-Che, qué cagada me encajaste, ¿cómo hiciste para convencer a Juan de que te publicara eso?
Cuando cruzó a María Esther Gilio (MEG) en los pasillos del diario La Opinión, Jacobo Timerman, indignado, le hizo la pregunta. Por “eso” se refería a la entrevista que la periodista uruguaya le había hecho a Pablo Neruda. Y “Juan” era Gelman, el editor de cultura del diario que se había fundado en 1971.
“No había algo particular que Timerman objetara. No le gustó en su conjunto, el estilo, la manera en que estaba escrita”, cuenta hoy Carlos María Domínguez, quien lleva adelante la antología de las notas de Gilio, que saldrá en julio del otro lado del Río de la Plata, por la editorial HUM bajo el nombre Bendita indiscreción. Domínguez fue su colega, su amigo y coautor de La construcción de la noche, la comentadísima biografía de Juan Carlos Onetti que armaron juntos. Por aquellos años, los tempranos setenta, Gilio capeaba el primer exilio en Buenos Aires y a partir de esa crítica intentó abandonar el periodismo porque, pensó, acá no la entendían. Pero de algunas pasiones no hay salida, y tiempo después ya estaba haciendo unas entrevistas sobre la película El último tango en París que también causaron revuelo. “A ella le gustaba ser reconocida pero a la vez no quería ocupar el centro de la escena”, dice su hija Sabela Queigeiro. Ese equilibrio entre dejar huella y manejar un elegante corrimiento para que la palabra −o el silencio, la testarudez, la ternura o la apatía del otro, lo que sea− quede al descubierto la ubicó en una estantería que muy pocos tienen el privilegio de ocupar: los hacedores de esas entrevistas que son algo más que un diálogo de probeta.
Obsesiva. Se preparaba para cada nuevo encuentro con papeles desparramados sobre la mesa, cuadernos con archivos que su hija guarda en alguna parte en el departamento de Pocitos donde ella vivió, anotaciones. No desgrababa. Daba play y al escuchar la grabación comenzaba a escribir, del mismo modo que quien toca el piano improvisa sobre una pista las más inspiradas melodías. Cuando aparecía el final de la nota en ese discurrir, lo anotaba aparte, como se guardan las joyas, los botones hermosos, lo que sea que dé brillo a ese género. “El final verdadero no sirve, como no sirve como final en una compañía de revistas que alguien cante bajito y toque la guitarra. No: toda la compañía en escena. Y el final de una entrevista debe ser de toda la compañía en escena”, le dijo Gilio a María Moreno en una charla sobre su libro con entrevistas a tangueros −su obra fue tan vasta y diferente que permitió ser agrupada y reagrupada en distintas antologías.
Sus textos, entonces, podían terminar con un comentario al pasar, con un pedido de disculpas o un diálogo tan casual como sugerente, pero siempre en un punto elevado, a medio segundo de la levitación: una charla con Daniel Moyano sobre el sonido que emite la tierra cuando se desplaza; una promesa arrancada a Sydney Sheldon luego de decirle que en sus best sellers no había erotismo: “lo tendré en cuenta para mi próximo libro” le había dicho el norteamericano; el peso que habita en la pena de un hombre que tiene que matar a su caballo, como fin de charla con Héctor Tizón.
Recuperar a Gilio, releerla, volver a escucharla cuando, agazapada, interviene en la conversación y la lleva a otra parte sirve para pensar que literatura y periodismo van de la mano en ella, sin aspavientos.
Hoy, cuando la crónica parece haber agotado su formato y las descripciones de escenas ya no sorprenden, cuando estamos hartos de presentaciones que muestran a un personaje sosteniendo una taza de café, sirve volver a ella para ver y leer: cómo acerca sus manos a Borges y lo incomoda, hasta hacer que las retire con rapidez; cómo lo provoca a Daniel Moyano: “Me parece que eso de ser albañil es más bien una coquetería suya”; cómo logra que Liv Ullmann le dé respuestas nuevas en un parate de la filmación en Argentina una tarde de 1988.
la ingenuidad como estrategia
Lo que me angustia a veces es cuando el entrevistado me dice algo que merecía una repregunta y no la hice.
Yo difícilmente voy a poner una pregunta idiota. No la pongo, la cambio, la mejoro, no hay que cambiar lo que responde el entrevistado, pero ¿cuál es el espíritu de la entrevista escrita? Que uno de los dos la escribe. Es injusto, eso.
