la crítica de las orgas | Revista Crisis
movimientos sociales / criminal mambo estatal / examen de conciencia
la crítica de las orgas
Los últimos dos gobiernos que protagonizaron ambos lados de la grieta ubicaron a las organizaciones en un lugar neurálgico de sus políticas sociales en un contexto de ajuste e inflación galopante. La ultraderecha en el poder, por el contrario, las subió al ring para golpearlas desde múltiples flancos. Seis referentes territoriales y un investigador social ensayan una lectura de los ataques, pero también se animan a una autocrítica sobre sus prácticas y modelos.
Ilustraciones: Martín Oroná
13 de Julio de 2024
crisis #63

 

Es agosto de 2016, primer año de gobierno de Mauricio Macri. Un conjunto de organizaciones sociales se da cita en la iglesia de San Cayetano en el barrio de Liniers, para luego movilizar hacia Plaza de Mayo, bajo la consigna “Paz, pan y trabajo”. El frente de organizaciones encabezado por la Central de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), integrada en ese entonces por el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) y el Movimiento Evita, a la que se sumó Barrios de Pie, la Corriente Clasista y Combativa, y otras organizaciones, logra en diciembre de ese año la sanción de la Ley de Emergencia Social (LES) a partir del voto mayoritario del Congreso, con el apoyo primordial de la CGT y la CTA.

La LES fue un hito importante porque aumentaron las partidas destinadas a políticas sociales, con el Salario Social Complementario (SSC) a la cabeza, a la vez que tuvo efectos institucionales decisivos como la creación del Consejo de la Economía Popular, integrado por miembros de las organizaciones sociales y el Poder Ejecutivo, bajo la órbita del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación (MDSN). En la práctica implicaba un reconocimiento de las organizaciones de la economía popular como un actor relevante y como un interlocutor privilegiado frente al Estado.

Evidentemente 2016 fue un verdadero parteaguas. Mientras transcurría el primer año de la gestión cambiemita, un grupo de organizaciones sociales, civiles y eclesiásticas realizaron también el primer relevamiento de barrios populares de la Argentina, que luego obtuvo el nombre de Registro Nacional de Barrios Populares (RENABAP). Así se detectó la existencia de al menos 6467 villas y asentamientos en todo el país, en donde moran más de 5 millones de personas sin condiciones básicas de existencia: vivienda adecuada, cloacas, agua potable, cercanía de escuelas y hospitales, etcétera. Luego, se sumó una ley sancionada con amplio consenso: se creó el Fondo para la Integración Sociourbana (FISU), con el objetivo de financiar obras destinadas a la integración y mejora en las condiciones de vida de esos barrios. La ley define además que al menos el 25% de las obras de integración sean realizadas por cooperativas de trabajo y prohíbe desalojos durante cuatro años (en 2022 fue prorrogado por diez años más).

Ahora saltemos a 2020, a los meses más duros de la pandemia, en pleno confinamiento. Cientos de mujeres cocinan en ollas populares alimentos que reparten a vecinos y vecinas de los barrios más carenciados. En junio de ese año, el diputado Leonardo Grosso presenta en la Cámara de Diputados un proyecto de ley titulado Ley Ramona, en homenaje a Ramona Medina, trabajadora de un comedor perteneciente a la organización La Poderosa, que falleció por covid-19 en la Villa 31. La referente social había denunciado la falta de agua indispensable para los cuidados. El proyecto proponía el pago de una asignación de refuerzo para las trabajadoras de comedores y merenderos mientras durara la emergencia sanitaria. 

Luego de este breve repaso, vale preguntarnos: ¿qué pasó desde entonces para que Javier Milei tenga legitimidad para atacar abiertamente a las mismas organizaciones sociales que antes construyeron consensos y apoyos clave?

 

segundo tiempo
 

Alejandro “Peluca” Gramajo es militante del Movimiento Evita y actual secretario general de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), el sindicato que reemplazó a la CTEP. Para Gramajo los ataques del Gobierno libertario consisten en “identificar a un enemigo y destruir todo lo que pueda significar acumulación de resistencia popular en esta etapa”, como las centrales sindicales y los movimientos populares, junto con la necesidad de avanzar con el ajuste en tres dimensiones que “significaban [la posibilidad de] resolución de problemas concretos en el territorio para los trabajadores y trabajadoras de la economía popular”: 1) la política de urbanización y organización de barrios populares; 2) el plan Potenciar Trabajo y el financiamiento a las unidades productivas; 3) la política alimentaria. 

