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esa herida que conecta
Lejos de las políticas de rescate y las promesas de salvación, la Red Puentes arma una vida posible para quienes no llegan a ser ni el último orejón, porque están afuera de todos los tarros. Vanesa Escobar, la coordinadora nacional, todos los días cruza ida y vuelta la pasarela que va de la gestión estatal a la construcción social. Un vínculo lábil como la vida misma, hoy.
Fotografía: Tony Valdez
17 de Abril de 2020
crisis #41

 

“No nos creemos superhéroes”, responde Vanesa Escobar en la radio. La conductora insiste con su idea: decimos “la Patria es el otro” pero no hacemos nada, en cambio ella, Vanesa, desde la militancia, sí. Después dirá que la idea de pueblo le gusta más que la de patria, pero al aire levanta el guante: “Lo que pasa con quienes tenemos vidas militantes es que empezamos a asumir tareas y responsabilidades”, dice, y habla de construcción colectiva, de intentar restituir lazos, en especial para los pibes y las pibas que están en el fondo del tacho, con problemas de consumo, en la calle. Tiene treinta años, es profesora de Lengua y Literatura y coordina la Red Puentes, un proyecto comunitario de salud fundado por el Movimiento Popular La Dignidad y la Corriente Villera Independiente. Es difícil correrla del nosotros y arrancarle un yo: hasta para las fotos se incomoda al ocupar sola la escena.

Durante los primeros tiempos, cuando daba el taller de literatura para la Red en Barracas, soñaba mucho. Cuenta que es común entre quienes empiezan a trabajar en ese espacio. Ahora tampoco duerme tanto, pero por otros motivos: corre de acá para allá, de casa en casa, de reunión en reunión. Dice que hay días de los buenos: “Los días en los que sentís que algo concreto se había transformado: cuando ganamos reivindicaciones en la calle para que los pibes y las pibas pudieran acceder a una mejoría de sus vidas. Ninguno de los días que recuerdo como buenos fueron en soledad”. Y hay días de los otros, en los que la noche termina en un hospital para acompañar a un chico al que le pegaron un botellazo, o en los que la jornada se fue de acá para allá en la pelea para que se pudiera enterrar a un pibe que era del barrio pero que, al no tener DNI, pretendían sepultar en otro lado. Ante esa literalidad extrema de no tener donde caerse muerto, Escobar acompaña: “Todos esos pibes y esas pibas son considerados desechos. Para nosotros son vidas, compañeros, compañeras que viven un momento complejo”.

Puentes es una cooperativa de trabajo. Hace ocho años, en la villa 21 de Barracas, surgió el planteo. Eran madres, hermanas, primas, en su mayoría mujeres que salían a buscar a los pibes que estaban complicados por el consumo. Como integrantes de la Corriente Villera, ellas intentaban modos de respuesta diferentes, más integrales. El consumo entre los jóvenes del barrio era —es— cada vez más frecuente y se cruzaba con situaciones cada vez más complicadas. En ese año, 2012, cuando la Red empezó, Vanesa se sumó con un taller de literatura. Al año siguiente, abrieron una casa en Lugano y al año siguiente en Gerli. Hoy la Red Puentes tiene dispositivos en capital y en las provincias de Buenos Aires, Chaco, Córdoba, Entre Ríos, Jujuy, Neuquén, Salta y Santa Fe. Vanesa coordina la Red desde hace cuatro años, cuando tenía 26, y estuvo al frente de ese proceso de federalización.

—En todos estos años, la mirada inicial se complejizó; hubo que acompañar más cosas de las que el proyecto había pensado inicialmente: explotación sexual, situación de calle, cuestiones que tienen que ver con abordaje desde lo integral. Llegan pibes que tienen tuberculosis, VIH, pibas explotadas. ¿Qué pasa con eso? ¿Cómo acompañamos? Siempre está la tensión y la contradicción de hasta dónde llegamos y la construcción de que esto no lo hacemos solos. Ellos están en un sistema que te propone todo el tiempo consumir. La profundización del neoliberalismo también tiene esas consecuencias en un montón de personas.

