Somos más o menos quince mil personas las que concentramos a las 14.30 en los alrededores de la Plaza Pushkin. Para ingresar al rodeo de vallas que nos llevará luego cerca de la Plaza Roja, ubicada a unos mil quinientos metros, atravesamos puestos de control de metales, soportamos el cacheo de la policía moscovita y vaciamos el vodka de las petacas. Entramos al boulevard seco Strastnoy cuando se terminaban de armar las columnas para marchar.
El diseño de la disposición de los participantes había sido comunicado previamente por la Interbrigada de Moscú del Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR): al frente, la bandera de la vieja URSS, una orquesta y un gran banner con las caras de Lenin y Stalin, pudores afuera; les siguieron los cadetes, los líderes y congresistas del PCFR, la juventud y la Komsomol, los veteranos de la guerra, delegaciones comunistas extranjeras, invitados sueltos y los “chicos de la guerra”. Me ubiqué al final de todo, junto a una variada palestra de organizaciones de izquierda, algunos representantes sindicales y movimientos de protesta como los estafados por las constructoras de viviendas de Kazán. Flameaban numerosas banderas rojas, algunas soviéticas y otras con la inscripción de los partidos. A Lenin se lo veía rozagante en gigantes pancartas.
Tras los primeros pasos, las columnas se subieron a la vereda de la paqueta avenida Tverskaya. A nuestra izquierda, un cordón de vidrieras al mejor estilo palermitano ofrecía productos de alta costura. A nuestra derecha, un robusto cordón de vallas, policías y bomberos camuflados e inflados. Hacía frío, quizá una sensación de menos cero. Y a pesar de que para los rusos es poco, fue sorprendente notar que también sufrían. Ya sea po la gelidez o porque no se trataba de una verdadera multitud, caminamos a ritmo de día laboral. Al fin y al cabo lo era.
No faltaron los jóvenes, tampoco los viejos barbudos, y las tradicionales señoras con canastas de manzanas. Los grupos del Frente de Izquierda (Levy Front), que en Rusia no son trotskistas, gritaban “¡Revolución!”. Acá, a la izquierda del comunismo, se ubican los “leninistas de Lenin”. Un animador con su guitarra violeta cantó la Marsellesa en ruso y otro hacía sonar el acordeón. En el camino, una mujer ofuscada, ajena a la marcha sostenía un gran letrero para reclamar una Rusia para los rusos, un anciano sentado ofrecía una relectura humanista y cristiana del marxismo, y dos viejos disfrazados con gorros exóticos en la cabeza y posters de Stalin en la mano discutían con vehemencia.
Al llegar a poco menos de cien metros del edificio del gobierno municipal de Moscú, antiguo palacio del Soviet local en tiempos de revolución, una camioneta Porsche Cayenne depositó a una mujer de faldas ajustadas, con maleta de viaje express en avión, que aprovechó para hacerse una selfie con la manifestación de fondo. Entre los BMW, Mercedes Benz y Audi que recorren las calles céntricas de la Moscú de hoy, ver un Lada puede resultar exótico. Ya ante el monumento a Karl Marx, cerca de la Plaza de la Revolución, pude avistar el colorido y atestado escenario con los oradores del acto. Un reconocido sociólogo ruso que participaba de la marcha me confesó con sencillez: “faltan acciones más concretas”.
la cabeza bajo la arena
El aniversario de la Revolución no estuvo ausente en la prensa, pero sobre la marcha poco se dijo. El mismo siete de noviembre los diarios liberales de mayor difusión en Moscú prácticamente no hicieron referencia al Centenario. Sí, los de orientación progresista, como el Trud (Trabajo). El Pravda, histórico órgano comunista, dedicó una bonita edición especial. El legendario Izvestia ofreció un espacio para el debate, con reflexiones de especialistas y académicos, y un extenso apartado auto-referencial sobre la trayectoria centenaria del diario. Dicen que “el centenario de la revolución Rusa no se debe usar para volver a hundir a la sociedad en la peligrosa grieta de la oposición”. Es la opinión de Putin.
Al día siguiente, el liberal Moskovski Komsomolets (MK), en página ocho, apeló a la ironía: “Stalin, Che Guevara y abrigos para los invitados” [dícese extranjeros]. La crónica destacaba la escasa concurrencia que –explicaron– se debió a la poca representatividad de los manifestantes para el común de los rusos: “En un día de trabajo normal, sólo los actuales miembros del Partido Comunista o los activistas a tiempo completo pueden permitirse el lujo de las fiestas populares”. En el liberal Vedomosti, sin tanta vuelta, se mofaron de “los narcisos de la revolución” y aseguraron que cualquier proceso de este tipo hoy constituye un acto criminal de violación a la ley. Fue lo mismo que gritó el Trump de la derecha rusa, Vladímir Zhirinovski, en sus paseos por los canales de televisión.
