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informe sobre cerdos argentinos
Es la carne más consumida en el mundo, hoy palo y palo con el pollo, y en Argentina no para de ganar lugar en platos y parrillas, a fuerza de precio y calidad. Pero el poder de compra deprimido y los altos precios del maíz y la soja empujan a los pequeños productores a abandonar, mientras los más grandes sueñan con exportar.
Fotografía: Martín Rata Vega
13 de Julio de 2024
crisis #63

 

El hambre de los cerdos en otros rincones del planeta mueve las manivelas del principal complejo exportador argentino. La harina de soja producida acá tiene como primer destino la Unión Europea, principal vendedor de carne porcina a China, quien también recibe casi todos los porotos de soja argentinos para sus cerdos. El país oriental no compra si no le saca provecho a su complejo aceitero, que muele y muele poroto no solo argento sino también brasileño y estadounidense.

Convertir grano en carne es la base de este complicado ida y vuelta en el que empresas y países les ponen precio a las necesidades alimentarias humanas. Por eso cualquier conciencia desprevenida que reconstruye este intrincado periplo queda en las puertas de una vieja pregunta: ¿y si en vez de exportar el grano mandáramos la carne?

“Hacen falta cuatro cosas para producir cerdos: maíz, soja, agua y tierra. Argentina las tiene todas”, dice el veterinario y consultor Jorge Brunori desde Marcos Juárez, Córdoba, localidad histórica en el asunto porcino. Sin tonada cordobesa, que según él empieza unos 60 kilómetros más hacia el centro de la provincia, señala el problema del momento: “El precio del cerdo no puede subir por el poder adquisitivo de la gente. Con la última devaluación aumentaron 20% los costos y el precio bajó 25%. La carne llega barata pero el productor se está fundiendo”, dice, y aventura una salida: “Con la cantidad de grano que producimos, que incluso Chile transforma en carne y exporta, es ridículo que no hayamos consolidado el mercado de exportación. Si el 30% saliera, descomprimiría la situación”.

“Ahora van a desaparecer pymes intensivas, no el que tenía 20 chanchas a campo, que cada tanto parían. Sistemas eficientes, gente que invirtió, porque se vende a1050 pesos el kilo vivo y el costo está en 1350 pesos”, dice Ismael Dolso, consultor y veterinario riocuartense. “¿A Argentina le interesa la producción porcina? ¿Queremos ser un país productivo y convertir los granos en carne?”, pregunta. Exproductor, ahora contento renegando menos con su trabajo de consultor, dice: “Siempre somos moneda de cambio. Para que los senadores tucumanos voten la Ley Bases, arreglan exportar limones a Brasil. Sinceremos si nos interesa más vender autopartes de Córdoba y Pacheco a Brasil y que ellos nos manden los cerdos”.

 

 

cerdos sobre el cemento
 

Primero está elegir el tipo de madre y el padrillo. Hay genéticas de carne más grasosa o musculosa, otras que aguantan mejor el sol y el calor, otras que tienen muchos hijos, y así. Se elige la ecuación de acuerdo con lo que se tiene o se proyecta tener y de esa cruza, que a veces se hace por inseminación artificial, nacen los lechoncitos, de 1,6 kg. En menos de seis meses, las crías pueden llegar a 120 kilos pero no todos los productores se ocupan del proceso entero.

En la jerga porcina, capón se les llama por igual a hembras y machos grandes castrados luego del destete. El valor del kilo de capón es la referencia clave: de su relación con el precio del maíz y de la soja se deduce cómo está la cosa. Los capones ingresan al frigorífico y pronto son medias reses colgando de perchas, que pasan al centro de deposte para convertirse en los cortes y chacinados —fiambres y embutidos— que los frigoríficos producen. Un corral de gestación, otro galpón adonde van a parir y tienen los lechones hasta el destete. Otro de recría, hasta cierta edad, y finalmente los corrales de engorde.

