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la noche de los proletarios
Luego de una larga y pesada cadena de derrotas, la prole rocanrolera vuelve a meter sus patas en la ciudad amarilla. El ejército de pibes precarios bañados en birra y rescatados en amoxicilina se dio un banquete tras otro en la cancha de Huracán. Un infernal congreso de esquinas en Parque Patricios, la nostalgia de hacer Tripa y Corazón, y este aullido crónico tras el jolgorio.
Fotografía: Marcos Ludevid
29 de Agosto de 2017

 

Durante el atardecer de un día de semana en abril de 2003 corrió un rumor fuerte: La Renga tocaría en el Obelisco en un festival contra la guerra de Irak. En la era pre-redes sociales, el boca en boca era la llave casi única para acceder a los recitales que la banda daba por fuera del circuito oficial. En el 2002  en un festival organizado por la Central de Trabajadores de la Argentina y la Federación Universitaria de Buenos Aires en Obras Sanitarias, pero también campamentos piqueteros en Plaza de Mayo, movidas solidarias para comedores infantiles, algún que otro Hangar –reducto roquero ubicado en Liniers–, un Cemento sorpresa acompañando a bandas amigas o apadrinadas por ellos. Si por contactos en el submundo roquero o por puro azar te llegaba la bemba renguera, sólo quedaba confiar y mandarse a donde sea (el margen de error era ínfimo).

En la previa de aquel siete de abril de 2003, mientras tomábamos una birra en envase de plástico sobre la calle Corrientes, vemos a un pibe que baja de un taxi sobre la 9 de Julio y se acomoda la ropa como si descendiera de una Limusina blanca en alguna noche de gala. El chofer baja la ventanilla y lo putea exigiéndole el pago del viaje. El flaco se acerca despacio y le pide que se calme, que no se iba a ir sin abonarle la tarifa, pero cuando está casi al lado de un tarascón le manotea el reloj y sale corriendo perdiéndose entre la gente. El taxista amaga con bajarse pero prefiere mascullar bronca y pisar el acelerador (las calles todavía no están invadidas de celulares con cámara ni los linchamientos son un deporte urbano). Durante el show, un Chizzo de camisa leñadora de lana y look Working Class Heroe putea a un flaco que se sube y salta sobre un móvil de televisión pidiéndole que no le dé de comer a la gilada.

Diez años después de aquel Obelisco –kirchnerismo mediante– la banda –con un Chizzo de estética motoquera– toca sin cartel y sin bajar línea durante unos furiosos veinte minutos, en una Plaza de Mayo rebalsada por un festival que festeja los treinta años de democracia; sorpresiva aparición que cortó con la dulzura musical nac and pop. Pero el último recital “oficial” en la ciudad de Buenos Aires había sido en el año 2007, en el Autódromo de Lugano, ante más de 150 mil personas (con escasa cobertura mediática). Presentaron allí el “discriminador” disco Truenotierra (definido así por el Chizzo, porque remachaba un sonido que espantó a la, a esta altura, minoritaria tendencia rocanrolera del movimiento).

Una teoría del derrame roquero –que también y sobre todo protagonizaron las misas de Indio Solari durante toda la década ganada– y una sistemática puesta de palos de las agencias de gobierno, hicieron que los banquetes se desbordaran hacia el interior del país. O, más bien, que lo tomaran como centro, porque La Renga siempre fue una banda rutera.

exilio interno

La expulsión definitiva de Buenos Aires y alrededores fue en el año 2011, luego del duro golpe que la familia renguera sufrió tras la muerte de Miguel Ramírez en el Autódromo de La Plata (“Ya no somos los mismos de siempre”, dirá el Tete, bajista hiperkinético, sentimiento de este movimiento). La memoria del dolor se hizo canción con San Miguel y más aún cuando, en el regreso a los escenarios pos-tragedia, Chizzo lo dedicó enganchándolo con el clásico El Twist del pibe (antiguamente extendido con el grito de guerra “el que no salta es un botón”).