Mucha cautela, indiferencia incluso. Muchísimos rusos que añoran la URSS ni siquiera se manifestaron. Desde el gobierno, se dispuso con tiempo la conformación de un comité “imparcial” para la organización de los festejos que finalmente se planchó, hasta que reinó un silencio oficial casi hermético. Desde el Trud, Sergei Frolov editorializó gratamente sorprendido por la presencia de personas de más de ochenta países y el aire antiestadounidense que se respiraba –una meridiana lección soviética–, pero se lamentó de que los rusos no manifestaran el mismo interés. “Da la sensación de que el gobierno se avergüenza de los símbolos soviéticos y de cualquier palabra sobre la revolución. Es absurdo e incivilizado”, disparó, para terminar asegurando que ningún francés o estadounidense le da la espalda a sus revoluciones.
Y es que los rusos no pueden conmemorar ni siquiera la caída del zar, como los latinoamericanos festejamos el fin del virreinato. ¿Por qué esconder la cabeza bajo la arena?
revisionismo prehistórico
A contramano de la floja repercusión que tuvieron los festejos por el Centenario, otros eventos de menor convocatoria pero con sello oficial dieron que hablar. Al fin y al cabo, parece que en Rusia lo estatal sigue siendo la medida de todo.
En 1612, los rusos se alzaron contra la dominación polaco-lituana y los expulsaron de sus territorios. El cuatro de noviembre se instituyó como el día de los festejos por la liberación y en honor a la protectora Virgen de Kazán. Durante los años soviéticos la fecha pasó al olvido y, con posterioridad a la desintegración de la URSS, cuando los sectores dominantes precisaron crear y cohesionar un espíritu colectivo poscomunista, los sucesos de tiempos del zarismo volvieron al centro de la escena. Es así como, a partir del 2004, a instancias de un think tank religioso, la Duma instituyó el cuatro de noviembre como “Día de la Unidad Popular”.
La nueva fecha surgida de un tubo de ensayo no ha capturado los corazones y las mentes de los rusos quienes, según las encuestas, no saben ni siquiera qué se celebra, o directamente no la aceptan. Y sin embargo los festejos tuvieron repercusión mediática. Se manifestaron nacionalistas de distintas pelambres: nazis, zaristas, tradicionalistas, eslavófilos. Entre ellos se miran con recelo. Los divide Putin. La cronista del MK dejó en claro lo que los une: banderas imperiales y consignas contra el feminismo, el libertinaje y la inmigración ilegal. Muchos de ellos marcharon sin permiso y terminaron detenidos.
Por otra parte, Revolución a un lado, los siete de noviembre también se celebra en Rusia la marcha militar de 1941. Aquel año, al conmemorarse el vigésimo cuarto aniversario de la Revolución de Octubre, millares de soldados rojos se despidieron de sus familias y se fueron a enfrentar al enemigo nazi que en junio había sobrepasado el fortificado puesto de Brest y ya respiraba sobre Moscú. La URSS había ingresado a la Gran Guerra Patria, que terminó costándole 26,2 millones de personas, un 16% de su población. A partir de entonces la memoria soviética alteró su eje de rotación en la historia, y comenzó a girar en función del símbolo bélico.
A los 76 años de aquel suceso, tanques, tanquetas, carros de todo tipo, y cinco mil soldados jóvenes y veteranos, recibieron las palabras del alcalde de Moscú por el partido de Putin, Sergei Sobiánin. Pero el revisionismo siempre depara nuevas decepciones: arqueros, armaduras de guerreros y granaderos de tiempos del zarismo, acompañaron el desfile. La doble épica del 7 de noviembre de 1941 que terminó con el Ejército Rojo clavando la bandera de la hoz y el martillo en pleno centro de Europa, convertida en una fiesta absolutamente despolitizada de disfraces y cantantes: “Ante nuestros ojos se diluye la memoria de los realmente grandes y trágicos acontecimientos históricos”, dispara un comentarista del Trud. El huevo fue incubado en tiempos de Stalin.
la opo bloggera
La movilización por el Centenario fue meticulosamente vigilada y debió ser autorizada por el gobierno municipal y, por supuesto, por el Kremlin. Hasta último momento, en el PCFR temieron posibles restricciones. La derecha también tuvo permiso para movilizarse el cuatro de noviembre. Marchar en Moscú es deber un favor. Muchos opositores conocen de cárcel y exilio.
Por izquierda, se encuentra el líder opositor Sergei Udaltsov, recién salido del freezer, donde pasó cuatro años por organizar las masivas protestas anti-putinistas de 2012. Conversé con él antes y después de la marcha por el Centenario. Líder de la Avangard Krasnoi Molodyozhi (AKM, Vanguardia de la Juventud Roja) y del Levy Front, Udaltsov se limitó a saludar a la gente, dar reportajes y arengar con megáfono a sus militantes. No son pocos los simpatizantes que le critican el cambio de actitud. Udaltsov explica que la tregua tiene fines electorales: las fuerzas de izquierda están discutiendo su candidato para las elecciones presidenciales del año próximo. Aún así, le cuesta cambiar su cara de oso pardo.
