Los huesos gigantes clavados en la arena le dan a este rincón de Península Valdés un aire de planeta extraño: costillas de más de dos metros, enterradas como postes, ladeadas hasta formar un arco. Parecen livianos los huesos de ballena, y en su blanco seco fulguran contra el mar agitado de una mañana gris de agosto. Esta es la aldea de pescadores de Playa Larralde, un cúmulo de casillas a las que se llega luego de atravesar caminos caprichosos de ripio y barro, más allá de Puerto Pirámides. Pequeñas construcciones a los costados de los huesos que desafían el viento, que en esta zona no se anda con chiquitajes.
Acá no importa el frío. Es temporada de cholgas, así que se aprovecha y se sale, como ayer, como antes de ayer, como cada vez que el tiempo autorice. Con la marea alta, los pescadores arrancan un ritual que se repite a diario: en lanchas, acarreados por un tractor que las meterá en el mar, buscarán aguas adentro el lugar reconocido por alguno de ellos y ahí bucearán en busca de mariscos. Ponen así en marcha un arte que se pasa de generación en generación, que propone una economía sustentable y popular y que se desarrolla en un lugar único en el mundo.
En una provincia donde la pesca industrial genera uno de los mayores ingresos de divisas al país, estas economías pequeñas resisten y cuentan otras historias.
manos en el agua
Están lejos del ojo de los radares que controlan los pesqueros internacionales en la milla 200 (más acá del límite, el derecho del mar otorga al país la soberanía sobre los recursos del suelo y subsuelo en la plataforma; más allá, son aguas internacionales, aguas sin dueño). Están lejos también de las embarcaciones provinciales que navegan en aguas nacionales y aportan el 30% de las exportaciones. Chubut es la segunda provincia en el top de las pesqueras del país. Una máquina de dólares que viajan en forma de langostinos y camarones. Pero, lejos de todo eso, las embarcaciones de pescadores artesanales son puntitos en los golfos que a diario sobreviven y persisten en un oficio que no da dólares, pero para quienes se le animan ofrece, además de algunas cachetadas, la adrenalina que solo conocen quienes pasan su vida en el mar.
Los mariscos pertenecen al mundo animal y arman un conjunto variado. Todo eso que no tiene columna, lo invertebrado, caería en ese saco. Las cholgas y las vieiras entrarían ahí también. Ambas, pertenecen a esos seres que tienen dos valvas, tipo castañuelas. En esta parte del Golfo San José, al igual que en toda la región de los mares patagónicos, es grande la riqueza de moluscos, crustáceos y peces. Hay mejillones, centollas, sardinas, merluzas. En agosto, la cholga está en la vidriera submarina. Para ir en su búsqueda, a diario, los pescadores se sumergen en las aguas profundas y las recolectan como si de una pradera submarina arrancaran la hierba. La pesca artesanal tiene sus variantes: además del buceo, pesca con red de costa y extracción de bivalvos y de pulpos. Todos trabajos que requieren del cuerpo y de negociación diaria con el ambiente.
En el libro Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit habla del don de prestarle atención al entorno, de leer los detalles de la luz, las pequeñas diferencias en el camino. El lenguaje de la propia tierra, lo llama. José Signorelli es, como él mismo se define, un pescador completo y se ufana de conocerlo y de poder encontrar un lugar en el mar con solo dos puntos de referencia. En pocos minutos improvisa una clase magistral de pesca. “Con la cholga se levanta tierra, hay que saber aprovechar la correntada. Con la vieira vas y venís, no tenés que estar quieto. Con la almeja es distinto. Ahí es más como cosechar papas. Tenés que apantallar con la mano y aparece, brota de la tierra. Hay que ser un pescador completo: ser pulpero, recolector costero, redero, buzo marisquero, guía de pesca en altura, y saber limpiar el pescado. Y estar acá todo el año. Ahí sí sos pescador”, dice con claridad. Está acostumbrado a definir su oficio. Tanto a él como al resto de sus colegas los suelen entrevistar documentalistas que llegan de otras partes del mundo para registrar este modo de vida.
Antes de ingresar al mar, los buzos le ponen acondicionador de pelo al traje para que deslice mejor el material sobre su cuerpo. Hace diez años, José marcaba en los ratos libres los lugares en los que luego pescaría. Lo hacía mientras practicaba apnea y vagaba en lancha por distintas partes del golfo. Creció acá. Este mar es su patio de la infancia. Año a año, fue viendo cómo mermó “el recurso”. Y da números para armar la idea de la rapidez con la que se esfuma: “Hace tres meses en dos horas sacábamos cuarenta cajones de vieiras. Ahora, después de cinco horas, no trajimos nada”. Entre la abundancia y la carencia, pasaron días parados por la lluvia.