Una caracterización parecida realiza Daniel “Chucky” Menéndez, coordinador nacional de Barrios de Pie durante varios años, hoy subsecretario de Economía Popular del gobierno de Axel Kicillof. Para el exintegrante de la Secretaría de Economía Social (2015/2019), la embestida actual se vincula con la idea de “segundo tiempo” elaborada por Mauricio Macri: “Ellos hacen un balance del proceso político. En términos de política social consideran que cometieron un error al dialogar y articular con los movimientos sociales. Con Milei encontraron el momento político para, digamos, avanzar en ese plan de desarticular la organización comunitaria”.

Apenas empezó su gestión, el Gobierno libertario montó un esquema de campañas mediáticas con una línea estigmatizante que no es nueva. A lo que sumó el plano judicial. El objetivo, según explica Gramajo, es desfinanciar la política pública. En el caso de la urbanización de barrios populares “no existen más las cooperativas, no se hacen más cloacas, están frenadas las obras para llevar agua potable”. Algo similar ocurrió con el Potenciar Trabajo. Luego de una campaña para “deslegitimar el programa”, el monto de las asignaciones se congeló. De hecho, el programa fue desguazado y se desfinancian las “unidades productivas”.

En lo que respecta a la política alimentaria, la ultraderecha no tuvo el mismo éxito. La campaña sobre los “comedores fantasma” y “gerentes de la pobreza” se chocó con la realidad social. Seis meses estuvo el Gobierno sin entregar mercadería a los comedores y merenderos populares en un país con una pobreza que pasó del 44,7% al 55,5% y una indigencia que fue del 9,6% al 17,5% entre el tercer trimestre de 2023 y el primer trimestre de 2024, según el Observatorio Social de la UCA.

Pero el terreno judicial terminó siendo un bumerán. A partir de presentaciones en la Justicia que llevaron a cabo las propias organizaciones y revelaciones periodísticas, se conoció que el Ministerio de Capital Humano guardaba 5 millones de alimentos en dos galpones en el norte del país y el Gran Buenos Aires. El Gobierno ensayó primero una serie de explicaciones contradictorias, pero finalmente debió repartir los alimentos ante la intimación de la Justicia. Fue la segunda crisis política de envergadura junto al conflicto por el ahogo presupuestario a las universidades. El escándalo fue de tal magnitud que obligó a la renuncia de Pablo de la Torre, secretario de Niñez, Familia y Adolescencia, después de que fuera denunciado por el propio oficialismo en la Oficina Anticorrupción por irregularidades en la contratación de personal.

Eduardo “Chiquito” Belliboni, coordinador nacional del Polo Obrero, destaca que el objetivo es “quitarlos de la calle”. Belliboni integra una organización que mantuvo siempre una postura de independencia política de los gobiernos de turno. Sin embargo, reconoce que hay un salto de calidad en la hostilidad de la ultraderecha hacia las orgas. Él mismo atraviesa un proceso judicial en su contra junto a otros compañeros del Polo Obrero. Al mismo tiempo comprende que el Gobierno va a encontrar límites por la brutalidad de su plan económico. En realidad, lo que pretende es “tomar el aparato del Estado al servicio del gran capital y destruir los derechos sociales y económicos”. 

 

mutaciones populares
 

En el plano judicial el embate más fuerte es la causa que se tramita en el juzgado federal a cargo de Sebastián Casanello, impulsada por el fiscal Gerardo Pollicita, a partir de una denuncia del Gobierno contra un grupo de dirigentes sociales por supuesta extorsión a beneficiarios de planes. Se suman las campañas contra Juan Grabois y la gestión de Fernanda Miño al frente de la Secretaría de Integración Sociourbana (2019/2023) que no se tradujeron en denuncias formales. 

Para Menéndez se trata de una “operación muy básica, pero es un ejercicio inteligente del Gobierno poder identificar las debilidades que se encuentran en los márgenes de la organización para presentarlas como la cabeza de la pirámide”. Algunas de las “debilidades” que menciona Chucky están asociadas con el desarrollo de las propias agrupaciones y sus dinámicas organizativas. “Lo que pasa también es que cuando vos administrás, digamos, o cogestionás políticas públicas, la lógica de la administración te desvirtúa o te desborda en la tarea de la organización social”. Esas tareas a las que refiere están alimentadas de discusión interna y participación, elementos claves. Sin los anticuerpos necesarios, la organización se burocratiza. En efecto, los primeros movimientos de trabajadores desocupados eran agrupaciones menos masivas, con un puñado de militantes barriales y una estructura casi delegativa. Hoy estamos frente a estructuras más complejas con presencia en prácticamente todo el territorio nacional.

