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el eterno retorno de la OTAN
En 2019 el presidente francés Emmanuel Macron diagnosticó que la OTAN padecía muerte cerebral. Tres años mas tarde, la invasión de Putin a Ucrania provocó una resurrección de la alianza militar entre Europa y Norteamérica, con la consecuente subordinación del Viejo Continente. Desde Barcelona, un sutil análisis geopolítico que responde a la pregunta por el qué hacer frente a la guerra.
Ilustraciones: Ezequiel García
04 de Abril de 2022

 

La invasión de Ucrania por parte de Rusia alteró de manera drástica el panorama geopolítico contemporáneo. Por los millones de personas desplazadas, muertas y heridas. Por las hondas fracturas que está abriendo entre pueblos hermanos. Pero también por la manera en que está revitalizando las pulsiones hegemónicas de los Estados Unidos y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), una institución cuyo estado de salud parecía hasta hace poco precario.

La decisión de Vladimir Putin no solo supone una flagrante vulneración del derecho internacional y provoca crímenes de guerra abominables. También ha dado a Washington una excusa única para revivir a la OTAN y devolverla a la función que le atribuyó su primer secretario general, el militar y diplomático británico Hasting Ismay, en los años cincuenta del siglo pasado: “tener a los estadounidenses dentro, a los rusos fuera y a los alemanes debajo”.

El historiador Josep Fontana recuerda cómo desde la fundación de la OTAN, en 1949, los Estados Unidos exhibieron marcados recelos antisoviéticos y una clara voluntad de controlar Europa. Poco después de promover sin éxito la reunificación de Alemania a cambio de su neutralidad militar, el propio el presidente soviético Iósif Stalin llegó a afirmar, en una frase que podría haber sido suscrita por Charles de Gaulle: “Sería un error creer que se puede llegar a un compromiso o que los Estados Unidos pueden aceptar un tratado de paz. Ellos necesitan tener su ejército en Alemania para mantener la Europa occidental en sus manos. Dicen que tienen su ejército allí contra nosotros. Pero el propósito real de ese ejército es controlar Europa”.

 Durante las décadas subsiguientes, todos los intentos de buscar un modelo de seguridad compartido entre Europa y Rusia se enfrentarían al boicot norteamericano. Es lo que está ocurriendo con un régimen nacionalista autocrático como el de Putin. Pero también pasó con el régimen neoliberal y corrupto de Boris Yeltsin. O con el propio Mijaíl Gorbachov. En plena perestroika, Gorbachov favoreció el desarme y la paz, e insistió en que la reunificación de Alemania se vinculara a la consideración de Europa como “casa común” donde Rusia pudiera verse reconocida. Desde George Bush padre hasta su secretario de Estado, James Baker, pasando por el francés François Mitterand y el alemán Helmut Kohl, le prometieron de palabra que una vez disuelto el Pacto de Varsovia la OTAN no avanzaría hacia el Este. La promesa, sin embargo, fue traicionada sin miramiento alguno.

 

la conquista del viejo eastern

 

Con el derrumbe del Muro de Berlín, los Estados Unidos mantuvieron una política ininterrumpida de expansión hacia las fronteras de Rusia. Lo hicieron contra las advertencias de gente como George Kennan, uno de los “cerebros” de la política de “contención” anticomunista que moldeó la “Guerra fría”. A pesar de ello, ya en 1992 el Departamento de Defensa explicó abiertamente que su objetivo principal en la era post-soviética no era reforzar las Naciones Unidas e impulsar un orden internacional más cooperativo. Por el contrario, de lo que se trataba era de utilizar la aplastante superioridad militar norteamericana y su red de aliados para impedir el surgimiento de cualquier potencial competidos en la escena global.