La idea de la Red es acompañar la vida de esos pibes y pibas que tienen consumos problemáticos. Las casas “de abordaje comunitario e integral” funcionan de 9 de la mañana a 6 de la tarde y buscan contener desde lo cotidiano. Se trata de ayudar a quien tiene que ir a un hospital o a una defensoría porque tiene una causa judicial abierta y se trata también de pasar el día. En la casa las tareas se reparten: limpieza, cocina, luego de la asamblea que da inicio a la jornada hay sesiones grupales e individuales con los psicólogos. Escobar dice que extraña esa convivencia.

Durante los primeros tiempos soñaba mucho. Cuenta que es común entre quienes empiezan a trabajar en ese espacio. Ahora tampoco duerme tanto, pero por otros motivos: corre de acá para allá, de casa en casa, de reunión en reunión.

—Mucho de lo que se construye en las casas tiene que ver con la escucha, la pertenencia, poder entender el dolor del otro, sus alegrías y, a partir de ahí entender lo propio. Claro que hay tensiones. No es la familia de sangre pero hay algo que se juega de ese rol. Algo que tiene que ver con el amor y los límites, porque el amor no significa que bancamos todo. Eso es parte de cuidarnos también. Ese es un modo de resistencia a este sistema que te propone que si el problema es tuyo lo tenés que solucionar vos como puedas. El dolor es colectivo, la salida es colectiva.

Asumir la conducción del espacio le implicó acostumbrarse a la negociación política, a viajar, a mirar por arriba muchas cosas, a atender por ejemplo un llamado desde Salta en el que avisan que hay un problema inmediato: “Una piba quiere romper el frente de la casa”, y calmar desde acá, a 1489 kilómetros de distancia. También trajo otras discusiones, otras tensiones, incluso por los vínculos con el Estado, ya que las casas tienen convenios con la Sedronar (Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación). Con el ingreso de los movimientos sociales a la gestión estatal, de las organizaciones para lograrlo, ella se incorporó a esa dependencia.

—La militancia es un camino que viene a proponer otras formas de relacionarse y pensarse y desde ahí tiene algo de terapéutico y es importante para pensar el trabajo que hacemos en Puentes. Los caminos son empoderantes también porque permiten sentirse parte y pertenecer, es lo que les proponemos a los pibes en relación a no pensarse más solos. Pensarse en comunidad es comprometerse. Para nosotros esa es la revolución.

“Si a alguien lo dejan solo tenés que ir y acercarte”, me decía. En algún punto eso me constituyó como la amiga de quienes siempre estaban medio en el margen y eso me convirtió a mí también en marginal.”

 

quién es esa chica

En una de las casas del MP La Dignidad en San Telmo, Vanesa repasa su recorrido. Habla seria, concentrada. No parece ser de quienes bajan la guardia con facilidad. Ella misma a lo largo de la charla habla de su apariencia “severa”.

—Yo no vengo de la licenciatura en letras. Vengo de un profesorado. Soy docente. Si bien la gran mayoría de las cuestiones tienen que ver con mi formación como militante de los barrios, con caminar las calles, hablar con la gente, hay mucho de mi formación de vida. Vengo de una familia de laburantes. Muchas de las problemáticas la atraviesan. Trabajo desde muy chica, viví en un taller textil, viví en Fuerte Apache.

Cuando estudiaba y todavía no había entrado en Puentes, trabajaba en un locutorio de Flores, cerca de donde vivía por entonces con su mamá y su hermano. El único franco a la semana lo había acomodado para el sábado así iba a alfabetizar a la 21. El resto de los días, cuando salía de trabajar luego de diez horas de jornada, iba a cursar al Joaquín V. González.