Hacia la mitad del gobierno de Alberto Fernández, una de las primeras voces de alerta sobre el malestar con la política social provino de la propia Cristina Fernández de Kirchner. La exvicepresidenta advertía acerca de la penetración en el mundo popular de idearios como el mérito personal en el contexto de una cultura antiestatista y de autoexplotación. Milei supo capitalizar electoralmente estas aspiraciones de los protagonistas de la economía popular. 

Dina Sánchez es secretaria general adjunta de la UTEP y vocera del Frente Popular Darío Santillán. Analiza el proceso de pregnancia del ideario neoliberal en los barrios populares que, según entiende, se aceleró a partir de la pandemia. “Se empezó a ver en los barrios un proceso distinto entre el vecino que laburaba en un almacén y el que estaba organizado dentro de una cooperativa de construcción, textil, o enmarcado en la economía popular. No solo por el discurso de los medios de ‘cobran un plan y no trabajan’, sino al notarse que el vecino organizado tenía resueltas cosas que otros vecinos no: el cuidado de sus hijos en los espacios comunitarios, la alimentación, el trabajo con ciertos derechos peleados dentro de la economía popular”. Del análisis de Sánchez pareciera surgir que la pandemia expuso de manera brutal carencias que ya existen, al mismo tiempo que ensanchó una especie de grieta —que ya existía matizada— entre incluidos y no incluidos en el propio barrio. “Se puede haber generado, en trabajadores informales o precarizados, un sentimiento de odio o resentimiento hacia ‘los planeros’, que son los mismos que cuidaban en la pandemia y garantizaban las ollas en el barrio”. 

De todas formas, Sánchez entiende que en un contexto como el actual, donde los niveles de pobreza pueden llegar a ser insostenibles, la organización comunitaria va a jugar un rol fundamental. “Sabemos que para muchos es difícil entender qué es eso que llaman organizaciones sociales. La organización comunitaria básicamente es una consecuencia de la ausencia del Estado. Cuando el Estado se va, desaparecen sus políticas o se achica el presupuesto, lo que surge es la organización comunitaria para dar soluciones colectivas a los problemas comunes”.

Carlos “Charly” Fernández Kostiuk, referente nacional del Frente de Organizaciones en Lucha (FOL), arriesga que uno de los problemas es que los movimientos hayan asumido una especie de “tercerización” del rol del Estado. En los programas sociolaborales se requiere que las personas beneficiarias cumplan una contraprestación laboral. La certificación de la asistencia supo estar a cargo del gobierno. La novedad que trajo el Potenciar Trabajo fue que las organizaciones pasaron a certificar que los beneficiarios cumplan la contraprestación en las “unidades productivas” que gestionaban. “Mucha gente no entendía que [el Ministerio de] Desarrollo Social y la Unidad de Gestión de un movimiento social no eran lo mismo. En la percepción de la gente vos le podés explicar, pero después, en concreto, entiende que acá hay uno que dice si fuiste o no a laburar. Es en ese ángulo que ellos más nos pegan a las organizaciones”. 

Nicolás “Paragua” Caropresi, militante del MTE y referente nacional de la UTEP, no duda en apuntar al rol de contralor por parte del Estado: “Si vos me decís los errores, para mí es no haber exigido mayores controles en la ejecución de los programas y no haber sentado bases más sólidas y estructurales ni avanzado en reglamentaciones más locales o municipales de las diferentes cuestiones del trabajo”. Pero lo considera un debate a futuro dado, que “lo que está pasando es una guerra”. 

 

perder el control
 

Si tomamos como punto de partida 2016, las organizaciones sociales se agruparon de manera distinta. Por un lado, las que integran la UTEP y, por otro, las reunidas en la “Unidad Piquetera”.

Las primeras apuestan a la organización de “el trabajador y la trabajadora de la economía popular”, que se “autoinventa su trabajo”. La lucha, de corte gremial, es para que el Estado garantice derechos. La “Unidad Piquetera” sostiene una idea más clásica: demanda por “trabajo genuino” y políticas de contención social del desempleo, pero manteniendo distancia o autonomía de la lógica estatal.

Estas diferencias se expresaron, por ejemplo, en el modo de involucrarse en el diseño de la política pública. El pedido de controles —desde protocolos informativos hasta la realización de auditorías— partió de las propias organizaciones de la UTEP. De hecho, la línea telefónica que está a disposición de los beneficiarios del Potenciar Trabajo para realizar denuncias ya existía con antelación a que Patricia Bullrich la utilizara para montar sus operaciones criminalizadoras.

Francisco Longa, investigador del Conicet, plantea que “hay organizaciones que evidentemente tienen un énfasis más cuidado en la aplicación de la política pública y otras que le prestan menos atención. Si bien esto no implica corrupción, en la práctica implica que los trabajos que realizan sean menos sofisticados y menos elaborados, o pensados de manera asistencial. Otras pensaron el Potenciar Trabajo, por ejemplo, de manera estratégica y sindical. Son las que adhirieron al concepto de economía popular. Allí hubo un celo por mayor prolijidad. Se ve también con las organizaciones que se hicieron cargo del FISU, que se manejaron con auditorías locales y externas”.