La primera Guerra del Golfo contra Saddam Hussein permitió a la Casa Blanca y al Pentágono reafirmarse en su superioridad. Con el cambio de siglo, se encendieron algunas alarmas. La modernización de China y la intención de Rusia de reconstruir sus fuerzas armadas fueron vistas por los Estados Unidos como un peligroso desafío a su poder imperial. Doce días después de que Polonia, Hungría y la República Checa se sumaran a la OTAN en 1999, ésta –bajo la dirección del socialista español Javier Solana– decidió bombardear Yugoslavia. Lo hizo con el visto bueno de Bruselas y del propio Putin, al que sin embargo no se le permitió intervenir. Durante el conflicto se utilizaron bombas racimo, se produjeron violaciones ostensibles del derecho humanitario e incluso se acabó arrasando, supuestamente por error, la embajada china en Belgrado.

Ciertamente, muchas de las incorporaciones a la OTAN de países de la órbita soviética o de la antigua Yugoslavia se vieron favorecidas por el temor que el agresivo nacionalismo panruso de Putin suscitó en estos países, sobre todo después de experiencias como la masacre de Chechenia en los albores del siglo veintiuno. Con todo, los Estados Unidos se encargaron de evitar que los países del Este se incorporaran a Europa con un estatuto de neutralidad.

Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas en Nueva York, el Pentágono se vio forzado a modificar temporalmente su guion. Durante un tiempo, las operaciones contra “el eje del Mal” –Corea del Norte, Irán, Libia– y “la guerra contra el terrorismo” en Oriente Medio se convirtieron en un nuevo frente privilegiado. Esto drenó recursos sustanciales del aparato militar-industrial estadounidense y lo obligaron a descuidar a sus principales adversarios. Las guerras en Irak y Afganistán se llevaron a cabo con algunas reticencias de la Europa continental, aunque con un protagonismo decidido de otros aliados como el Reino Unido. Ambas invasiones resultaron inicialmente exitosas, pero pronto dieron lugar a insurgencias de larga duración que despertarían para los ocupantes el fantasma de la guerra de Vietnam. A resultas de ello, el estatuto de superpotencia de los Estados Unidos se vio debilitado. Mientras tanto, China, Rusia y otros países como la India continuaron desarrollando tecnologías de guerra a la altura de la estadounidense en muchos extremos.

Durante todos esos años, Putin intentó agradar a Washington y mostrarse como un aliado leal. Apoyó varias de sus guerras y se solidarizó con George W. Bush cuando se produjeron los atentados de 2001. La respuesta fue la displicencia. La consideración de Rusia como un país en declive que no merecía mayor cuidado. En 2007, en la Conferencia de Seguridad de Múnich, Putin decidió mostrar un rostro más duro. Denunció el intento de los Estados Unidos de construir un mundo unipolar y de expandir la OTAN hacia las fronteras rusas. Insistió en que todo ello solo podía conducir a una nueva carrera armamentística y no renunció a implicarse en ella.

Ya durante el mandato del demócrata Barack Obama, Ucrania pasaría a estar en el centro de las tensiones entre Estados Unidos y Rusia. El momento clave de esa tensión fue la revuelta de Maidán, de 2014, contra el entonces presidente Víktor Yanukóvich, del prorruso Partido de las Regiones. Por ese entonces, la Unión Europea ofreció a Ucrania un Acuerdo de Asociación incompatible con cualquier interés vinculado a Rusia. Moscú y Kiev, con Yanukovich a la cabeza, propusieron un acuerdo a tres bandas, pero tanto Angela Merkel como el presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso, lo rechazaron.

La negativa de Yanukovich a mantener un acuerdo solo con la UE desató protestas en las calles, primero pacíficas y luego más violentas. La revuelta fue una mezcla de diferentes procesos simultáneos. Por un lado, una genuina rebelión de la sociedad civil contra el gobierno. Por otro, una suerte de golpe de Estado que contó con el apoyo de Bruselas, de Washington, y de algunos oligarcas locales y con la implicación de grupos armados de extrema derecha identificados con Stepan Bandera, un colaborador de los nazis que había participado del exterminio de judíos y que por ese entonces fue elevado a héroe nacional.

