen códigos de violencia, de incondicionalidad, A esto se une la protección que les brindan los dirigentes, —ya sea por acción u omisión— y la falta de compromiso, el “no te metás" arraigado en nuestra sociedad. Es necesario -advierte- distinguirla de la hinchada común. “Las barras bravas son asalariados que en muchos clubes van a porcentaje en compra y venta de jugadores. Protegen a determinados personajes, reciben dinero para que los demás griten, o por llevar gente a la cancha porque son ‘punteros políticos'. Cuando Menotti estaba en Boca y el club ganaba, el entusiasmo no era compartido por los barrabravas de La Bombonera porque el director técnico no es un hombre de ellos. En muchos casos, son financiados por dirigentes opositores a la conducción de turno”.
Y otro detalle para tener en cuenta: los paradeportivos protegen a los jugadores que son uniformados. Junto a la de todos los uniformados, el deporte ha sido una de las formas más conocidas de la impunidad. “No sería grosero —observa Romero— la inclusión de los deportistas dentro de ese privilegio uniformado en la Argentina”.
la desnaturalización del fútbol
El fútbol se anticipa muchas veces a la realidad. Observan los especialistas, que fue en la cancha donde volvieron a oírse los acordes de la marcha peronista, los primeros cánticos contra Martínez de Hoz y los represores militares. Hace más de medio siglo Ezequiel Martínez Estrada advertía la peculiaridad porteña de dividir la ciudad en clanes a través de los clubes de fútbol. La barra brava, bien podría ser entonces un síntoma de atomización de la sociedad porque su única ideología dominante es la posibilidad del ataque externo: todos los demás son enemigos.
Fuera del terreno de las especulaciones, el alejamiento de las mayorías de las canchas, es testimonio del repudio popular hacia la violencia de los barrabravas. La época de oro de nuestro fútbol convocaba multitudes en los estadios, curiosamente sin títulos mundiales a excepción del subcampeonato mundial de 1930. La incorporación del “no perder", la “media europea", el “catenaccio” italiano y las barras bravas, genera una estructura viciada que asfixió a la pasión netamente popular. Dante Panzeri definió alguna vez al fútbol—espectáculo como “un negocio de pocos que viven con él merced a una mayoría que humanamente muere con él”. En esto fue premonitorio.
De treinta millones de argentinos, apenas un cuarto de millón concurre anualmente a las canchas. Se apela a los precios de las entradas para justificar el ausentismo. Lo cierto es que la violencia ejercida por una minoría, el temor a ser la próxima víctima, el desinterés por una modalidad futbolística cada vez más deslucida, aumenta la deserción de la tribuna. Y esto conforma también una violación a los derechos humanos. Porque desde hace más de un siglo, el deporte como tal, el derecho a su ejercicio y contemplación, es un derecho adquirido por los pueblos en durísimas luchas. Un derecho que secularmente estuvo reservado a las minorías: el derecho al ocio conquistado por los trabajadores con las batallas por las "ocho horas".
La reaparición de multitudes en las graderías para asistir a los eventos deportivos —ausentes desde la Roma de los Césares— crea una espiral ascendente en la que el deporte alimenta al espectador y este al deporte. Por eso, cuando algunos intelectuales critican las prácticas deportivas masivas, cuando hablan de los supuestos “opios del pueblo", es probable que a sus libros de consulta les faltaran algunas páginas. Por eso también, cuando el tablonero concurre cada domingo a una cancha de fútbol, afirma ese derecho aunque desconozca la gesta que su memoria histórica defiende.
Lo que cabe es la denuncia de esa minoría, cuyos intereses coercitivos están destruyendo los legítimos derechos de la mayoría. Como la ejercida por los tribuneros de Mandiyú —Corrientes— que individualizaron al que había arrojado una piedra y obligaron a la suspensión de un partido hasta que no fuera retirado de la tribuna; como el paro nacional dispuesto por los jugadores de fútbol, un hecho absolutamente inédito en el país, tras el atentado del que resultó víctima Zacarías; como el intento de los padres de las víctimas del fútbol por constituir una asociación similar a las de las Madres de Plaza de Mayo para que no queden impunes los asesinatos de sus hijos.