Utilizo muchísimo la ingenuidad. A veces puede ser auténtica, pero muy a menudo es simulada.
MEG en el programa Bueyes, 2004.
A los 14 años leyó a Freud y fue como un rayo. Quizá en eso se concentre todo. Como sea, la biografía de esta uruguaya se estructura más o menos así: nació en Montevideo, en 1922, un 3 de junio. Estudió abogacía y se recibió en 1957, cuando las mujeres de su barrio no solían estudiar, y mucho menos, leyes. Empezó a trabajar como periodista en 1966 en el mítico semanario Marcha. Tuvo muchos exilios, por eso no abundan sus fotos, −se perdieron en las tantas mudanzas, explica su hija−: París en 1972, Argentina entre 1973-1976 y 1978-1985, Brasil entre 1976-1978. Es que como abogada en Uruguay, defendió presos políticos y eso le costó el destierro. “Defender a violadores y asesinos nunca llevó a las autoridades de ningún país a considerar que el abogado de tales delincuentes era violador o asesino. Al abogado que defendiera presos políticos, en cambio, se lo consideraba tan culpable como al preso a quien defendiera”, resume en el prólogo a Cuando los que escuchan hablan, donde también cuenta la anécdota con Timerman y su ofuscación por ese texto mestizo, impertinente, raro. Fue su analista el que le sugirió a Gilio salir de Uruguay. Así se exilió en París, donde padeció el desarraigo, y luego viajó a Buenos Aires con los aires frescos que se respiraban en 1973. De acá mismo se fue cuando llegó la dictadura. En todos esos años y los que vinieron escribió para muchos lugares: El Porteño, crisis en todas sus épocas, Clarín. Vendía sus notas en las redacciones. Iba de acá para allá. Tejía una obra quizá casi sin querer, pagando las cuentas en la cuerda floja de los múltiples exilios. Murió en 2011.
Una amiga suya, la escritora también uruguaya Rosario Peyrou, estuvo presente alguna vez en una de sus entrevistas, en su casa, y recuerda: “Me pareció notable ver cómo la gente se sentía distendida enseguida, conversando con ella. Pero a la vez tenía una ética muy precisa. No lo hacía como Oriana Fallaci o Truman Capote, que buscaban por todos los medios conseguir que el entrevistado bajara sus defensas y soltara algo que no habría dicho si hubiera tenido tiempo de reflexionar. María Esther, como ella misma contaba, muchas veces defendió a sus entrevistados de sus propias respuestas, y los volvió a consultar para saber si era eso lo que habían querido decir. Me consta que con las mujeres tenía especial cuidado”.
Pero su cuidado no la volvía un animal manso y son míticas sus hazañas para lograr la charla buscada. Compartió una noche de juerga con Aníbal Troilo (“él se fajaba y le dijeron que había una uruguaya que también se fajaba y así ella consiguió la entrevista, dice Domínguez) y luego de tres encuentros logró una charla que se publicó mucho después en crisis y que tuvo pasajes como este:
-¿Qué cantor pensás que estuvo o está más cerca de Gardel?
-Mientras exista un disco de Gardel, todos los cantores van muertos. Y mientras exista una foto, también. Porque tenía una pinta de la gran puta. Eso no lo ponga.
-Sí, lo pongo.
-Ponelo.
A Manuel Puig también lo esperó y sumó varias negativas hasta que por fin logró su objetivo y se encontró con él en su departamento de Río de Janeiro en Leblon a pesar de que una vez más el autor de El beso de la mujer araña había jugado la carta del resfriado, la gripe o esas excusas que se usan. La entrevista se llamó “El cine, la literatura y la sexualidad”:
-Me quedo hasta que se le pase.
-Mire que a veces me dura 10 ó 15 días.
-No importa, yo espero.
Quedan por fuera de su biografía oficial, la empatía, la chispa, esa irrupción de nena rebelde que mantenía agazapada y en algún momento de la entrevista asomaba para hacer explotar un globo y correr de la monotonía cualquier charla arisca. Logró una manera de estar presente sin autorreferencia, un modo de llevar las riendas sin mostrar la mano. “Nada de periodismo gonzo, ni bravatas estilísticas: hizo maravillas simplemente con la amabilidad y la buena educación”, resumía María Moreno en 2011, cuando hizo su despedida en el suplemento Radar, de Página 12, ubicándola en un lugar clave del campo cultural del Río de la Plata. Es interesante pensarlas a ambas en una misma línea que fusiona sin estruendos pero con una mezcla de escucha psicoanalítica, mirada a contrapelo, lengua rebelde y sin pretensiones de intelectualidad de salón.