Ya en 1992 estados unidos explicó que su objetivo principal en la era post-soviética no era reforzar las Naciones Unidas e impulsar un orden internacional más cooperativo. De lo que se trataba era de utilizar la aplastante superioridad militar norteamericana y su red de aliados para impedir el surgimiento de cualquier potencial competidos en la escena global.

 

de la muerte cerebral a la súbita reactivación

Tras el Maidán, el nacionalismo ucraniano más agresivo forzó la persecución de la lengua rusa e inició una inclemente represalia en la zona rusófona del Dombás. La OTAN se encontraba por entonces sumida en una suerte de letargo. Países como Alemania aprovecharon esa coyuntura para estrechar sus vínculos económicos y energéticos con la Rusia de Putin. Y lo propio hicieron algunos miembros destacados de la extrema derecha y la derecha radical europea, como la francesa Marine Le Pen, el italiano Matteo Salvini, el húngaro Víktor Orbán, o los españoles José María Aznar y Santiago Abascal.

Sobre ese trasfondo, y a poco de llegado Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, su homólogo francés Emmanuel Macron diagnosticó en 2019 que la OTAN atravesaba un estado de “muerte cerebral”. Para inquietud del Pentágono, esta reflexión venía acompañada por la sugerencia de que los Estados Unidos se retiraran progresivamente de Europa y de que esta pudiera ampliar su “autonomía estratégica”. Cuando Biden, recién llegado al gobierno tras el esperpéntico asalto trumpista al Capitolio, tuvo que cargar con la caótica retirada de tropas de Afganistán, muchos pensaron que la Alianza Atlántica podía entrar en una crisis decisiva. O al menos, que Europa podría, por fin, tomar distancia de la gran potencia imperial del otro lado del océano y dar forma a un proyecto propio con la implicación de Francia y Alemania.

La intensificación de las tensiones con Rusia dio al traste con esta posibilidad. A diferencia de Trump, Biden tenía vínculos estrechos con la Ucrania posterior al Maidán. Su hijo, Hunter Biden, llegó de hecho a integrar el consejo de dirección de Burisma, la compañía de gas natural más grande de Ucrania, entre 2014 y 2019. Cuando la OTAN dio aire a la idea de que podía extenderse a Georgia y Ucrania, Putin vio la amenaza demasiado cerca. Macron y el canciller alemán Olaf Scholz intentaron enfriar la situación y apelaron a la necesidad de diálogo con Moscú. Incluso propusieron rescatar los malogrados Acuerdos de Minsk, que preveían una suerte de compromiso constitucional confederal para aliviar la guerra en el Donbás. Los Estados Unidos no mostraron interés en esta alternativa. Tampoco Putin creyó que la negociación diera frutos. Entonces decidió dinamitar la vía diplomática y atacar militarmente. En la madrugada del 24 de febrero pronunció un durísimo discurso en el que directamente negaba a Ucrania el derecho a existir y atacaba a Lenin y a los bolcheviques por haber “disgregado” el Imperio zarista. Sobre este discurso imperial y anticomunista, las tropas del Kremlin iniciaron los bombardeos y avanzaron sobre los territorios de Donetsk y Lugansk.

La respuesta fue fulminante, como si los Estados Unidos y el propio Biden hubieran estado esperándola. De pronto, los intentos de Macron y Scholz por conseguir una posición propia se deshacían como un azucarillo en una taza de café. En cuestión de días, la Unión Europea pasaría de discutir su “autonomía estratégica” a plegarse con entusiasmo a la consigna estadounidense de no ceder ni un ápice con Rusia y de presionar a China. Aunque eso supusiera sacrificar a la población ucraniana y exponer a Europa y al mundo a una nueva guerra química, bacteriológica o directamente nuclear.