Así se organizan habitualmente los establecimientos porcinos, hoy volcados en su mayoría al confinamiento de los animales. Se trata de aprovechar el metro cuadrado. El galpón de las madres para cerdas grandes, separadas en casilleros, con una tolvita de alimento que nunca se vacía y agua en chupetes a disposición, tiene a decenas o cientas en la misma condición, según la escala del establecimiento.

El destete natural que se da a los tres meses aquí se hace a los 21 días. El riesgo de mortandad ahí es alto porque a los lechoncitos les baja el sistema inmunológico. “Ahí cualquier bacteria lo tumba, lo hace ocote”, dirá un criador. Las cerdas tendrán dos partos y medios al año, entre ocho y diez en total, hasta pasar a descarte.

Un cerdo de 120 kilos necesita 0,85 metros cuadrados para desarrollarse, dicen los protocolos de bienestar animal. El galpón de engorde tiene a los animales juntos, convirtiendo lo que comen en músculo y tamaño. Todos cagan y mean juntos: una bendición fertilizante que resulta un problema si no se reutiliza o trata con —carísimos— biodigestores.

“Hay tantas complejidades que la ecología queda para después. En otros lugares del mundo si ponés paneles solares te bonifican impuestos”, dice un productor militante del engorde confinado. “Hay que hacer un sincericidio: querés un cerdo más ecológico, entonces vale tanto. Los Estados tienen que poner los huevos, también. Si quieren el cerdo feliz, pongan la plata”, dice otro que prefiere figurar con su nombre en frases más felices. “Hoy sacamos de los galpones la tierra para hacer los terraplenes y la bosta va ahí, está para el orto, pero todo eso necesita una inversión”, agrega, y remata: “Los créditos del Estado son claves para eso”.

 

 

cerdos criollos
 

La historia nacional de la porcicultura es larga como lo atestigua la centenaria y hoy dominante empresa de origen santafesino Paladini. Pero tiene un parteaguas en los años noventa. Hasta esa década era la opción principal para quienes vivían en zonas donde el cultivo del maíz era preponderante. Córdoba, Buenos Aires y Santa Fe, en ese orden, fueron desde entonces las provincias con más porcinos.

Los cerdos se vendían todo el año a la industria chacinadora y estacionalmente como lechones. La cantinela de agregarle valor al grano se hacía efectiva a pequeña escala y el negocio daba para reinvertir en instalaciones que aún estaban hechas a medida de la cría y engorde de entonces: el cerdo criado a campo.

Casi en el mismo año en que el mercado concentrador de Liniers dejó de recibir cerdos, comenzó a implementarse en los frigoríficos un sistema electrónico de medición de la relación masa/músculo en los cerdos, que apunta a establecer cuán magras son esas carnes. Lo que antes hacía a ojo un inspector de la Junta Nacional de Carnes ahora con su precisión empujaba al mejoramiento genético y de alimentación de los animales para no quedarse afuera de un mercado que empezaba a exigir carnes menos grasosas: el fiambre ya no era la única medida de las cosas. Mientras aparecían las primeras carnicerías de cerdo, un 35% del consumo interno de cerdos se importaba de Brasil.

 

el tiempo está a favor de los grandotes
 

En el siglo XXI el cambio es rotundo. Se pasa de 6 a 16 kilos habitante/año hoy consumidos y se revierte la relación: ahora es 70/30 entre carne y fiambres. Los comoditizados precios del maíz y la soja bambolean la estructura de costos —un 70% del costo en la producción confinada— al igual que el precio de la tierra, que se multiplica. El confinamiento es la forma de aprovechar a fondo el metro cuadrado de campo y los corrales segmentan los periodos productivos, que algunos integran y otros resuelven asociándose. Un criadero de 150 madres que ocupaba 10 hectáreas, confinado, ocupa una.

Las inversiones para las nuevas instalaciones son de alrededor de 8 mil dólares por cada madre. Los retornos del negocio porcino realmente existente no dan para tanto, y quienes solo se dedican a eso van quedándose atrás, mientras algunos actores ganan tamaño gracias a la aparición de inversores, firmas de granos que se diversifican y/o industriales que ponen la torta. Se pasa a lo que ahora todos reconocen: “Este es un negocio de escala”.