Lo cierto es que ese vuelco al interior estuvo acompañado de la mala conciencia que nos persigue como estigma desde el pos-Cromañon: toda la culpa de las muertes roqueras es nuestra y por ende tenemos que cuidarnos y no bardear. Un enunciado que más allá de sus diferentes interpretaciones suele rozar, a nivel micro, una sensibilidad securitista que censura y hace carne el chantaje de autocontrolar al extremo al cuerpo –colectivo– festivo. Quedará para una investigación futura la relación entre cierta pasividad –¿efecto de la interiorización de ese enunciado?– y la escena de feroz represión y razzia policial en el recital de Villa Rumipal en la provincia de Córdoba, donde desapareció en la zona de accesos Ismael Sosa, un pibe de Merlo, al que varios testigos vieron cuando fue sacado por la policía, y cuyo cuerpo apareció flotando en un lago días después. Por esa época, la omnipresente muerte del careta de Nisman en las pantallas y una inquietante indiferencia social –esta vez demasiado cercana a la familia rocanrolera– lo volvieron a desaparecer.

vamos a volver

La saga de los Huracanes 2017, como aquel recital de Córdoba, están producidos por ese mal necesario –para que estos recitales sucedan en su aspecto más logístico y prágmático– llamado José Palazzo, dueño de los fierros roqueros, organizador del Cosquín Rock y de gran parte de la movida actual. Un Daniel Grinbank de la era pos-convertibilidad y pos-disco. Alguien que olfateó y primereó a las bandas en la crisis de las industrias discográficas: si las ventas se desplomaban, a los artistas no les queda otra que salir a quemar llantas. Un “vivo” para explotar el necesario vivo de las bandas.

En los meses previos y durante las semanas de los recitales en el Ducó, ciertos fantasmas volvieron a molestar: ¿era tan necesario volver del exilio interior? ¿Es capricho, revancha, derecho ganado? Quizás –más allá de las diferencias de escala y de historia– el temor a quedar expuestos y regalados para el quilombo ambiente, los vueltos de la policía, “la política” y las operaciones mediáticas –por parte del mundo exterior pero también, lamentablemente, del muy íntimo mundo roquero–, sea efecto del comienzo de año que vivimos: aquella brutal ofensiva periodística, política, social y sensible post-recital del Indio en Olavarría. Espectros, pero también preguntas urgentes que seguirán sobrevolando estas movidas mientras –mal o bien, según el estado de salud colectiva en el que nos encontremos– las podamos sostener: ¿cómo desplegar políticas de cuidado atentas a los devenires cachivachezcos y agua-fiestas de los propios o de los infiltrados en estos grandes acontecimientos? ¿Cómo bancar esos cuidados sin ablandarnos en el necesario roce con el entorno, con las fuerzas de seguridad, sin abandonar los antagonismos, en épocas de vacas flacas para el agite roquero (y no sólo…)?

hijos desafortunados

Acá estamos los y las que padecemos la verdadera pesada herencia: los que no disfrutamos los brotes verdes, los que nunca sabremos lo que es un testamento, los que no recibimos propiedades ni somos mantenidos de la renta familiar. Acá el porcentaje de roqueros con Osde –que tiene su buena porción en el ricoterismo– es estadísticamente irrelevante. En un viejo CD de inéditos que durante la adolescencia escuchamos hasta rayarlo, Chizzo –a quien mientras fuimos creciendo biológicamente vimos pasar de una especie de hermano mayor a un tío panzón, borracho y siempre preferido– ladraba una versión –en “un inglés de mierda”– del tema de la Creendence: “Fortunate Son”.  La Renga no llegó a la Universidad, no hay una bibliografía renguera: su estética, sus textos no interpelaron a los chicos y chicas de Puán ni a los y las “colegas” de Socio (si hay un escritor o escritora joven influenciado verdaderamente por La Renga que levante la mano). Una banda a la que siempre le exigimos huevo y que vaya al frente (más Tripa y Corazón que técnica y poesía). A los empujones y desde esta marginalidad sin mecenazgos, se hizo un lugar en el campo roquero (la misma no aceptación quizás que tuvo ese escritor del que tardíamente dijeron extraer –cambio de artículo mediante– el nombre de su personaje: El rengo). Cargando con ese estigma, pero sin darle mucha importancia, fue una de las bandas claves del plan barrial y el congreso de esquinas (renegando del mote, Tanque –ex gordo, baterista de la banda– dirá: “metés cincuenta mil personas y te siguen diciendo banda de barrio”).

el rito de los bolsillos sangrantes

En el sector vip del agite poguero –a pocos metros del escenario, ahí donde el campo deviene una intensa y apretada olla humana que hierve sin parar– ondea entre los vapores una bandera de palo con el Macri Gato pintado con la fuente del logo de La Renga, camuflada entre las banderas de Merlo Norte, Claypole y, unos metros más atrás, el infaltable paraguas de los pibes de Caraza.