—Lo hacía porque tenía la energía de los veinte años. Es difícil sostener una carrera cuando se trabaja un montón de horas. Cuando empecé a trabajar en Puentes tenía un marco más amigable para estudiar. En un trabajo que me resultaba gratificante. Es un lugar donde me encuentro a mí misma.

¿Cómo empezás a militar?

—Gracias a mi vieja, desde cosas que después entendí con el tiempo. Ella siempre me enseñó en el colegio a nunca dejar a nadie solo. “Si a alguien lo dejan solo tenés que ir y acercarte”, me decía. En algún punto eso me constituyó como la amiga de quienes siempre estaban medio en el margen y eso me convirtió a mí también en marginal. Viví en muchos lugares porque siempre mis viejos alquilaron. Nunca supe lo que era una casa propia. Hice la primaria y secundaria en colegios católicos. La típica del laburante que le quiere pagar el colegio al hijo… la secundaria con beca. Mi vieja ahora labura en una de las casas de Puentes. Es muy contenedora, sensible. Coordina la casa de Abasto. La llaman Mamá Gallina.

Lina Martínez, esa “mamá gallina” recuerda una escena: ella y Vanesa abrazadas en Congreso mientras los gases lacrimógenos blurean los alrededores.

—Fue fuerte para mí porque en la militancia se inició sola. Todo su camino lo hizo sola. Yo la acompañaba desde casa, esperando. Yo me preocupaba porque iba a las villas, pero ella me decía que la acompañaban los compañeros. Cuando me hace la propuesta de ingresar a la casa de Abasto como operadora no lo dudé. Me pareció super importante poder acompañar desde otro lugar. Y ahí ya no fuimos madre e hija sino compañeras de lucha. Es una lucha continua de cuerpo a cuerpo todos los días.

Vanesa vuelve sobre la idea de que extraña los talleres con los chicos y reivindica su recorrido desde el profesorado y lo pedagógico:

—Había algo de disputar el capital simbólico que pertenece solo a algunos.. algo de la forma de discutir lengua y poder. Pensar qué lengua hablamos, cómo nos comunicamos. En el cotidiano también eso aparece todo el tiempo ¿Qué significa hablar bien? Lo discutimos mucho. Yo les decía que todos nos comunicamos de modos distintos pero el problema es cuando manejamos un solo tipo de registro y es importante dar esa discusión. El problema de pensar que está bien solo utilizar el habla popular es que después hay un capital simbólico al que no se accede. Tenemos que democratizar eso. Cuando alguien dice: “No importa si escribís con faltas”, claro, porque vos escribís bien. La gente hace lectura de cómo se habla, de cómo se escribe. Mirá qué pasó cuando Kicillof dijo “haiga”. Hay que pensar cómo se disputa ese capital simbólico.

 

no tan distintos

Un día volvía de terapia y vio un perro. Suele saludar a los perros de la calle. Otra herencia de su vieja. Esa vez el perro la siguió una cuadra, dos, cuatro. Terminó en su casa. Un perro negro, callejero, ahí en el monoambiente que por entonces alquilaba. Lo llevó un par de días a lo de unos amigos, pero nadie podía quedárselo así que volvía a su casa. Esto pasó hace dos años. Por entonces, Vanesa estaba con crisis de ansiedad y ataques de pánico. Una noche, Vanesa tuvo un episodio. El perro se dio cuenta de algo, ella no podía respirar bien, y se le fue encima. Ella lo abrazó y volvió a conectar. Ahora se llama Pocho y vive con ella en Parque Chacabuco. Tiene problemas de agresividad, y ella está trabajando el vínculo.