“Preguntale a un productor que tenía cincuenta chanchas a campo y pasó a confinado si volvería de nuevo al sistema al aire libre. Te dice ni en pedo”, mete cuchara Dolso. El problema es que la unidad de producción que permite a una familia vivir cada vez debe ser mayor: el negocio de escala se traduce en menos gente viviendo en el campo.

“Es probable que dentro de diez años una granja chica sea de 200 madres, no de 50 como es hoy. Quiere decir que los pequeños y medianos tendrán que buscar una nueva escala vía inversión o asociación”, dice Brunori. Dolso tira cifras más complicadas: “Hace veinte años con 150 madres confinadas vivías bien. Hoy la unidad productiva está en 500 madres intensivas”. Es que, en su cálculo, el criadero tiene que ser sustentable con su propia producción para que no solo los terratenientes puedan producir chanchos.

“El nivel de desaparición de productores porcinos es alevoso. En el pueblo mío hace cinco años éramos 18 productores porcinos, hoy quedamos 3”, dice Pablo Pailolle en Camilo Aldao, sur cordobés, centro histórico de la producción porcina. Junto a su hermano tienen 60 hectáreas en las que hacen maíz y soja y tienen unas 100 madres, pero hoy no alcanza. Miembro de FECOFE (Federación de Cooperativas Federadas), y de la Mesa Agroalimentaria Argentina, defiende una producción mixta, que confina y tiene a campo sus cerdos. “Los grandes saben que hoy pierden, otra estructura financia esto, y que pueden absorber las pérdidas sabiendo que la torta se da vuelta y tienen un año de buenos precios para recuperar”, dice.

 

 

de capón a res
 

En el Frigorífico Regional Saladillo trabajan unas 250 personas. En 2020 cambió de dueño y dejó la vaca para especializarse en cerdos. Desde entonces trabajan asociados a Cabaña Argentina (Pacuca), quien provee la mayor parte de los cerdos que allí se faenan. Salen camiones frigoríficos con cortes, fiambre o choris, principalmente a supermercados, o a alguna de sus cinco carnicerías de cerdo que venden directo al público. Llegan camiones con cerdos de engorde, que están un día en un corral de descanso y al día siguiente van entrando de a grupitos al matadero.

Los capones ingresan uno a uno al box. Allí los espera el noqueador, que moja y da una descarga eléctrica dejando inconsciente al animal. Los 120 kilos caen por una compuerta que se abre. Abajo, el degollador clava primero un cuchillo que abre la piel y después otro que corta la yugular, como indican las normas de bioseguridad.

El índice de vocalización mide de cada 100 cerdos cuántos gritan antes de ser faenados. Los frigoríficos trabajan para reducir el griterío en las compuertas del matadero y cumplir con las demandas de bienestar animal. “Siempre uno para más la oreja si el chancho grita, es un aviso que te está haciendo. Mal o bien, uno está acostumbrado”, dice Andrés, experimentado noqueador, que valora los esfuerzos para que el animal sufra lo menos posible: “Antes se le ataba la pata y degollaba colgando, ¿sabés cómo gritaba?”, recuerda.

El cerdo recién muerto, todavía con espasmos nerviosos, es mañado: se lo cuelga de la pata para que siga su camino industrial. Le sacarán las vísceras, analizarán un pedacito de su carne en laboratorios para descartar enfermedades, y el cuerpo seguirá sin pausa rumbo a una llamarada que lo deje sin pelos. Otros hombres con cuchillos repasan para dejar limpio el animal, ya media res, cuando una sierra lo divide en dos. La coreo sigue en una sala de unos 40 metros cuadrados donde a todo ritmo trabajan alrededor de 60 hombres. Las reses entran desde las salas de refrigeración y caen de a dos sobre la mesa en la que, a toda velocidad, con cuchillos y sierritas eléctricas que cuelgan, se separan primero las patitas y manos —lo único exportable—, luego el jamón, de donde saldrán los cortes para milanesa, y el resto que hace unas décadas se hizo costumbre en las parrillas argentinas. Cada operario hace lo suyo con toda rapidez y pasa al compañero. En una sala contigua siguen su curso los cortes y recortes que pronto serán embutidos, frescos o secos.