“Ella llevó el género de la entrevista a un género literario. Le dio carácter. Se involucraba de una manera fuerte. Tenía una inteligencia pícara, rápida, astuta. Podía ser insistente pero también sabía distraer al entrevistado con un asunto colateral que después iba a cobrar dimensión en el texto. Hizo de la entrevista una experiencia. Ella hacía entrevistas porque decía que no sabía escribir. Y no saber escribir la llevó a escribir cosas brillantes y apelar a una cantidad de recursos narrativos que introdujo en el género por primera vez en el Río de la Plata cuando campeaba la formalidad de la supuesta objetividad de la voz periodística que entrevista a un artista. Muchos colegas al principio rechazaban eso. Pero eso era lo que le daba jerarquía a su trabajo”, analiza Domínguez.
Los entrevistados actúan mucho. Pero eso yo ya lo sé. Es difícil que un entrevistado se entregue totalmente, pero a veces se entregan.
Idea Vilariño se resiste. Quise entrevistar a Idea y terminé enferma. Me contaba cosas fantásticas pero me decía “esto no podés ponerlo”. Me contaba que bordaba florcitas cuando era joven pero ¿a quién le interesaba que bordara flores? Todos sabemos lo que interesaba: su relación con Onetti, pero decía “no lo pongas”.
MEG en Dos veces en uno, 2007
Daniel Divinsky la recuerda una tarde en su casa de Montevideo. Los materiales sobre la mesa, el aparatito para el asma por ahí, cierto aire ausente, enfocado en otra parte, en su propia dimensión. “Estaba estudiando como si fuera a dar un examen de posgrado sobre Silvina Ocampo. Sorprendía al entrevistado, por eso obtenía respuestas que no eran adocenadas. Se ponía nerviosa como una principiante”. Divinsky fue editor de Protagonistas y sobrevivientes y Personas y personajes, dos de sus libros en los que se reúnen sus trabajos en ediciones de La Flor. “Siempre estaba hurgando. Era una hurgadora”.
Se conocieron ambos en Uruguay, donde se juntaron para firmar contrato por su libro de Tupamaros. En esa entrevista con Ocampo que menciona el editor, un miércoles de mayo por la tarde en 1983, Gilio entrará en el estudio de la escritora, preguntará por las mujeres que la habitan, por algunos de sus cuentos, citará entrevistas pasadas, hablará de lo que Borges dijo de ella y la llevará por lugares inesperados:
-Dice Borges, hablando de su “extraño amor (el suyo, el de Silvina Ocampo) por cierta crueldad inocente u oblicua: “Es el interés asombrado que el mal inspira a un alma noble”, Sin dudar de la nobleza de su alma, yo creo más bien en lo que dice Bergman: “El hombre siente fascinación por lo siniestro”.
-Sí, la crueldad siempre atrae. A veces me arrepentí.
-¿De describir actos crueles?
-No, no, me parece que el mundo me hace la competencia, es mucho más cruel aún.
-Bergman dice algo más: que hay un mal específico en el hombre que no existe entre los animales.
-Bergman se equivoca. No es verdad que los animales solo maten para comer. Pero, de cualquier modo, el hombre tiene más variaciones, es más imaginativo. Dígame ¿usted cree que mis cuentos son inmorales?
la voz de las veredas
Sí, se sentaba con Borges, con Clarice Lispector, con Liv Ullmann, con Chosmky, pero quienes la conocieron coinciden en que lo que amaba realmente era charlar con la gente de a pie. No era algo impostado, algo que solo hiciera para sacar material con el que darle relieve a sus notas. Daniel Divinsky recuerda alguno de los tantos paseos con ella. Un día en el mercado del puerto, en Montevideo, donde habían ido a comprar pescado para la comida y veía cómo Gilio se demoraba en charlas sobre la vida de los trabajadores. Ahí, donde burbujea el día a día ella encontraba las frases más vitales, las que no se pensaban para la portada. No es casual entonces esto que dijo alguna vez en un especial del semanario Brecha en el que publicaban las crónicas de su viaje a Brasil y le preguntaron qué la conmovía de un entrevistado y respondió:
“Yo siempre digo que el día que me muera, en mi memoria o algo estaré con mis nietos, con mis hijas, mis amigos, pero también con alguien que no tiene nada que ver con mi mundo y que es ella. María, la campesina nacida en el nordeste de Brasil y con la que siempre entablamos una relación tan natural, tan íntima de reírnos tanto”.
