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meter mano en la estructura
Roberto Mangabeira Unger es un intelectual consagrado. Enseña en Harvard, fue ministro de Asuntos Estratégicos de Lula y hoy es consejero de uno de los candidatos a la presidencia de Brasil mejor ubicado en la encuestas. Su principal argumento: la rebeldía del pensamiento. El objetivo: la grandeza de los comunes. La fórmula: radicalizar la lógica de la economía de mercado. Sic.
Fotografía: Luciano Denver
23 de Agosto de 2018
crisis #34

"Mangabeira fue el mejor profesor que tuve en la Universidad”, le dijo un recién electo Barack Obama al presidente Lula la primera vez que hablaron por teléfono. Corría noviembre de 2008 y el profesor de Harvard revistaba como ministro de Asuntos Estratégicos de Brasil. El futuro parecía esperanzador para aquel progresismo en alza, con un negro demócrata gobernando el imperio del norte y un exoperario industrial al mando del gigante sudamericano. Diez años más tarde la situación mudó radicalmente. Aquellos discípulos de Mangabeira Unger no pudieron impedir que los gobiernos de sus países fueran copados por las derechas más rancias que se recuerden. Aún así, el autor de La alternativa de izquierda mantiene intacto el optimismo. Desde su despacho en la prestigiosa universidad del norte, el filósofo de 71 años recita un credo de soluciones al mismo tiempo audaz y racional. Su punto de partida indeclinable es la rebeldía intelectual, sin que eso implique una ruptura con la economía de mercado. A través del Skype, la voz fluye segura, amable, casi robótica.

¿Cuál es la causa de la crisis que está azotando a la región?

-Hay un debate sobre el desarrollo en el mundo: la fórmula del crecimiento económico en la segunda mitad del siglo veinte era la industrialización convencional, que por diversas razones ya no constituye la vanguardia productiva, más bien es un sector relativamente atrasado. La nueva vanguardia es la economía del conocimiento que atraviesa a la industria, al sector de la alta tecnología, a los servicios intelectualmente intensos y a la agricultura científica o de precisión. Pero, en cada área, se comporta como una isla y excluye a la gran mayoría de las empresas y de los trabajadores. Esto nos conduce al estancamiento, porque la dinámica más productiva se restringe a una elite empresarial y tecnológica que no contamina a la economía en su conjunto. Y es causa de desigualdad, porque hay una segmentación cada vez más jerárquica, un aumento sensible del contraste entre las vanguardias y las retaguardias de la producción. El dilema es el siguiente: el camino tradicional para el crecimiento, que consistía en transferir trabajadores y recursos de los sectores menos productivos hacia los más productivos, de la agricultura a la industria, ya no funciona. Y la alternativa, que consistiría en construir una forma incluyente y diseminada de la economía del conocimiento, no existe aun ni siquiera en las economías avanzadas con poblaciones más calificadas.

¿Y cómo se explica el momento crítico actual desde nuestros países?

-En el período histórico reciente el modelo de crecimiento seguido tanto por Brasil como por Argentina es el nacional-consumismo. Una masificación del consumo y de la demanda avalada por el superciclo de las commodities. En los partidos llamados progresistas primó este keynesianismo vulgar, que consiste en capturar una parte del excedente económico del agro para financiar el consumo urbano y presentar esta operación en un lenguaje pretensioso de nacionalismo popular autárquico. Ahora, cuando mundialmente los precios cayeron como siempre caen en los ciclos de commodities, se hizo evidente que la oportunidad se había malogrado. Porque la democratización de la demanda se puede hacer simplemente con dinero, mientras que la democratización de la oferta implica una innovación estructural en el plano de la producción. Y eso supone conflicto político pero sobre todo exige el recurso más escaso en nuestros países que son las ideas. Dinero a veces falta y a veces sobra, pero ideas faltan siempre. La consecuencia de este impasse es un retorno al poder de personas que representan una versión disminuida del ideario de las décadas del ochenta y noventa, la fórmula de convergencia recomendada por las autoridades políticas y académicas de los países del Atlántico Norte. La esperanza de nuestros actuales gobernantes es que demostrando obediencia adquirirán dinero, pero no es así que suceden las cosas en la historia. Es cierto que la rebeldía no siempre es premiada, pero lo seguro es que la obediencia resulta invariablemente castigada.