Dice que conoce el golfo de memoria, que no necesita GPS porque tiene “el radar mental”. Y se lamenta y se enoja por el modo en el que se agotan las cholgas, las vieiras, por lo rápido que se van. Cuando es temporada, las horas de trabajo son a todo o nada. Recolectar hasta tope. No parar. Él y su grupo de trabajo ven eso de otra manera. Formados por una línea sustentable, saben que lo que hay que evitar es ir por todo. “Lo que tenemos que hacer es llevar el precio arriba y no depredar el golfo, si no, no vamos a tener ni semillas para cosechar”, se anticipa.
El trabajo de buzos marisqueros tiene fecha de renacimiento en esta parte del sur. Se consolidó como una alternativa de bajo impacto para torcer la desertificación que había producido la pesca con arrastre en el vecino Golfo San Matías. Fue a mediados de la década del setenta que empezaron a propiciar ese buceo paciente y de resistencia para evitar que pasara en la Península Valdés lo que había ocurrido allá, donde lo que algunos llamaban una cazuela de mariscos se había vuelto un plato pelado. Se logró así un trabajo en conjunto con científicos y trabajadores que todavía hoy se mantiene; un vínculo que muestra cómo se pueden potenciar esos cruces y que comenzó un biólogo pionero, José María “Lobo” Orensanz, quien junto a un grupo de colaboradores ideó una propuesta para poder cambiar el tipo de pesca usado hasta entonces, que era como un rastrillo en el fondo marino, y optar por algo más amable con el entorno. Medio siglo después, pese a las precariedades que a veces enfrentan, eso se mantiene. “Acá el tiempo manda. Para entrar al mar, para que nos dejen pasar los caminos; para volver a casa. Te llueve así y se te encajan las camionetas. No hay manera. Y, si no llueve pero están así las huellas, no llegan los camiones que se llevan el producto, así que tampoco podemos salir a pescar”, dice José.
Desde 1993, la Asociación de Pescadores Artesanales de Puerto Madryn reúne a quienes trabajan de esa manera en la Península. Si bien queda mucho por hacer, en los últimos años lograron darle al oficio mayor visibilidad.
Eduardo De Francesco es otro histórico del lugar. El capitán del barco en el que luego subiremos, donde navegaremos veinte minutos hasta un punto que conocen de memoria. Ahí estará atento a todo, no solo a que los buzos, José y su hija Jazmín, una de las pocas mujeres en este tipo de trabajo, alcancen lo que encuentran. También deberá cuidar que les llegue el oxígeno, y que no se acerquen demasiado las ballenas, que curiosas se asoman a ver lo que pasa. En esta época son muchas. A veces no se puede trabajar. Otras, tienen que seguir sus nados para evitar que se enreden con las sogas. Un mal movimiento, una vuelta de más, podría arrastrar la lancha a su antojo. De pronto aparece una, se acerca mientras José está abajo. Es una cría que deja ver su cabeza y va y viene. Eduardo putea. Eso que para los turistas es objetivo para las fotos por las que pagan miles de pesos para ellos es una demora en el trabajo, y un peligro. “Cada vez que sacamos la lancha se nos van cincuenta mil pesos, si no rompemos nada, claro. Calculale veinte mil pesos nomás de maniobra. No podemos perder tiempo”, dice Eduardo.
En lo profundo, los bancos de mariscos aguardan. Son montículos sobre la arena, en los que saltan cangrejos, se mezclan caracoles, arañas de mar. Vieiras, mejillones, almejas rosadas o blancas, cholgas. Los buzos pasarán horas abajo. La vuelta a la superficie tiene que ser cuidada. La descompresión es el peligro si se excede el tiempo del buceo. Esto no es como el buceo deportivo. Es otra cosa. Una rutina que incluye concentración y empeño.
