Mansoura
En Al Mansoura el Mundial existe porque la cafetería Chitchat pasa los partidos. Hay cuatro mesas que no siempre están llenas. Si no fuera por eso, uno pensaría que no está en el país de la primera copa del mundo árabe.
La calle que da nombre al barrio tiene unas ocho cuadras de largo. Está llena de locales sencillos. Muchos acogen oficios: bicicleteros, ferreteros, tapiceros. Hay una peluquería, Kerala Saloon. Dos supermercados. Tres o cuatro cristalerías. Las construcciones son bajas, bajísimas, y todas están pintadas de blanco o beige. Los carteles de los negocios son verdes o rojos.
No hay perros. Ni callejeros ni paseando con sus dueños. Ese animal, salvo en los límites con el desierto, no va a ser visto en ningún momento. Los perros, desde que el profeta escribió que podían traer mala suerte, no son bienvenidos entre los musulmanes. Quien los toca tiene que lavarse siete veces para sacarse la impureza de encima. Así que las calles están llenas de gatos que son cuidados por guardias de seguridad y empleados de los comercios. Muchos son alimentados por Njama, el carnicero.
Al Mansoura es, sobre todo, una calle silenciosa. No se habla del Mundial. Y pareciera, si uno presta atención al sonido del lugar, que tampoco se habla de ninguna otra cosa. Los hombres caminan lento y con la cabeza baja. A las mujeres casi no se las ve. En este barrio del sur de la capital del país hay una única escuela: el Colegio Independencia, que solo recibe varones.
Al final de la calle aparece la gran M de Metro. Es la conexión de la Doha real, palpable, existente, con la artificial: el subte permite ir a cualquier punto de la ciudad, inclusive ahí donde hay rascacielos de más de doscientos metros, del otro lado de la bahía. Edificios que por las noches se iluminan como si fueran pantallas y forman imágenes de Messi o Cristiano o el logo de una empresa.
En el medio sucede el Mundial de fútbol.
Foto: Diego Tomasi
Q
El Estado de Qatar es joven. Se independizó en 1971. Pero el territorio está habitado desde los primeros gritos de la humanidad. Cananeos, omeyas y persas lo gobernaron durante siglos hasta que el imperio británico metió su cuña.
Ahora Qatar busca ser un país sin historia. Puro futuro, un borramiento de las huellas del pasado. Por eso la presencia de edificios que parecen ser del próximo siglo.
Se cree que el término Catara denominó al lugar hasta el siglo XVIII, y que después mutó a Katara. Tuvo variaciones hasta llegar a la escritura actual, con esa Q que evita toda etimología. En español, la RAE recomienda escribir Catar, con C, pero en términos simbólicos la Q siempre se impone porque nadie más la usa, y porque no significa nada.
Msheireb
La palabra que más escuché en estos días en Doha es Msheireb. En tanto estación en la que se combinan las líneas de subte, todo el mundo quiere llegar a Msheireb.
Es, además, el nombre de un barrio que en Argentina llamaríamos cheto. Hoteles de cadenas internacionales, shoppings, locales de comida cara, gentrificación total. Un museo de autos de lujo. Un tranvía moderno y colorido que no va a ningún lado.
A pocos metros queda el Souq Waqif, un paseo que imita los mercados árabes de calles estrechas y laberínticas. Los imita en sentido estricto: los zocos, durante siglos, dieron vida social a las ciudades del mundo árabe, y fueron el centro del comercio pero también del entretenimiento. El Souq Waqif fue construido de manera precaria hace cien años, y renovado a su estado actual recién en 2006. La Doha artificial.
Subtes
El subte de Doha no tiene conductores. Todos los trenes funcionan solos. Tampoco hay boleterías. Los pasajes, para quienes no tienen la todopoderosa tarjeta Hayya, son vendidos por máquinas. Eso, sumado a la extrema comodidad de los vagones, al aire acondicionado permanente, a la iluminación fría, es parte del diseño político de los traslados por la ciudad. El precio de tanta comodidad es un servicio robótico, inhumano.
Workforce
Qatar es, a pesar de cómo busca unificar a su gente el Estado, un país diverso. En sus veredas se ven bangladesíes, indios, keniatas, nepalíes, egipcios, marroquíes, tunecinos, pakistaníes, filipinos. En los lugares más concurridos se los escucha hablar inglés, árabe o la lengua materna. Son, además, el corazón del mundial. Son quienes hacen que todo funcione. Son, como dicen sus puertas de ingreso a los distintos edificios, workforce, la fuerza de trabajo.
Orientan al público en el subte, en los accesos a los estadios, atienden casas de cambio, locales gastronómicos y de revistas.
Según los datos oficiales de la organización, treinta y dos mil personas trabajaron en la construcción de edificios y estadios -y según uno mire los datos de Qatar o los de observadores externos, hubo entre cuatrocientos y seis mil muertos-.