 

 

ranking y concentración
 

La magnitud de cada unidad productiva en el campo se mide por las madres. Menos de 10 se señala como producción familiar. Consultores y profesionales suelen dejar fuera a esta escala de la producción por sus ineficiencias. Pero no solo hay productividades alternativas, valor en sí, que en esas familias, vidas rurales, agregan escapando al cálculo empresarial. Esta realidad que va desapareciendo aún es mayoritaria: son más de la mitad del millón de madres que hay en Argentina. “SENASA te dice un millón pero las productivas son 400 mil madres”, aclara Brunori.

Un productor de 50 madres hoy es considerado pequeño. De allí a 500 van los medianos. Arriba de 500 son los grandes. En Argentina existen granjas de hasta 15 mil madres. El ranking de productores, que no debe confundirse con el de faena —de los frigoríficos—, puede resumirse así: Isowean, Córdoba, es el más grande, hoy con 15 mil madres y priorizando la cría. Paladini, cerca de San Nicolás, con 12 mil madres, integrando todo el circuito del campo a la comercialización. La Piamontesa (Averaldo Giacosa y Cía.), que compró hace un tiempo Campo Austral, con sus 8 mil madres, está integrada también, como Pacuca (Cabaña Argentina), de 7 mil madres. Conviene mirar este ranking junto al de los frigoríficos.

En 2023 lideró Paladini con 447 mil cabezas faenadas; La Pompeya (Marcos Paz, Bs. As.), 310 mil; Ceryvac (Virrey del Pino), 220 mil; Cabaña Argentina (que hoy faena en el Frigorífico Regional Saladillo), con 210 mil; y La Piamontesa, con 189 mil.

“No está ni tan atomizado como el vacuno, ni tan concentrado como los pollos. El ideal para cualquier economista. Todas pymes, en la cría, como en la industria”, dice Daniel Fenoglio, hoy al frente de la Asociación de Productores Porcinos y presidente de Cabaña Argentina, cuarta criadora en importancia y comercializadora de carnes porcinas, del Grupo Blaquier.

En Argentina la concentración no es tan alta como en Chile, donde las cinco empresas más grandes representan el 90% de la oferta, ni como Brasil o México, donde las cinco grandes ofrecen casi la mitad. Sobre las 8 millones de cabezas faenadas en 2023, los diez principales grupos dedicados a los porcinos en la Argentina faenaron casi un 30% del total.

Hacia allá vamos, porque el negocio de escala va concentrando la cosa, pura mecánica ciega del capital.

 

 

un cubano en los kilómetros
 

Víctor Pileta dirige un proyecto productivo de La Dignidad Rural en Virrey del Pino, La Matanza, a la altura de Mercedes Benz pero al fondo, en unas 10 hectáreas que alquilan con la organización. Caminamos por entre los maíces amarillentos de fines del otoño. Sus lechoncitos están aprendiendo a respetar los hilos electrificados que dividen el campo. Vitico hace números gruesos: “Si el kilo está 1000 pesos, 10 madres al año te dan 10 millones de pesos. Los convencionales gastan más de la mitad en alimento. Con mi método gasto la mitad que esos locos”, dice con la tonada de su Cuba natal intacta.

“Hoy si no es en pastoreo ni lo intentes. Con estos costos la gran oportunidad que veo yo, que soy agrónomo y no veterinario, es sembrar”, dice y explica que aplica el pastoreo racional Voisin, un método para que los animales pastoreen en cuadrantes distintos y roten para optimizar rendimientos.

“Esto es lo que diseñé acá, lo estudié, vi los tiempos de las malezas. Como este yuyo colorado, el amaranto. Esto es comida de cosmonauta, tiene todos los aminoácidos esenciales, capo”, dice mientras esparce por su palma los granitos de esa planta allí silvestre, que fácilmente se extiende en la zona para disgusto de agricultores convencionales de la zona.