Ha sido el propio Biden, como primus inter pares en la OTAN, quien ha alentado a los dirigentes de los demás Estados miembros a endurecer sus posiciones y a no invertir demasiado en buscar alternativas negociadoras. Las negociaciones que se llevaron a cabo desde el estallido del conflicto han tenido lugar en la frontera con Bielorrusia o con Turquía como mediador. Pero ni Bruselas, ni mucho menos Washington, comparecieron abiertamente a ofrecer alternativas.

De pronto, los intentos de Macron y Scholz por conseguir una posición propia se deshacían como un azucarillo en una taza de café. En cuestión de días, la Unión Europea pasaría de discutir su “autonomía estratégica” a plegarse con entusiasmo a la consigna estadounidense de no ceder ni un ápice con Rusia y de presionar a China.

 

en busca del tiempo perdido

Biden también ha sido quien ha capitaneado la política de sanciones unilaterales a Rusia. Estas medidas venían de antes, cuando Rusia se anexionó Crimea tras el referéndum de 2014. Pero se intensificaron, incluyendo la confiscación unilateral de bienes y depósitos, e incluso la expulsión de Rusia del sistema internacional de pagos SWIFT. Sanciones que ya se venían aplicando contra países considerados adversarios por Estados Unidos, como Irán o Cuba. Pero tienen una peculiaridad: nunca se dirigen contra las violaciones de derechos humanos cometidas por la administración norteamericana o por países aliados como Israel o Turquía. Por eso, cuando la propuesta sancionatoria se debatió en Naciones Unidas, varios estados que representan el 50 por ciento de la población mundial, entre los que se cuentan China, India, Pakistán, Bangladesh, Irán, Argelia, Nigeria, Sudáfrica, Brasil y Argentina, adoptaran una posición de neutralidad, exigiendo la paz pero sin apoyar sanciones contra Rusia.

Todo indica que estas sanciones, más que a Putin como tal, afectan a una parte importante de la población rusa. Estudiantes, artistas, deportistas que se encontraban en el extranjero acabaron expulsados con criterios directamente xenófobos. Y también a las poblaciones vulnerables de Rusia, de Europa y de otros rincones del mundo, que ya están experimentando el efecto búmeran de algunas de las sanciones. Baste pensar en los fenómenos de desabastecimiento que se están produciendo, o de los aumentos desorbitados en los precios del aceite, del trigo o de bienes básicos como el gas o la electricidad.

Por otro lado, quienes más complacidas están con la dureza de Biden son las grandes corporaciones militares y energéticas de su país. Empresas como Lockheed Martin, Raytheon, Global X o Constellation Energy, han visto cómo sus beneficios se multiplican al son de los tambores de guerra. Son estos sectores, al mismo tiempo, quienes más se están beneficiando por la presión ejercida sobre los estados de la Unión Europea para que incrementen su presupuesto en defensa o para que reemplacen el gas ruso por el gas de esquisto, mucho más caro, que los Estados Unidos extraen gracias a una técnica ambientalmente nefasta como el fracking.

Obviamente, estos cambios están pulverizando toda la retórica del Green New Deal y de la transición socio-ecológica generada a los inicios de la pandemia. Solo en Europa, millones de euros que debían dedicarse a programas sociales y verdes se están destinando a incrementar unos presupuestos militares ya abultados, al tiempo que se impone un nuevo macartismo con restricciones preocupantes de las libertades civiles y políticas básicas. Lo que para Europa y sus pueblos supone arrojarse en una suicida pendiente resbaladiza, en Washington es visto como una oportunidad para recuperar el tiempo perdido durante las “guerras contra el terrorismo”. Así, la decisión de Putin de emprender una agresión tan brutal con un discurso neozarista, no solo cohesionó el sentimiento anti-ruso entre la población ucraniana; también ha facilitado a los Estados Unidos tres movimientos simultáneos para los que no encontraba una excusa sencilla: reflotar el papel de una OTAN desprestigiada, liquidar todo proyecto de autonomía europea y cerrar el paso a cualquier entendimiento futuro de Europa con Rusia y China.