Hablaba de sus notas en Brasil. Esas que todos coinciden en marcar como cruciales en su vida. Allá, a fines de los sesenta, durante una gran sequía, la gente bajaba de los cerros atravesada por el hambre en busca de algo para subsistir. Era tanta la malaria que a veces grupos de a cuarenta personas irrumpían en los supermercados para llevarse algo para comer. De aquella cobertura, Gilio guardó una frase que, dijo varias veces después, no publicó porque era tan perfecta que nadie habría creído que fuera cierta.
-¿Cómo hacían para sacar comida? ¿Entraban con armas? -Le preguntó a una mujer que participaba de los saqueos. Y la mujer respondió:
-No, mi señora. Con armas, no. Con hambre.
O también esa frase igual de certera que obtuvo el día que murió la poeta uruguaya Idea Vilariño, escuchada a una mujer que miraba el movimiento ocasionado por esa pérdida:
“Ella no tenía mucho apego a la vida” dice una mujer que sale de la casa con una escoba en la mano y se detiene mirándolos a todos, tal vez esperando preguntas.
Domínguez dice: “Ella hizo todo el cambio casi sin conciencia, de manera intuitiva. Era la forma que concebía su trabajo y la forma en que se enamoraba de él. Y le preocupaba la gente común: el espíritu humano, el amor, la dificultad para vivir, y eso lo encontraba en todas las personas”.
de redacción en redacción
En la revista crisis de la primera etapa (entre mayo de 1973 y agosto de 1976), y en la segunda (1986-1987), Gilio dejó un reguero de piezas célebres. Queda su voz en alguna entrevista en la tele, contando lo que había cobrado por el reportaje a Troilo: 13 dólares. Domínguez, que fue secretario de redacción en la segunda etapa, recuerda la primera, cuando todavía era colaborador y conocía en carne propia lo que se pagaba: “La redacción de crisis era muy poquita. Galeano, Ford, Achabal, Zarlanga que era el diagramador y los demás éramos todos colaboradores. Y efectivamente tanto Fico Vogelius como Quijano pagaban muy mal. Ella era una trabajadora como los demás, que estaba ganándose el peso en una época muy difícil, y claro, ¿cómo no se iba a quejar?”.
Fue profesional cuando las mujeres no solían estudiar en la universidad. Fue defensora de los primeros militantes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros que cayeron presos a comienzos de los setenta. Ahí escuchó sus historias, cómo los habían torturado. Escribió sobre eso, ganó el Premio Casa de las Américas en 1970, en la categoría Testimonios, recién inaugurada. La guerrilla tupamara se llamó la recopilación. Jugó con Juan Carlos Onetti, se separó y viajó a Argentina para reinventarse. “Mi mamá no era como la del resto. En mi casa había mucha apertura, se hablaba de política, de música, de arte. Estaba siempre llena de gente”, recuerda Sabela. Y Rosario Peyrou agrega: “La cuestión de género no estaba instalada en los mismos términos que hoy, al menos en el discurso, pero María Esther lo tenía clarísimo en la vida diaria. Ella era muy independiente y osada. Sobre todo tenía una enorme curiosidad sobre los seres humanos, sobre la experiencia de cada uno y las visiones del mundo de hombres y mujeres. Sabía instalar de una manera especial, como no he visto otra, un ámbito de confianza para que el entrevistado o la entrevistada se sintieran cómodos y pudieran hablar con sinceridad”.
¿Por qué leerla hoy? Más allá de su talento para armar climas, para mirar el detalle justo, y encontrar la música de cada respuesta ¿Por qué Gilio, más allá de la efeméride? Quizá porque sus entrevistas brillaban por lo que ahí estaba, porque sabía preguntar, provocar, porque era testaruda, una leona que no soltará a su presa, pero, en especial, porque tenía el don que no se ve pero hace la diferencia: el de la escucha para saber cuándo es momento de pinchar.