Esta gran ranchada podría ser también una parte del muestrario de los cuerpos, las estéticas, los modos de hablar y ocupar la calle, las intensidades, las sensibilidades que irritan profundamente al macrismo ambiente. Ranchada esta vez convocada en una porción de la Ciudad de Buenos Aires, donde las bicisendas y las mascotitas en los subtes no parecen estar en el trending topic de preocupaciones ciudadanas. Acá el progresismo hiperescolarizado es minoría: hay menos horror cultural al macrismo –como en las íntimas e interactivas escenas del indie vernáculo– y más rechazo fisiológico a lo que expresa. Vinieron a volar por el aire los laburantes jóvenes y más o menos precarizados –o con pocos años de biografía laboral formal–, cuya ecuación vital incluye estas fiestas pero también las birras pos laburo o la gira de fin de semana, el asado con los amigos o la familia, los días de cancha, los ladrillos y el material para la habitación del fondo o de arriba o para el alquiler, la moto o el auto en cuotas. El público de La Renga –en una de sus vertientes similar al del heavy– tiene mucho de laburante sub-35: motoqueros, cadetes, operarios de fábricas, changarines, empleados públicos municipales. Por eso estos acontecimientos son también entretenimiento salvaje en tiempos de intensificación del verdugueo y el sufrimiento laboral.

tabernas a cielo abierto

En el estadio pero sobre todo en la larga y desbordante previa en las plazas y calles de los alrededores, se ve el consolidado paisaje renguero: un núcleo rocanrolero clásico de la vieja escuela –de los que padecimos los discos más hard y sangra-oídos y nos quedamos porque siempre hubo guiños que valieron la pena y porque los tatuajes no se borran–, las remeras negras de Almafuerte (y las viudas de Hérmetica), las pocas pero con mucho aguante para la vida recitalera y el pogo feroz –Chizzo siempre pidió que se amplíe el cupo y que invitemos a novias, amigas, hermanas–, oportunistas ricoteros que aprovecharon el resto de año sin Indio y se acercan a los festines        luego de muchos años (o por primera vez), las bandas de los barrios que siguen viniendo con la pilcha de los clubes, los motoqueros, algunos grupos militantes (incluyendo a esos trasnochados de siempre que abrirían un local en el medio de un pogo) y los micros de Tucumán, Salta, Jujuy que recuerdan que la vagancia es realmente federal. Todo confluye en una verdadera cortina de hierro cultural para lo hipster que, en cualquiera de sus versiones, acá no entra ni bajo anestesia.

Sin compararnos con viejas versiones de nosotros mismos y con una larga y pesada serie de derrotas sobre el lomo –Cromañon, Rubén Carballo, Miguel Ramírez, Ismael Sosa, los efectos de Olavarría, el enfriamiento generalizado y el ajuste que tenemos adentro, las deserciones generacionales y los trasvasamientos frustrados, las peligrosas micro-indiferencias, la gran desbandada que reemplaza a las bandas callejeras y barriales, el selfismo rockero que olvida el plan vital–, la escena sigue siendo profundamente conmovedora: a pesar de los años y de los momentos vividos seguimos estando acá y eso no es poco. Tomando parte de una ciudad, alterando las fibras sensibles de la sociedad careta, emborrachándonos de a muchos y bajo las estrellas, riéndonos a carcajadas y cantando entre desconocidos.

Las calles y las inmediaciones del estadio parecen una gran taberna a cielo abierto, como si momentáneamente estuviéramos en un estudio de cine donde se está filmando una película sobre el convulsionado siglo XIX de la Europa industrial: laburantes, vagos y curiosos se dan su banquete. Una multitud festiva y en estado asambleario en una jornada de ocio piola y filoso. Los vendedores de patis o bondiolas (¡esa enorme torre de milanesas!), los lumpen-emprendedores que casi te meten las latas de birra en la boca, los posters y los souvenires para el fervor adolescente.