“Mi proyecto original era irme a 50 madres y dedicarme solo a reproducir. El proyecto estaba a punto de salir y se congeló todo. Ahora tengo 8 y voy a bajar a 5 porque no da, está muy bajo el precio”, dice y saca del horno carne de un cerdo que hace poco pastoreó por allí. “El animal que te estoy dando no tiene precio: sin sufrimiento, sin antibiótico. No me gusta confinar a los animales pero ahora además no cierra el número. Un Auschwitz en gallinas, uno en vacas, uno en cerdo… todo ese sufrimiento te pasa, de alguna manera te llega”. Mientras quedan solo los huesos sobre el plato, agrega: “Los animales en cautiverio duran cinco años. En pastoreo hasta quince. Yo no digo que es un criadero, esto es un spa”.

 

medianos
 

“Estamos ingresando al negocio cuando mucha gente está saliendo. Tenemos más espalda para esta etapa que es muy mala. Queremos llegar a 3 mil madres. Producimos maíz, soja, tenemos el criadero y nos asociamos con el frigorífico… Creemos que va a ser rentable, no una locura, pero rentable”, dice Martín Guaita, comerciante de frutas y verduras que hace un tiempo apuesta al cerdo. Dos criaderos a corral en la provincia de Buenos Aires de 300 y 250 madres son el punto de inicio de su apuesta que, como todas, compite con la potencia verdeamarelha. En el país vecino pasan dos cosas relevantes de este lado. Por un lado, no le dan el valor que nosotros le damos a la bondiola y, por lo tanto, no tienen problema en venderla bien barata porque es algo que de aquel lado no se aprovecha tanto. Por otro lado, la ractopamina, una hormona que se les da a los cerdos y permite que el animal engorde en menos tiempo, aquí está prohibida. Es un anabólico que aumenta la capacidad de retención de agua de los músculos pero deja residuo en la carne. “Nos prohíben usar la hormona pero dejan entrar a la carne con hormona”, señala Guaita. Personal de la Secretaría de Bioeconomía mide la cantidad que trae la carne de Brasil. “La mitad viene con niveles altos y la mitad con niveles aceptables”, dice un conocedor del asunto, que agrega: “160 países del mundo no compran a países que usan esa hormona”.

 

 

exportación
 

La representación gremial de los productores puja por que el kilo vivo suba y que las cadenas de supermercados y las carnicerías abandonen una costumbre: sacarle más rentabilidad al cerdo que a la vaca, para recuperar con uno lo que la otra no da. El otro punto de equilibrio sería la salida exportadora: “Argentina está destinada a ser, después de Brasil, el mayor productor del mundo. El hemisferio norte está decreciendo en su producción por presiones de partidos verdes, animalistas… y no tienen granos y agua, como tenemos nosotros”, dice Fenoglio, que señala también los desafíos: la apertura de mercados y la infraestructura de los frigoríficos.

El único año desde 1992 en que la exportación de cerdo (41 mil tn) superó a la importación (22 mil tn) fue 2020. El resto de todos estos años la importación le ganó a la exportación. 2024 comenzó con la importación planchada por la baja en el consumo y el precio local, también desplomado, que vuelve cara la carne brasuca. Que la carne vacuna se exporte y el cerdo ocupe su lugar es el plan de convergencia entre los grandes de los negocios cárnicos.

Poco antes del confinamiento pandémico, también de China llegaron noticias: la prensa de Biogénesis Bagó, de Hugo Sigman, difundió que por la cercanía con los principales productores de cerdo de ese país “surgió la posibilidad de acercar a las partes para trabajar en una asociación binacional para pasar de una producción de 6 a 100 millones de cerdos en un período de 5 a 8 años”.

La Peste Porcina Africana había obligado a sacrificar más de 200 millones de cerdos en aquel país y la reducción de la oferta de esa carne era un asunto de seguridad nacional. Esto en paralelo al inicio de varios proyectos de granjas verticales en la propia China: edificios de 26 pisos para la cría de cerdos, que cerraron más rápido de lo que se pensaba la ventana de oportunidad para abastecer a aquel inmenso mercado.