 

crítica del realismo militarista

Ante un conflicto de estas características, la primera exigencia de una posición coherentemente antiimperialista consiste en reconocer el derecho del pueblo de Ucrania a no dejarse arrasar. Esto es, a su legítima defensa. Sin embargo, esta respuesta no tiene porqué justificar el envío de armas por parte de la OTAN. En primer lugar, siendo ya un gran productor e incluso un exportador de armas, Ucrania no es un país que carezca de ellas. Una escalada belicista que involucre directamente a la OTAN podría alterar la superioridad militar rusa, pero al precio de una conflagración nuclear.

Lo que parece imponerse entonces es una prolongación o empantanamiento del conflicto, con su estela de más muertes y destrucción. En palabras del sociólogo ucraniano, Volodymyr Ishchenko: “Si la guerra tiende a prolongarse, si ya no se trata de parar la invasión rusa, sino de, por ejemplo, lograr la caída de Putin cueste lo que cueste –lo que puede no ser un objetivo accesible–, Ucrania podría transformarse en Afganistán. Un lugar donde una guerra eterna se sucede por años sin pausa, con un Estado fallido, con la economía retornando a un estado premoderno, con la industria completamente destruida y millones de refugiados que no pueden volver a su hogar por años” (entrevista de Francisco Claramunt publicada en Brecha). 

Ahora bien, la legítima defensa no se agota en el derecho a la resistencia armada. Comprende también el derecho a la resistencia no-violenta. A la resistencia de quienes no quiere morir, pero se niegan a matar. Los cientos de miles de personas que dejan sus pueblos y ciudades para no quedar atrapadas en una espiral de barbarie infinita, las que se niegan a asesinar o a torturar a soldados hermanos, los desertores e insumisos en todos los bandos, expresan este rechazo a la sinrazón de una guerra pensada por las élites dirigentes para defender intereses que no son los de la mayoría social. Y lo mismo puede decirse de los bloqueos pacíficos de carreteras en ciudades ucranianas como Melitópol, Chernígov, Zaporiyia, Senkovka, Luhansk, o de las movilizaciones anti-guerra celebradas en Rusia, con miles de detenciones. Todas estas iniciativas prueban que la protesta no-violenta pero activa puede ser más eficaz, cuando se trata de defender a la gente de abajo, que la reacción armada, tanto por su capacidad para desmoralizar a quien agrede como por el hecho de incorporar a la resistencia a colectivos amplios de la población, incluidos niños, mujeres y personas mayores.

Cuanto antes se consiga un acuerdo de paz más vidas ucranianas serán salvadas, menos ciudades resultarán destruidas y menos resultará dañada la economía del país. Desde este punto de vista, la exigencia en todos los foros del alto el fuego y de la retirada de las tropas rusas debe ser un imperativo. Lo mismo que la protección de las personas refugiadas. La afluencia de migrantes ucranianos a la Unión Europea supone un desplazamiento de personas sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Ese fenómeno ya está produciendo una ampliación demográfica de Europa y debe ser abordado con el máximo respeto por los derechos humanos, evitando las discriminaciones por razón de origen, de color, y frenando situaciones intolerables de tráfico y abuso sexual. De la misma manera, el apoyo sin fisuras a las personas ucranianas que huyen del horror debe vincularse a una crítica abierta de la rusofobia, esto es, de la aberrante estigmatización de la cultura rusa y de buena parte de su ciudadanía que últimamente ha ido en aumento. Desgraciadamente, la desinformación, la burda propaganda y un cierto “unanimismo” que exige leerlo todo en términos maniqueos y simplistas no favorecen estas actitudes.