El narguile es el cordón umbilical con la lancha. Arriba, Eduardo está atento a que el oxígeno llegue en todo momento. También es quien recibe las cholgas que desde abajo envían en el salabardo, una especie de bolsa en red que se parece a los adminículos con los que se cazan mariposas. Cuando llega cada cargamento, que se anuncia con un tirón de soga, Eduardo arroja el contenido en cajones de plástico que apila con el correr de la tarde. Hay días buenos; otros, como este de frío y viento, no lo son tanto. El barco se mueve, las olas están agitadas. El día anterior estuvieron unos metros más allá, donde ahora pescan en otra lancha. En la embarcación vecina, van los hermanos de José y un perro que hace de guardián de los mares.
constelación de las olas
José y sus hermanos pertenecen a una estirpe de pescadores. Frente a la playa, en un quincho, los recuerdos de sus antepasados cuentan esa historia: fotos, dientes de tiburones, caballitos de mar secos, anzuelos. Un enorme lugar familiar en el que se improvisa una memoria pequeña y colectiva que habla de ellos y de muchos más. Están las mujeres con su impronta, con su historia de pulpeo en los veranos, la madre que paseaba tardes o mañanas enteras con el gancho para encontrar a los pulpos, y el padre que salía al mar. Los niños que anhelaban eso: la vida afuera, la aventura en las olas.
Eduardo De Francesco también pertenece a una tradición de pesca. Sus hermanos también se dedican a esto. Su hija Jazmín, de 28, a diario se sumerge para buscar mariscos y no tiene problemas en decir que uno de los motores que la llevaron a elegir este trabajo es el hecho de compartir tiempo con su padre. Cuando termina la temporada, vuelve a lo que antes hacía, el otro extremo de esta cadena: la cocina de mariscos, donde aprendió recetas que también se pasan de generación en generación.
En la península ocurre un fenómeno poco común: comprendida entre dos golfos, el Nuevo y el San José, separados por el istmo Ameghino, las mareas en esta parte no se dan de manera simultánea, sino a la inversa: cuando en un lado el mar sube, en el otro baja. Bajo ese ritmo, las vidas de los pescadores se organizan desde hace varias décadas. Los pescadores artesanales están antes de que Península Valdés sea declarada Patrimonio de la Humanidad y por eso figuran en el plan de organización como la única actividad extractiva de recursos naturales permitida dentro del área protegida. Y antes que ellos estuvieron otros. Hay estudios que indican que las comunidades originarias de la zona, los tehuelches, se alimentaban de lo que daba el mar. Incluso que tenían técnicas de buceo.
Pero esta perla del litoral atlántico no es una burbuja. Los golfos de esta región están conectados. La bióloga Raquel Perier, investigadora, integrante de la multisectorial Golfo San Matías, especialista en biología marina, conoce esta zona y ha disputado en las calles su protección entendiéndola como una continuidad. Ella es de la generación que en la década del noventa logró que en la vecina Río Negro se aprobara la ley que prohíbe la explotación de hidrocarburos en el San Matías, la famosa Ley 3308. Ella es quien con claridad pedagógica explica ahora que ambos golfos pertenecen a un mismo sistema marino costero, que están comunicados, que esa totalidad funciona para entender tanto sus maravillas —ballenas francas australes, lobos marinos, vieiras, pulpos, algas— como los riesgos que corren. En especial, en los últimos días, ante el avance de un proyecto que contempla la construcción de un gasoducto y un puerto en Piedras Coloradas, a menos de cien kilómetros de donde estos pescadores bucean a diario.
En varias ocasiones, los pescadores preguntan qué pasará con ellos. En los mismos días de agosto en los que las ballenas enseñan a sus crías a nadar y a pegar coletazos, en una consulta pública denunciada por fraudulenta, se debatió, a mediados de agosto de este año, el impacto ambiental que tendría el proyecto Vaca Muerta Sur en Sierra Grande, un oleoducto de 570 kilómetros y una terminal de exportación que construirá la empresa YPF y que aseguran que será la llave para que Río Negro y Argentina puedan exportar energía a todo el mundo. El oleoducto va a transportar combustible desde el Yacimiento Loma Campana (zona de Vaca Muerta en Neuquén) al puerto de Punta Colorada, donde se producirá la carga a los buques petroleros que operarán con monoboyas offshore ubicadas a unos 6,7 kilómetros de la costa en el Golfo San Matías. El objetivo es aumentar dos veces y media la capacidad de evacuación de la cuenca neuquina en los próximos tres años.