—Cuando uno está triste y solo no toma buenas decisiones. Nos pasa a todos. El 50% de quienes viven en Argentina tiene algún síntoma vinculado a la depresión y la ansiedad; entonces ¿efectivamente es un problema solo de los pibes y las pibas que consumen? En todo caso, lo que sucede es que además de toda la mierda social que deja afuera a un montón, hay cosas básicas que no tienen garantizadas: comida, techo… ¿y si tengo esa vida de mierda por qué querría estar presente? Ahí vemos cómo el consumo de sustancias es un modo de estar ausente. Esto que les pedimos a los pibes, que puedan ver que ese otro u otra no es tan distinto. En la herida de los pibes, yo me encuentro. Me conecta con otra cosa. A veces aparece el discurso de “como vos no tenés problemas de consumo no podés saber”. Me parece que es importante disputar ese sentido. A todos nos tiene que poder conmover lo que le pasa al otro.

“No importa si escribís con faltas”, claro, porque vos escribís bien. La gente hace lectura de cómo se habla, de cómo se escribe. Mirá qué pasó cuando Kicillof dijo “haiga”. Hay que pensar cómo se disputa ese capital simbólico.”

 

Asumir un cargo institucional genera distancias: “Extraño a los pibes, a las casas. Cuando salgo con mi compañero siempre me encuentro a alguien en situación de calle, de trapito, y me saludan. Hay algo que se me juega. Son como hermanos. Pero desde el Estado también se pueden transformar muchas cosas. Por eso es importante nuestra participación como movimiento, para seguir empoderando procesos de organización popular”.

¿Qué se produce en ese cruce entre un movimiento social y el Estado?

—El desafío que tienen las organizaciones sociales es pensar cuáles son los objetivos generales más allá de la función que nos toque cumplir. Nos parece que desde los movimientos podemos llevar la voz a los lugares que ocupemos para dar discusiones que las involucren en el armado de políticas públicas. Aportamos desde una ética aprendida y laburada y conformada en los territorios, con nuestros compañeros y compañeras, basada en el encuentro con el otro. Obviamente surgen tensiones porque sus estructuras son diferentes, incluso los perfiles de quiénes se espera que construyan la política formal como si desde los movimientos no estuviéramos construyendo política. Esa disputa aparece en relación a ver esos lugares no solo en relación al cargo sino a qué tipo de mirada y de voz llevamos y proponemos. Es un desafío enorme: cómo hacer dialogar nuestra trayectoria como militantes con lo que el Estado viene a proponer en un sistema capitalista.

Vanesa vuelve a una idea de lo espiritual. Está bautizada pero ya no se reconoce católica. Le interesan otras ramas, como el chamanismo. Habla de la importancia de respetar la mística, no desde la religiosidad, sino desde otro plano. “Hay algo de lo simbólico en cada uno de nosotros y no mirar eso es poco inteligente de mínima y en muchos aspectos representa no poder mirar qué le pasa al otro con eso”.

La revisión constante. Tanto desde el lugar espiritual como desde la construcción de poder ¿Qué hay con eso del techo de cristal? ¿Cómo pensarlo desde su recorrido? “El error es pensar que el camino es individual. Hay que pensarlo más desde lo colectivo. De cómo reconvertimos esos lugares de poder en lugares donde el poder se piense de otro modo, que apunte a que otras mujeres puedan llegar a otros lugares. Cómo se ejerce ese poder y cómo te enseñan a ejercerlo en este sistema en el que vivimos”. Y entre esas ideas anda, mientras coordina Red en ese espacio que en principio iba a ser algo temporal y que se volvió otra cosa. “Es algo que se va construyendo. Hay una amiga del profesorado que está en Puentes. Con ella hasta hace unos años no nos habíamos dicho de qué tipo de hogar veníamos. Nos daba vergüenza nuestro origen de pobreza. Cuando uno viene de un lugar pobre se buscan estrategias, la ropa, el modo de hablar. Con esta amiga un día terminamos diciendo: ‘nos parecemos más de lo que pensábamos’. Hay algo que otros le llamarán conciencia de clase que es cuando uno se pone en ese lugar y dice: ‘Vengo de acá. Soy esto, no me da vergüenza. Quiero transformarlo todo’”.

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