(Una semana después de los recitales le tomo un examen final en un terciario a una alumna que integra la Policía de la Ciudad. Se sienta ofuscada y cuenta que aún le dura el enojo porque le tocó estar de servicio en el operativo de seguridad de los recitales: “Ahora odio a La Renga... todo sucio dejaron, ¿me explicás por qué ensucian todo?”. Le confieso riendo que estuve y que tengo dos respuestas: creemos profundamente en el Welfare State y una ciudad de basura cero por ciudadanos conscientes y educaditos es una sociedad en la que los barrenderos y barrenderas no tendrían laburo. Y además, y sobre todo, por puro romanticismo: ¿hay acaso una postal urbana más bella y conmovedora que los cartones de vino, las botellas decapitadas de Coca, las bolsas blancas y los envases de vidrio desparramados de forma caótica por el verde césped y por el asfalto luego de estas citas multitudinarias?).

fotos, sudor y lágrimas

En cada Congreso de Esquinas la ciudad se altera. Sabiendo que hace tiempo que Buenos Aires no hospedaba encuentros de este tipo, y sumando la espesa coyuntura –engorramiento por arriba y por abajo–, copar la ciudad parecía una operación más jugada que otras veces. Somos visitantes no solo a nivel de una geografía, sino –y sobre todo– de una sensibilidad social. Sin embargo la ciudad se conquistó por varias jornadas. Chizzo hizo varias referencias a la localía reconquistada (“¿Cómo no íbamos a poder tocar acá, en el barrio?”). Un derecho a la ciudad roquera indiscutible. En la previa y frente a los desgastantes idas y vueltas del gobierno de la Ciudad varios periodistas progres se manifestaron apoyando a la banda y criticando la prohibición (La Renga tiene en su extensa trayectoria una larga lista de recitales “cancelados”). Curiosa la doble moral de ese periodismo que se indignaba por las prohibiciones, cuando fue el mismo que desde Cromañon para acá se la pasó editorializando contra los cuerpos que asistimos a esos recitales.

Finalmente la banda salió al escenario y, como siempre, nos voló la gorra. Un set list para quedar con la panza llena y el corazón contento. Chizzo riendo nos dice con razón que no podemos quejarnos; suenan en estos cuatro días: Cuando Vendrán, Desnudo para siempre, Tripa y Corazón, El Twist del Pibe, El Rey de la triste felicidad, Veneno, Lo frágil de la locura (con mención a la desaparición de Santiago Maldonado) y clásicos como El Circo Romano, Blues Cardíaco, El rito, El viento que todo empuja, El juicio del Ganso (¿alguna vez Mick y Keef reconocerán que se inspiraron en ella para escribir Saint of Me?) y la Nave del olvido (que ya se anunciaba en la luna enorme que iluminó la última noche).

En Trainspoting 2, Renton intenta varias veces escuchar Lust for life de Iggy Pop, pero suenan los primeros acordes y se obliga a poner stop. Hay canciones que arrojan intensidades demasiado insoportables para la vida adulta o que te toman del cuello y te revolean a un pasado cualquiera. El antídoto para ese secuestro siempre será la escucha masiva y pública; lo otro, la escucha íntima o familiar, te regala al anecdotismo y la nostalgia (ay!, esas enfermedades generacionales).

Estos grandes recitales se viven de espaldas al escenario: rostros con lágrimas mirando al cielo, la búsqueda de ojitos cómplices en medio del pogo, la –cada vez más– arbitraria apertura de mini-ollas en las que a puro empujón nos hacemos un lugarcito pa’ bailar o anticipar el próximo pico de intensidad de la canción, y también para agarrar del pescuezo cariñosamente a algún joven que no conoce una vieja letra, o bien abrazarlo para felicitarlo por la emoción que trasmite (aquí la densa biografía roquera se demuestra a los codazos). Sociabilidad espontánea no exenta de micro amores o micro peleas, u ofrendas de billeteras y celulares.

Fotos, sudor y lágrimas. Un necesario rescate emotivo para recargar el tanque anímico y volver al trabajo. O quizás zafamos, y el frío de este invierno nos agarra en cueros y transpirados; una caja vengadora de amoxicilina asoma gigante detrás de la torre del Ducó.

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