Cuarenta mil personas trabajan en hoteles y otras formas de alojamiento.
Y hay más de ciento cincuenta mil trabajadores totales en el torneo, incluyendo los voluntarios, que reciben por sus servicios un bolso, una gorra, ropa y una botella para el agua.
Aunque parte de ellos vino especialmente por el Mundial, la mayoría vive acá. Son el ochenta y cinco por ciento de la población del país. Son ellos quienes logran que Qatar respire.
Taxi
A las dos y media de la mañana no hay casi nadie en la ruta. A los dos costados se ven barrios cerrados. Paredes largas y marrones que cada tanto se interrumpen por una torre de seguridad. Castillos con cientos de metros en cada lado.
A medida que se acerca la ciudad empiezan a verse torres de mezquitas. En Qatar hay unas dos mil. La Mezquita Nacional tiene capacidad para más de veinticinco mil personas. La mezquita de la calle Al Mansoura no llega a tener más de quince o veinte pares de sandalias en la puerta.
El transporte del centro de prensa me lleva a mí solo después de un partido. Me inquieta no llegar antes de las tres, hora en la que deja de funcionar el subte.
El viaje se hace más lento de lo esperado, aunque en la ruta no hay nadie. Llego a Msheireb a las tres en punto. Corro. Corro mucho.
La estación está abierta. Pero el servicio terminó.
Salgo y paro un taxi. En realidad él me para a mí. El conductor me hace un gesto cuando me ve caminar a las puteadas.
Me subo y me pregunta cuánto puedo pagar. No tengo ni idea.
Cuarenta riales, dice.
Mi cara, supongo, indica que me parece mucho.
Cuarenta riales, sentencia. No hay negociación.
En el camino veo partes de la ciudad en las que no había estado. Lo que más llama la atención es la cantidad de edificios a medio construir. Es algo que se repite en todos los distritos. Se levantan fachadas pero atrás de eso no hay nada. Esqueletos. Construcciones que empezaron hasta que el inversor se aburrió y se llevó su dinero a otra parte.
El conductor me escucha hablar en español y me pregunta de dónde soy. La respuesta le ilumina la cara.
Yo soy de Bangladesh, me dice, y sonríe. Sabe lo que le voy a decir. Sabe que voy a mencionar lo increíble que es la devoción de su país por mi selección.
Mi hijo ama a Messi, me dice. En un semáforo aprovecha para mostrarme una foto del chico, que funciona como fondo de pantalla de su celular. Es pura sonrisa y camiseta argentina. Con el número 10.
Me cuenta que él le preguntó de qué equipo quería ser. Si le gustaba Brasil. Pero la respuesta fue tajante: Argentina.
En Bangladesh, tal como me va a contar el periodista Kundu Kumar en otro momento, la mitad del país quiere que gane Brasil. La otra mitad muere por Argentina.
Falta poco para llegar al hotel. Le pregunto qué edad tiene su hijo. Ocho, responde.
¿Y vive en Bangladesh?
Sí.
¿Y vos estás acá trabajando?
Sí. Hace seis años.
¿Pero pudiste volver a ver a tu hijo?
Dos veces.
En la segunda vuelta fue cuando le preguntó si quería ser hincha de Brasil.
Me bajo. Casi tres y media de la mañana. Me tiembla todo lo que llego a reconocer como mi cuerpo.
Sol
El sol está siempre demasiado cerca. Es naranja, abrasador, insoportable. Es invierno en Qatar, pero el calor sigue. Treinta grados, la mayor parte del tiempo. El cielo no se ve nunca celeste ni cristalino, no por falta de luz, sino porque una bruma que sube desde el desierto le da una pátina amarronada. Me lo explica Ahmed Alkaabi, un periodista nacido en Omán: There is sand in the sky. Hay arena en el cielo.
A las cuatro y media de la tarde, sin que uno se dé cuenta, empieza a atardecer. La puesta del sol emociona porque uno llega a creerse que ese es un astro distinto del que vemos en casa.
A las cinco es de noche.
Recién entonces el cuerpo respira. La temperatura es alta pero la piel se alivia.
Durante días el cielo muestra pocas estrellas y ninguna luna. Una semana después de llegar a Qatar, de repente, la veo. Es una luna finísima, recién empezando su cuarto creciente, que se mezcla con las luminarias de la calle. Se parece mucho a las lunas que representan a la cultura islámica en dibujos y banderas. Desde entonces no deja de verse nunca. Si se presta atención, hay momentos del día en los que el sol y la luna pueden verse al mismo tiempo.