Todavía no hablaste ni una palabra sobre la dimensión financiera de la crisis.

-Porque es necesario comprender la naturaleza productiva del problema. Hay una gran vitalidad en el agro, en la producción mineral, pero emplean poca gente y permanecen atascados en niveles de escasísimo valor agregado, lo cual se ve reforzado por el interés de China de construir con América del Sur una relación neocolonial. Del otro lado, hay una vasta economía urbana que continúa sumida en el primitivismo productivo tecnológico. Ahí está el problema: el primitivismo productivo y tecnológico y la falta de instrumentos para el desarrollo de la mayoría. Recién después aparece el aspecto secundario, que es la pretensión de salvarse acudiendo al sistema financiero. El sistema financiero puede ser un buen siervo, pero es un pésimo señor. Puede alimentar el proceso, pero no conducirlo. Y hay un agravante: en las sociedades contemporáneas la relación entre economía real y sistema financiero es cada vez más tenue y peligrosa. Todo el capital reunido en las bolsas de valores y en los bancos tiene un vínculo episódico con el financiamiento de la producción. Como consecuencia, en los tiempos buenos el sistema financiero es relativamente indiferente a la economía real, mientras que en los tiempos malos el sistema financiero se vuelve destructivo. Por eso es un contrasentido acudir al sistema financiero como nuestro salvador. Porque las finanzas solo se preocupan por sí mismas, no son instrumentos de la transformación productiva.

economía de guerra pero sin guerra

La camarita de la computadora de Mangabeira Unger en Cambridge trasmite casi desde el techo por lo que no le vemos propiamente la cara, más bien visualizamos las prominentes entradas de su cabeza humeante. Detrás del cuerpo inquieto del profesor, hay una enorme mesa de trabajo cubierta completamente de piedras de diferentes tamaño y cualidad. Un periodista de Folha de San Pablo que lo visitó dijo en un reportaje que el entrevistado exhibía una importante colección de diamantes y esmeraldas. Cualquiera. En realidad es una especie de altar telúrico, conformado por guijarros procedentes de las más disímiles regiones del gigante sudamericano, recolectados personalmente por Mangabeira en sus recorridas por el Brasil. Algo así como un anclaje tectónico para el universo de ideas y reformas que emanan del cerebro de este profesor que se atreve, desde su puesto en la academia norteamericana, a denunciar la dependencia teórica de sus coterráneos: “Hay un elemento fundamental para entender esta crisis y es la fuerza del colonialismo mental y la falta de ideas fuertes en nuestros países. Eso es lo que hay que romper. El camino es el productivismo incluyente, una forma radical y diseminada de la economía del conocimiento combinada con la construcción de instituciones políticas que organicen una democracia de alta energía, sin que se precise una gran crisis para que sobrevengan los cambios. Esto exige rebeldía intelectual y un momento de afirmación nacional”.

Mangabeira explica los tres ejes principales de su Plan. “Uno es propiamente económico: ¿cómo industrializar nuestros países sin caer en la tentativa nostálgica de recuperar la industria de mediados del siglo pasado? Creando instrumentos estatales que cualifiquen a la multitud de pequeñas y medianas empresas que son los agentes económicos más importantes porque producen la mayor parte del producto, son responsables de la mayoría de los empleos, pero están hundidas en el productivismo primitivo. Otro elemento es la formación de empresas medianas de vanguardia, una figura que falta en nuestros países pero desempeña un papel crucial en las economías más dinámicas del mundo. Desde el punto de vista institucional tiene que haber una política industrial descentralizada, pluralista, participativa y experimental. Es algo que el Estado debe crear de una manera que no sea unitaria ni espontánea, para que permita una gran pluralidad de experimentos”.

O sea, para vos el sujeto del desarrollo es una nueva burguesía emprendedora, pequeña y mediana.