Por derecha, también los hay liberales y nacionalistas. Los primeros liderados por Alexey Navalny, detenido en distintas ocasiones junto a centenares de sus seguidores. “Navalny 2018” y “Fondo de lucha contra la corrupción” son los sellos que utiliza este líder carismático para su campaña política, aunque su Partido del Progreso todavía pervive. El hombre despierta algunos temores en el gobierno, pero no le resulta fácil superar los escollos de la legislación electoral. Elegante, outsider, moralino y premiado internacionalmente, este bloggero estratégico y amigo de la Universidad de Yale, creció en el minoritario partido Yábloko, anticomunista y verde. En las elecciones legislativas de 2011 se lanzó al ruedo denuncista, y en 2013 se candidateó para alcalde de la capital rusa, donde obtuvo el 27 por ciento de los votos: perdió. Su postulación el año próximo está en duda, y sus fieles denuncian que eso se define en el Kremlin a puerta cerrada.
Pero ni Udaltsov ni Navalny, con serios planes electorales, alteraron el orden en estos días. Sí lo hicieron sectores nacionalistas, los mismos que terminaron presos durante la celebración del 4 de noviembre. Estos grupos llaman a la revolución. Vyacheslav Maltsev, veterano bloggero que obtuvo cerca de 300 mil votos en las últimas elecciones legislativas, venía anunciando desde 2013, cual profecía milenarista, que el terremoto social y político iba a suceder este mismo 5 de noviembre. Pero acusado de extremismo y exiliado en Bélgica, todo terminó con un centenar de los suyos presos por terrorismo en la víspera. El mismo día, también fueron detenidos seguidores del temerario barbudo de cabeza rapada del Partido Nacionalista, Iván Beletsky. Eslavófilo y anti-putinista, éste hace un llamado a los “jóvenes de rebeldes corazones” por una Rusia y Ucrania unidas y con gloria. Con ellos estaban los nazi-fascistas del partido La Gran Rusia del ex diputado Andrey Savelyev. El Estado les pasó por arriba.
Acusaciones de espionaje al margen, otros nacionalistas se esperanzan con Navalny o con Udaltsov, pero los hay también oficialistas y no con humildes pretensiones: el líder religioso Vsévolod Chaplin ha señalado que es necesaria la restauración zarista, con el presidente actual entronizado cual Pedro “El Grande”.
de los museos al on demand
Entre movilizaciones y aniversarios, la Revolución de Octubre se refugió en congresos políticos y en debates académicos. Las comitivas de todo el mundo recibidas por el PCFR participaron del XIX Encuentro Internacional de Partidos Comunistas y Obreros que se realizó –sin ironías de la historia– en el paquetón Renaissance Moscow Monarch Centre Hotel, y luego asistieron a un Encuentro Ceremonial y Concierto de Gala en el Complejo Luzhniki. Asimismo, en otros espacios, se realizaron los foros internacionales “¡Octubre de 1917, avance hacia el socialismo!” y “Octubre. Revolución. Futuro. 1917-2017”. En San Petesburgo, el Hermitage se tiñó de rosa en una puesta recordatoria. Y en Moscú se realizaron exposiciones y charlas en museos de política y arte, como los que organizó la histórica Galería Tetryakov. Allí, la Revolución estuvo cómoda.
La gran audiencia televisiva tuvo su oferta de series realizadas por el principal canal estatal Rossía 1, que se pueden ver on demand. El demonio de la revolución llama desde su título al recuerdo de las diatribas lanzadas por Stalin hacia Trotsky, pero también a la novela en que Dostoievski se despachó contra el anarquismo. El protagonista central es Lenin, en su viaje de regreso a Rusia tras años de exilio, con el objetivo de ponerse al frente del proceso revolucionario. La serie pone el dedo en la llaga de la memoria de izquierda. Un personaje controvertido, Parvus, las negociaciones y la financiación del imperio alemán para desmembrar a su rival, y la agitación final de los militantes bolcheviques. El resultado es un símil del panfleto que hace de José de San Martín un agente inglés: Lenin opera para el Kaiser, en una anti-historia llena de conspiradores fanáticos y sedientos de sangre, con un actor colectivo confinado, como el público televisivo, a ser espectadores de las ambiciones y traiciones de algunos pocos. Algo similar ocurre con la miniserie Trotsky, basada en la vida de Lev Davidovich Bronstein. Con esta producción, el cine ruso ingresa al problemático universo donde se mezcla la industria de la memoria y el sensacionalismo épico y masivo del mundo “Game of Thrones”: sangre, sexo, alcohol, en un juego histórico de intrigas, política y guerra.