Cuerpo
Estar tan lejos de casa implica cambios notorios en el cuerpo. Se duerme poco y a cualquier hora. Las piernas se tensan: todo lugar que se pise es nuevo. Por eso los rituales ayudan. Caminar siempre por la misma vereda rumbo al subte. Salir por el mismo lugar. Cruzar el mismo semáforo. Dos o tres mecanismos fijos para que los pies se acostumbren.
Estar tantos días en Qatar produce una rara mezcla de distracción y concentración. Tan concentrado hay que estar para no perderse -perderse en todos los sentidos posibles- que uno termina distrayéndose. Me pasó hace unas noches. Bajé del subte, y caminé al hotel tan metido en mis cavilaciones que terminé pasándome tres cuadras.
Así aparece una nueva dimensión de Doha. Hay una que está ahí afuera, que recibe a miles de hinchas del Mundial. Y hay una que llevo conmigo, en mi cuerpo, todo el tiempo.
Fútbol
Cuando me distancio de las circunstancias que rodean mi estadía en Doha me encuentro sentado en un estadio en el que va a jugar Lionel Messi. Ahí, en algún momento, cae la ficha. No tengo ya cuarenta años. Tengo ocho, y miro el Mundial de Italia por televisión, sentado en el piso, abajo de la mesa, mientras Goyco le ataja penales a Yugoslavia. Soy un niño que sueña -que va a soñar toda su vida- con ver en vivo una Copa del Mundo.
Pero me despierto, porque allá hay un partido y vine a eso. A ver fútbol. La conmoción es difícil de dimensionar y de gestionar.
Con el paso de los días veo jugar a Kylian Mbappé, Cristiano Ronaldo, İlkay Gündoğan, Son Heung-min, Luka Modrić, Robert Lewandowski, Kevin De Bruyne, Pedri. La sensación de irrealidad es enorme. Están ahí, existen, hacen los mismos movimientos que inventó para mí la televisión.
Y Messi. El momento de su gol a México es, quizás, el de mayor descontrol corporal de mi vida. Siento que voy a morirme pero también que nunca estuve más vivo.
Estoy en el estadio mientras suceden los tres partidos de Argentina. En todos me abrazo con gente que no conozco. En todos lloro por algún motivo. En todos tengo el pecho vuelto un nudo. Las fotos y los videos que guardo en mi teléfono no sirven siquiera para replicar la experiencia. No son más que intentos inútiles por atesorar algo que no hay manera de atesorar. Salvo en el ejercicio metódico de la memoria.
Messi
Este es el Mundial de Messi. No sabemos si lo será a nivel futbolístico -al cierre de esta edición Argentina debe jugar con Australia por octavos de final- pero lo es sin duda en las calles. No hay ninguna otra camiseta que tenga más presencia. Ni la de Marruecos, ni la de México, ni la de Brasil. La camiseta que más se ve es la de Messi. No importa la procedencia de su portador.
Ese amor entra por los ojos, porque si hay un motivo que hace que tanta gente quiera a Messi es cómo juega a la pelota. Pero no es solo eso. Es una fascinación por ser quien es. Por la manera en la que se comporta. Por las pocas palabras que usa cada vez que habla. Por su dimensión terrenal.
En el centro de prensa cambian todo el tiempo los guardias de seguridad de la puerta de ingreso. Hace unos días uno de ellos, nacido en Kenia, miró mi credencial y sonrió, con los ojos un poco llorosos.
Argentina, me dijo.
Sí, respondí.
Messi, agregó. Para él, ver a un argentino pasar por el escáner de la entrada era lo más cerca que iba a estar de Messi en su vida. Nos abrazamos.
Mañana
Se dice que varios de los ocho estadios construidos para el mundial van a desmantelarse cuando termine el torneo. Uno de ellos, seguro: el 974, formado por esa cantidad de contenedores. Pero lo que no va a desarmarse mañana, o en unos meses, o en unos años, es ese pulso inexplicable que define a cada hincha, y que por momentos logra que el fútbol deje de ser el gigantesco negocio que es para convertirse en lo que es en cada plaza, calle o patio de casi cualquier lugar del mundo: un juego. Un juego por el que resulta inevitable llorar, recorrer miles de kilómetros, dormir mal, comer peor.
Una niña egipcia llora porque su madre no le consiguió entrada para ningún partido del Mundial.
Un grupo de australianos hipsters discute acerca de la táctica más usada por los equipos.
Dos hermanos marroquíes se abrazan y cantan en la escalera del subte a las dos de la mañana después de que el equipo pasara primero en su grupo.
En una escalera mecánica, cientos de argentinos se quedan sin voz cantando que nacieron en Argentina, la tierra de Diego y Lionel. La tierra de los pibes de Malvinas que jamás serán olvidados.
Falta mucho.
El sol sigue estando demasiado cerca y los pies siguen caminando, todos los días, por lugares desconocidos.
Mañana, quién sabe, quizás se grite un gol en la calle Al Mansoura.