-Paso a paso. El segundo componente tiene que ver con el trabajo. En Brasil la mitad de los trabajadores no están registrados en la economía formal y, dentro de los que aparecen registrados, una parte creciente está precarizada. La mayoría de la población económicamente activa es informal o precaria. Hay que decirlo con claridad: no es posible aumentar la productividad en base a un trabajo descalificado y barato. La única forma de encarar un plan de desarrollo eficaz es movilizar la energía social en función del crecimiento. Se requiere entonces recrear las instituciones que regulan el trabajo. Ahí nos encontramos con dos posiciones que dominan el debate: una es la izquierda clásica y los sindicalistas, que confunden sus intereses de minoría organizada con derechos adquiridos y los intereses de la mayoría informal y precarizada; la segunda es la neoliberal, que con el eufemismo de la flexibilización quiere sumir a los trabajadores formales en la inseguridad económica, lo cual es injusto y además bloquea cualquier escalada en la productividad. Tenemos que crear un nuevo derecho que proteja, organice y represente a esos trabajadores que son la mayoría. Un ejemplo, el principio legal de neutralidad o equivalencia de salario: si va a existir una prestación laboral temporaria o flexible, esa flexibilidad no puede servir como pretexto para bajar los salarios, por eso el trabajador temporario o tercerizado tiene que percibir una remuneración equivalente a la del empleado estable similar.

¿Y cómo se financian esos nuevos derechos?

-Precisamente, el tercer componente del proyecto económico tiene que ver con las finanzas públicas y es un argumento contra el keynesianismo vulgar. La rebeldía exige una gran austeridad fiscal. No se trata de procurar la confianza de los mercados financieros sino todo lo contrario: lograr autonomía de sus dictados. Para eso, la segunda parte de la política financiera es el aforo del ahorro público y privado. En su forma más ambiciosa y radical, podríamos pensar este productivismo inclusivo como una economía de guerra sin guerra. Los ejemplos en la historia moderna más espectaculares de crecimiento económico fueron los de economía de guerra. Entre 1941 y 1945 el PBI norteamericano se duplicó. Y el impuesto a la renta personal llegó a superar el 90% en ese período, algo inconcebible para los americanos de hoy.

En la Argentina padecemos la restricción externa, porque tanto la gran burguesía como la pequeña no reinvierte sus excedentes en el país. ¿Qué alternativa puede pensarse en este sentido?

-En nuestra región hay que hacer una diferencia entre la clase media tradicional y una nueva clase media que llamamos "los emergentes". Esta pequeña burguesía emprendedora, mestiza, morena, incluye a millones de personas que al contrario de la clase media tradicional está enfocada en pequeñas empresas y en una cultura de autoayuda e iniciativa. Al menos en Brasil, muchos son evangelistas y su tendencia es repetir la trayectoria de la pequeña burguesía europea, retrógrada y aislado, sumida en la acumulación primitiva y el egoísmo familiar, en la teología de la prosperidad y en un repudio a la política. Pero si definiéramos pequeña burguesía por criterios subjetivos y no objetivos, la perspectiva pequeñoburguesa es el horizonte predominante hoy en el mundo. Incluso entre los pobres, la aspiración es a una modesta prosperidad e independencia. Creo que tenemos que conquistar a esa masa de la pequeña burguesía y ganarla para un objetivo progresista de iniciativa económica y participación en la vida pública. Una izquierda que se encasilla en la minoría organizada de los trabajadores recluidos en los sectores intensivos de la economía, es una izquierda que perdió políticamente porque se resigna al corporativismo.

experimentalismo radical de mercado

Roberto Mangabeira Unger fue uno de los fundadores del Partido del Movimiento Democrático Brasilero, a finales de los años setenta, cuando los tucanos formaban parte de la oposición a la dictadura militar, pero pronto rechazó el giro conservador del PMDB y decidió sumarse al laborismo de Leonel Brizola, uno de los grandes referentes de la izquierda carioca del siglo veinte. Apagada la estrella del tres veces gobernador de Río, el filósofo comenzó una larga relación política e intelectual con el entonces mandamás del pequeño estado de Ceará, Ciro Gomes, hoy el candidato más competitivo del progresismo brazuca, con fuertes chances de llegar a la presidencia (en caso de que Lula definitivamente sea proscripto de la competición). No es fácil comprender de dónde extrae Mangabeira razones para la esperanza (debe ser esa fe moderna en el dios progreso que caracteriza al pensamiento estratégico), pero lo cierto es que ya prepara otra vez las valijas: “tengo mucha ilusión en Brasil. Vamos a vivir ahora el momento electoral y confío en que tendremos un cambio decisivo”.