“Lo rechazamos porque esta región se destaca por su gran biodiversidad. El entorno del puerto petrolero sería un ambiente sucio por los microderrames que ocurren en esos lugares, producto de la conexión de los buques con los caños que transportarían el crudo desde los tanques de almacenamiento. Eso haría que el área se transforme en una zona de alto impacto negativo para las especies presentes”, explica Perier. Esa irrupción es como un tajo en un ambiente que desde hace décadas anda en camino contrario, en busca de salidas sustentables para esta región que cuenta con una naturaleza de frondoza variedad. La existencia misma de estos pescadores que bucean, que fue generada como alternativa a otro sistema que arrasó con la vieira, da cuenta de los esfuerzos que hay detrás cuando se apunta a una construcción integral entre el trabajo y el entorno. Cuando se habla del riesgo de que desaparezca el trabajo para comunidades pesqueras, se habla de generaciones y generaciones que trabajan y pasan una posta en esta zona, un poco pescadores, un poco cuidadores.
en la naturaleza
En cada lancha, que por ser artesanal y navegar en aguas provinciales tiene la extensión máxima permitida de nueve metros según disposiciones chubutenses, entran unas diez personas. El capitán y dos buzos como mínimo. Adentro hay un GPS, cajones de pesca, mate, una garrafa para calentar el agua de mate, camperas. Todo lo que puede encontrarse en un móvil de trabajo, lo que habría en un tractor que hace la cosecha, eso que se lleva arriba cuando se pasan muchas horas en la intemperie.
Según el libro La pesca artesanal en Argentina, editado en 2022 por el Centro para el Estudio de los Sistemas Marinos y Universidad de Vigo, estiman que hay un total de 2922 personas involucradas en la extracción pesquera artesanal marina en el país. Más de la mitad de ellas están en la provincia de Buenos Aires. Le siguen las provincias de Chubut, con sus más de 1200 kilómetros de costa, y Río Negro. Serían unas 740 y 409 personas respectivamente.
Más allá de la pasión o la apuesta por una actividad que tiene su tradición, las condiciones laborales están atadas con alambre. Trabajos de riesgo, con muchos gastos (los trajes, el combustible, el pago al tractor para entrar al mar, los repuestos) y casi nula seguridad en salud o previsión social. Faltan pocas políticas de acompañamiento, dicen los trabajadores, para mejorar la apuesta. Queda mucho entonces librado a la previsibilidad de cada uno. José cuenta: la vieira y la cholga son las que más se pagan. En abundancia, con dos horas de buceo puede volver a casa con cien mil pesos en el bolsillo. Pero, en días malos, puede bucear cinco horas y no sacar ni cincuenta pesos. Entonces el secreto es el ahorro, la previsibilidad.
Sin embargo, de a poco, en los últimos años se comenzaron a pensar estos trabajos en líneas con un horizonte que les reconozca su aporte para pensar en economías populares que abonan también a la discusión sobre soberanía alimentaria. El mar está ahí y comienza a verse y a pensarse en su potencial, aunque todavía hoy el 95% de lo que se pesca en nuestras aguas se exporta al mercado internacional, en especial a España, Japón, China, Brasil, Estados Unidos y Francia.
En la dirección contraria a esa pesca industrial que exporta a raudales, estos trabajos se sostienen con otros tiempos, con memorias y en caminos alternativos a los que ofrece el arrastre extractivista. Alguien que sabe de esto, que acompaña desde hace años, desde la investigación en el Centro Nacional Patagónico, es Ana Cinti, a quien los pescadores llaman la Colo. Ella ha pasado jornadas enteras con los pescadores. Conoce sus prácticas, sus mapas, su intimidad. Defensora de este tipo de actividades por historia, por valor y por su sostenibilidad, dice: “A veces parece que estas actividades se están perdiendo, y aunque el mundo vaya para otro lado, son sistemas de producción que tienen mucho de valor. Ese conocimiento, la relación con el medioambiente, la manera de hacer las cosas colaborativamente. Son trabajos que coordinan para hacer otros mundos posibles en este contexto”. Y sigue: “Hay tanto conocimiento en las prácticas, en las formas de hacer, en las formas de relacionarse… Son conocedores de los ciclos, como un productor, un campesino, que saben de las estaciones, que registran en qué momento plantar la semilla, cómo va a estar la luna. Esos muchos oficios que requieren conocimiento, que requieren tener una relación con la naturaleza, y un aprendizaje a partir de ese contacto”. Esos trabajos que requieren de otro estar en el mundo, un mundo donde las ballenas juguetean con los barcos, las jornadas de trabajo son difíciles, muchas veces largas, y donde el patrón absoluto es uno solo: el mar.
Este proyecto se hizo con el apoyo del Pulitzer Center.