Otro flanco que analiza Charly Fernández es la tensión entre la política universal y la focalizada. Para el referente del FOL había una oportunidad a la salida de la pandemia para instrumentar un ingreso universal como podría haber sido el IFE. Eso no ocurrió por falta de voluntad gubernamental pero también por divergencias internas. En su lugar creció el Potenciar Trabajo, lo que derivó en un problema a la hora de instrumentalizar una política que había sido pensada como un complemento al trabajo. “El Potenciar era algo general pero no universal. ¿Por qué si es general y lo tiene mucha gente no entramos todos? Y encima la que te anota es la vecina de allá que participa en ese comedor. A unos sí y a otros no”. Caropresi comparte que hubo una oportunidad para pelear un ingreso universal y en todo caso “seguir pensando al Potenciar Trabajo como una política de trabajo, no de transferencia de ingresos”. 

Francisco Longa reniega de la crítica a la intermediación: “La intermediación es necesaria porque el Estado no llega. No pensar eso es una ingenuidad”. En efecto, en la medida en que no haya transformaciones estructurales en un contexto de tanta precariedad como el actual, esa crítica resulta secundaria. La política alimentaria es un ejemplo concreto. Sin la intervención de organizaciones sociales y/o eclesiásticas, el Estado no puede ni siquiera garantizar que la comida llegue a quienes más lo necesitan.

 

¿frente o retaguardia?
 

A partir de 2003 la política asistencial del Estado se basó en la economía social desplegada por las organizaciones de desocupados en los noventa. El MDSN promovió el fortalecimiento del tejido social por medio de programas de empleo autogestivo y asociativo como el plan Argentina Trabaja, el Manos a la Obra, o el Ellas Hacen. De esa forma se subsidiaron emprendimientos cooperativos controlados por el Estado nacional y municipal. Esta modalidad de la política social, sin embargo, fue recibida por las organizaciones de manera crítica. Primero a raíz del grado de autonomía que reclamaban en contraposición a políticas sociolaborales que consideraban implementadas “desde arriba”. En 2009 un conjunto de orgas se movilizó a las puertas del MDSN bajo la consigna “cooperativas sin punteros”, en referencia al poder de control que tenían los municipios. La otra polémica se vinculaba con el carácter transitorio o permanente de la política sociolaboral. Para ciertas organizaciones no existía trabajo para todos en la etapa del capitalismo actual, y el rol del Estado en cooperación con las organizaciones debía ser central.

Hoy parte de esa polémica está saldada. Los niveles de deterioro social serían insoportables y mucho más graves sin la presencia de la organización comunitaria en los territorios. La crisis de las capacidades estatales para penetrar en realidades sociales cada vez más permeadas por lógicas mercantiles es evidente. De la misma forma, la emergencia de un gobierno libertario y salvaje pone en escena una crisis de la organización desde abajo. Se trata de una crisis paradojal ya que esas orgas lograron un importante crecimiento y fortaleza comparado con otros momentos históricos, mientras las condiciones materiales de las clases populares se deterioraron. Incluso las agrupaciones que no apoyaron al Frente de Todos se fortalecieron. Cada vez que coparon la Avenida 9 de Julio tuvieron éxitos reivindicativos mientras el mal humor social incubaba la reacción.

El ataque por arriba del gobierno de Milei y la antipatía por abajo en los barrios obliga a una profunda revisión. Pero ¿quiénes deben hacer ese balance?

En principio sería deseable que las propias organizaciones y de manera colectiva. Luego, ¿es momento de hacer un balance con apenas seis meses de gobierno mientras llueven los allanamientos a militantes sociales y se suceden acusaciones gravísimas y canallescas en los medios de comunicación nacionales? ¿No debería el conjunto del sistema político también hacerse preguntas profundas sobre la representación?

Algunos de estos interrogantes verán luz cuando un nuevo ciclo de luchas y resistencia madure de manera inevitable, antes de que el tendal de miseria producto del experimento libertario sea mayor. ¿Están en condiciones las organizaciones sociales de ponerse al frente de ese proceso? ¿O serán la retaguardia con su bagaje, experiencia y estructura para nuevos sujetos y actores como lo fueron las propias organizaciones veinte años atrás?

Pronto lo sabremos. Mientras, el tejido comunitario y las ollas populares son un espacio de solidaridad y organización en una realidad inédita, compleja y desafiante.

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