¿Te parece que vamos hacia un momento catastrófico de ruptura o imaginás una sucesión más o menos ordenada?

-Por principio, no anticipo el futuro. Las profecías no solo son una fuente de equívocos, también son un pecado. Lo que interesa es crear otro futuro a través de la acción y veo una gran oportunidad en nuestros países porque hay un atributo que me parece el más importante de todos: esa vitalidad asombrosa, anárquica, combinada con nuestra tragedia histórica que es negarle a las mayorías los instrumentos para transformar la espontaneidad en flexibilidad preparada. El mayor obstáculo no son los intereses que se oponen, sino la postración intelectual, el colonialismo mental.

¿Pero hay lugar en las democracias contemporáneas para un proceso de cambio real como el que imaginás?

-La premisa del pensamiento conservador es que la política es institucional y fría, o bien es calurosa y extrainstitucional. Democracia débil o cesarismo populista. Esto es lo que la izquierda no puede aceptar. Se puede desplegar una política que sea al mismo tiempo institucional y calurosa, pero para eso hay que innovar en las instituciones políticas también. El federalismo en nuestros países puede ser una gran máquina de experimentos: acción fuerte del gobierno central, pero al mismo tiempo la posibilidad de que las provincias o los municipios diverjan del camino nacional y construyan contramodelos de futuro.

Volvamos a un punto que nos parece decisivo hoy: para conseguir que el ahorro se traduzca en inversión y no se fugue, ¿imaginás una intervención del Estado que garantice la función social del capital?

-Claro, para iniciar una trayectoria rebelde de desarrollo es necesario tener escudo y ese escudo en parte es el ahorro público y privado. El ahorro es condición indispensable, pero no suficiente. Si el ahorro se diluye en el casino del mercado financiero, sin vínculo orgánico con la producción, no ejerce su finalidad. Por eso es necesario construir mecanismos que movilicen el ahorro hacia la producción de nuevos activos. Creo que el Estado debería reponer ese circuito pero no de forma dirigista ni burocrática sino construyendo un cuadro institucional que permita gran diversidad de formas de inversión, especialmente las más innovadoras. Por ejemplo, todo el dinero ahorrado en los sistemas de pensiones puede ser movilizado en portfolios de riesgo diversificado. Cuando alguien propone introducir innovaciones en la organización del mercado la respuesta del conservador es "usted está proponiendo intervenir", “usted es un estatista”. Porque ellos definen al mercado como algo natural e inmutable. Pero propuestas como las mías no sugieren intervenir en la economía de mercado sino crear una nueva economía de mercado, para que más gente tenga acceso a más mercados. En cierto modo se trata de radicalizar la lógica de la economía de mercado, que en su parte más legítima es un experimentalismo radical.

Tanto énfasis en el productivismo y en las potencias del mercado, ¿no corre el riesgo de caer en la teoría del derrame?

-El otro tema que es vital para determinar la potencia de las izquierdas hoy es la problemática de la desigualdad. La hipótesis convencional de los socialdemócratas y los liberales sociales es que el mercado es una máquina formidable de crear riquezas pero lamentablemente genera desigualdad: “vamos a dejar el mercado funcionar y después corregimos las desigualdades a través de la tributación progresiva y el gasto social”. Esta postura desconoce que hay muchas formas institucionales y jurídicas diferentes de organizar la economía de mercado, y cada una de ellas genera modalidades distintas de distribución de las ventajas económicas fundamentales. Cuando el énfasis recae en la corrección retrospectiva lo que se descubre es que la distribución de la riqueza enfrenta límites muy estrechos, porque radicalizar la redistribución implica desordenar la economía, bloquear los incentivos para invertir, para emplear y para ahorrar. El principio fundamental, entonces, consiste en asumir que la manera correcta de atacar la desigualdad es innovar en la estructura, no es intentar corregir después. El objetivo del sistema de tributación y del gasto público es invertir en las personas y en sus capacidades. En definitiva, ¿cuál es el gran objetivo de los progresistas? La política tiene que generar grandeza común.

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