La derecha también tiene material para escandalizarse. El reciente estreno de la película Matilda, que cuenta las debilidades, infidelidades y pecados de Nicolás Romanov (antes de convertirse en el zar Nicolás II), vencido ante las tentaciones de una bailarina polaca. El arcipreste Chaplin habló de “blasfemia” y “provocación” y la controvertida diputada Natalia Poklónskaya, que nació a la fama como Fiscal General en Crimea y luego se desempeñó como diputada por el partido oficialista, inició un movimiento público de rechazo al film cuyos coletazos devinieron en el incendio de cines. Poklónskaya dice que no tiene miedo de defender la verdad histórica del país, en nombre de la fe y en memoria del gobernador Nicolás II. La denuncia terminó en un ataque directo al Fiscal General de Rusia, Yuri Chaika, su ex jefe, por inacción, privilegios y corrupción, coincidiendo con las investigaciones realizadas por Navalny.
un banner con la cara de Pepe
Vladimir Putin permitió la movilización del día siete y envió sus saludos protocolares a la dirección del PCFR durante los festejos del Centenario. Pero el cuerpo lo puso en la inauguración de una nueva iglesia en Moscú y en la instalación del monumento “Muro del Dolor” recordatorio de las víctimas del stalinismo. A pocos meses de ponerse en juego el máximo cargo político en Rusia, el parco gesto hacia el Centenario parece suficiente. Putin llamó a poner punto final a “los dramáticos acontecimientos que dividieron nuestro país y al pueblo”. Al fin y al cabo, debe pensar, no se vive de recuerdos que no ganan elecciones.
En 2018, el PCFR, segunda fuerza política en el país, presentará nuevamente candidato. Será Gennadi Ziuganov, el mismo que en 1996, a poco de disolverse el PCUS y la URSS, en plena guerra gansteril y salvajismo capitalista, casi le escupe el vaso de vodka a Yeltsin. Otras fuerzas menores de la izquierda rusa confluyeron en los festejos de los cien años, subordinadas al PCFR, pero presionan por sus candidatos a través de una votación online que se puede seguir desde su sitio web. ¿Habrá bloque? Desde la izquierda caracterizan al régimen de Putin como un compromiso entre los “millarderos” que se tragaron las mejores empresas socialistas y el poder político estatal. “Un capitalismo regresivo, parasitario, oligárquico y comprador”, se lee en el último informe del Comité Central del PCFR, al señalar que sólo 200 oligarcas concentran una riqueza que duplica el presupuesto nacional: 460 mil millones de dólares
Pero de la misma manera que a pesar del gulag y sus lagers, los campos de trabajos forzados, y de los feroces crímenes, Stalin sigue siendo considerado el Ganador de la Gran Guerra Patria, Putin es el hombre que terminó con el dramático experimento sobre el pueblo ruso que inició Gorbachov y continuó Yeltsin. Estabilidad política, inflacionaria y salarial, y orden y orgullo patrio, garpan para el homo soviéticus nunca extinto. Al fin y al cabo, para muchos viejos ciudadanos, socialismo es vivir bien y estar enfrentado a los Estados Unidos. En este país, según la agencia oficial Sputnik, el top ten de líderes populares lo encabeza Stalin, seguido por Putin y el gran fundador de la literatura rusa moderna, Alexánder Pushkin. Un historiador explica que ello se debe a la reciente recuperación de Crimea.
En esta tumultuosa marea ideológica de la Rusia actual, me zambullí preguntando a cualquier persona que se nos cruzara qué pensaban sobre el Centenario. Es posible que los resultados deban ser leídos en clave generacional. Una señora mayor, en el compartimiento del tren de regreso de Brest, me regaló una estampilla de Stalin que llevaba en su cartera. Un taxista azerbaiyano, que llegó a Moscú hace treinta años para trabajar en la industria del automóvil, cambió de tema. Jóvenes en un bar nocturno no demostraron interés en hablar sobre ello. Aunque la muestra es parcial y aleatoria, la sensación es que, aún con su particular tradición histórica, Rusia -un país capitalista y no precisamente un “eslabón débil”- aplica al realismo crítico de Fredric Jameson: “Es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo”.
¿Qué queda entonces de la Gran Revolución de Octubre? ¿Y qué de la URSS, aquella nave insignia que podía movilizar las esperanzas de quienes soñaban un mundo no capitalista? En la novela El bosque ruso, de L. Leonov, Polja, una combativa campesina soviética, espetó a un invasor nazi: “Soy una muchacha de nuestro tiempo, quizá una muchacha vulgar. Pero en mí está el mundo del mañana… y al hablar conmigo, tendría usted que estar de pie”. Si esto es todo lo que queda, quizá no sea poco.