La prolongación de la guerra y de su sistema de sanciones ya está implicando aumentos desorbitados en el precio de productos básicos, incluidos los alimentos y la energía. Mientras millones de euros que deberían sufragar las políticas sociales y verdes de recuperación pospandemia, se están destinando a aumentar los presupuestos militares. Nada de esto favorece a la ciudadanía que más ha perdido con la crisis y con la pandemia. En Alemania, quien más se benefició del incremento del gasto militar de un 2% del PIB anunciado por Scholz fue el conglomerado Hensoldt, el mayor contratista del Ministerio de Defensa germano, cuyas acciones se dispararon de inmediato.

Mientras millones de euros que deberían sufragar las políticas sociales y verdes de recuperación pospandemia, se están destinando a aumentar los presupuestos militares. Nada de esto favorece a la ciudadanía que más ha perdido con la crisis y con la pandemia.

Un escenario de estas características solo puede favorecer a la extrema derecha, cómoda en su lenguaje nacionalista belicista; y perjudicar a una Europa que cada vez será más irreconocible como impulsora de la democracia, de la paz y del bien común planetario. Solo por eso, el rechazo de una OTAN reacia a la desnuclearización y entregada a un nuevo furor guerrero, debería ser tan nítido como el repudio de la infausta invasión de Putin, que está favoreciendo la confrontación entre bloques imperiales con armas nucleares.

Contra lo que afirma el supuesto realismo militarista, solo un pronto alto el fuego y una salida negociada en el marco de instancias como la ONU o la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), podrían minimizar el dolor, comenzar a restañar heridas que tardarán en cerrar y abrir caminos reales hacia la paz. Estos caminos tendrían que pasar por el reconocimiento a Ucrania del derecho a su independencia y autogobierno, con garantías para su seguridad y un estatuto de neutralidad similar al de Finlandia o Austria. Es dudoso, ciertamente, que una solución de este tipo pueda provenir de unas clases dirigentes que no han querido o no han sabido evitar este desenlace trágico. Por eso, una vez más, es imprescindible estar junto a quienes, a pesar de la represión o la censura, se movilizan en pro de la desescalada militar y de la solidaridad con todas las personas que quieren poner fin al horror de la guerra eterna. En Ucrania, en Rusia, en Europa, en los Estados Unidos, o en cualquier otro rincón del planeta.

En el caso europeo, estas movilizaciones entroncan con una antigua tradición antimilitarista que incluye a figuras diversas como Rosa Luxemburg, Bertrand Russell, E.P Thompson, Olof Palme o las Mujeres de Negro. Para esta tradición, las guerras aparecen casi siempre ligadas a regímenes políticos y económicos oligárquicos o despóticos que pugnan por la apropiación de recursos materiales y energéticos en beneficio de una minoría privilegiada y en detrimento de los intereses de la inmensa mayoría. Precisamente por eso el rechazo a la guerra, a la que Putin ha desatado en Ucrania, pero también a las que azotan a Palestina o a Yemen, deben vincularse a una crítica de fondo de las violencias imperialistas y del capitalismo predatorio que está imponiendo una nueva involución democrática global, amenazando la supervivencia misma de la especie.

Desde una perspectiva coherentemente antimperialista, la crítica de la invasión de Putin y del regreso de una OTAN recargada, que ya opera en regímenes fuertemente autoritarios como el de Turquía y que pretende expandirse a países como Colombia, debería ser irrenunciable. Sobre todo, si de lo que se trata es de promover la paz y la justicia en un nuevo orden global, multilateral y más cooperativo. Por eso, en estos tiempos brumosos, con demasiado ruido y demasiada furia, conviene que todos, comenzando por las jóvenes generaciones, tengamos presente la certera máxima que ha movido a tantas y tantos internacionalistas: “no a las guerras entre pueblos, ninguna paz con los canallas que las promueven”.

(Una versión de este artículo está en trámite de publicación en el número 255 de la revista española Nuestra Bandera).

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