El proyecto, recordado hoy como el de las megagranjas, se canceló cuando los empresarios chinos concluyeron que no éramos un país amistoso para eso por el activismo ambientalista, que denunció su megalomanía, que implicaba multiplicar planteles e infraestructuras en un interín de tiempo sin medir el impacto de tamaña transformación. “Después de que China resolviera su problema, esas granjas se hubieran comido todo el mercado interno”, confiesa un colaborador en aquellos borradores.

“Para mí esa posibilidad sigue latente. Con los chinos o con algún otro país del mundo. La Unión Europea se empezó a retirar del mercado cárnico. Esa producción se va a trasladar a Latinoamérica”, dice Brunori.

 

 

sur cordobés y después
 

Reducción y Paso del Durazno son algunas de las localidades del oeste riocuartense, principal proveedor de cerdo del viejo Mercado de Liniers, donde predomina el maíz. Hoy los campos se alquilan a Aceitera General Deheza —que también cría miles de cerdos por la zona— y otros pooles de siembra, porque acá, en vez de agregar valor a los granos, los cerdos implican perderlo. Los campos de maní y las granjas pequeñas de cerdo eran lo habitual por estos lados. Por aquí aún anda Olega, una de las grandes, pero cada vez más esa oleaginosa fue plantándose hacia el sur, llegando a Buenos Aires.

Por la Ruta 8, a bordo de su F100, maneja Claudio Demo, ingeniero agrónomo, docente de la Universidad de Río Cuarto, y criador de cerdos a campo en las hectáreas que tiene con su familia en Reducción, que hasta el 1985 eran tamberas y se reconvirtieron a ganadería y agricultura. Todos los martes Claudio engancha a su vehículo el transportador de los chanchos que van a faena y terminan en la carnicería de la cooperativa Cooperchc, que en Río Cuarto vende carne y embutidos. “Yo recupero rastrojos. Al menos el 50% de los cerdos que se producen en el país deberían ser provenientes de residuos de la industria, de rastrojos, de lo no digerido, los feedlots o del maní”, dice mientras suelta los chanchos en el cuadrante de campo donde ayer pastaban las vacas, para que coman la bosta con los granos de maíz que no digirieron. “El problema de la eficiencia tiene que mirarse integralmente. La trampa es que hay un costo que la producción empresarial le suma a la sociedad. Es lo que cuesta ambientalmente la forma de producir cerdos confinados. En mi sistema todo se aprovecha y los desechos abonan la tierra”, dice Demo, que tira números: “Tenes 300 mil hectáreas en Argentina, multiplicalo por 100 kilos de cerdo: mirá cuánto alimento gratis tenés”.

Sus cerditos comieron rastrojos de maní en la mañana y ahora duermen a la sombra. Terminarlos con maíz es la fórmula de Demo, que lleva a crisis a conocer a los chancheros tradicionales de la zona.

—En Argentina en la puta vida se vivió del chancho —dice Daniel.

—Con Lanusse, el chico y el grande andaban bien porque dos veces a la semana se prohibía la venta de carne vacuna, que había que exportarla, ahí anduvo, después cagamos —dice Víctor, que muestra las instalaciones que pudo montar en los años ochenta, cuando la cosa todavía andaba y el confinado era un rumor que venía del viejo continente.

—Yo sostengo que así deberían ser todos los criaderos, porque la gente vive acá, cuida a los animales —dice Demo.

—Pero, Claudio, lamentablemente, vamos muriendo —le contesta Víctor, que nombra a un puñado de familias gringas: todas se pasaron a la siembra o alquilaron y se fueron a la ciudad.

“Unos vecinos hacen chancho atrás de un feedlot y engordan un capón cada cuatro novillos. En Argentina se engordan 16 millones de vacas en feedlots. Tenés por lo menos 4 millones de chanchos que se podrían alimentar con el maíz que no digieren los novillos”, hace las cuentas Demo, que ve futuro en una producción que, molecularmente, abastezca y persiga la eficiencia y la productividad pero desde perspectivas más complejas que la ganancia de corto plazo.

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