Para entender Adults in the Room, el último libro de Yanis Varoufakis, hay que pensar en qué universo fue escrito, en cuál está siendo leído, y qué se define para siempre en esa transición. Por lo tanto, para empezar, conviene recordar que al momento de las “grandes discusiones ideológicas”, entre los reproches que los liberales de derechas solían hacerles a los progresistas de izquierdas, el que más sentido tenía era el que marcaba cierta propensión histérica a “melodramatizar”, con una retórica indignada y alarmista, el supuesto ánimo de maliciosa rapiña e irresponsable manipulación en todas y cada una de las políticas económicas liberales. En esa línea, la acusación de que la miseria y la desgracia de las personas eran simples variables en el frío tablero de la gran economía global, o la denuncia de que determinadas “metas fiscales” y “pagos de servicios de deuda” eran más prioritarios que tal o cual inversión en salud o educación —e incluso que esas “inversiones” no eran más que gastos inútiles—, solían ser argumentos tan habituales contra el establishment que la marea del sistema terminaba por hundirlas. Al fin y al cabo, decían los liberales, ¿por qué el Eurogrupo, el Banco Europeo de Inversiones, la Comisión Europea en Bruselas, el Banco Central Europeo, el Ministerio de Finanzas de Alemania y el Fondo Monetario Internacional, por mencionar algunas de las instituciones políticas-financieras más influyentes del planeta, querrían algo tan impiadosamente materialista? Y entonces apareció Yanis Varoufakis, el Ministro de Finanzas de Grecia durante los seis meses de 2015 que “sacudieron el mundo”, y demostró que todo lo que había detrás de las quejas del progresismo era la más pura e implacable realidad. Para plagiar (de nuevo) uno de los chistes más habituales de Slavoj Žižek —para quien Varoufakis, dicho sea de paso, es “uno de mis pocos héroes”—, al parecer la economía liberal contemporánea hablaba como una abusiva maquinaria de explotación antidemocrática y actuaba como una abusiva maquinaria de explotación antidemocrática, pero no había que dejarse engañar: la economía liberal contemporánea era una abusiva maquinaria de explotación antidemocrática.
A partir de esta revelación sobre lo real del capitalismo —que Varoufakis no demora en identificar con “una versión de Macbeth desenvolviéndose en la tierra de Edipo”—, lo que sigue en su libro Adults in the room es parecido a un capítulo imaginario de The Wire en el que Baltimore se transforma, de repente, en la Unión Europea, mientras que la policía y los criminales son absorbidos por un conjunto de instituciones financieras y acreedores transnacionales entre las que, al final de cada encuentro, las intenciones de la Coalición de la Izquierda Radical de Grecia (SYRIZA), esto es, el gobierno recién electo de un país atrapado en una deuda de 240 mil millones de euros, y las intenciones de la Canciller de Alemania Frau Angela Merkel, Der oberste Führer de la Unión Europea, intentan llevar adelante sus negocios. Por supuesto, es en esas reuniones estrictamente reservadas en las que Herr Doktor Wolfgang Schäuble exige más endeudamiento y más miseria para los griegos, al mismo tiempo que lo rodean los sumisos y atemorizados ministros de finanzas del resto de la Unión Europea —“cheerleaders”, los llama Varoufakis—, donde Adults in the Room coloca su “micrófono”. Y esto es literal: como si fuera una versión cruda y corporativa de The Wire, el ex Ministro de Finanzas de Grecia asegura haber grabado con su teléfono muchas de las conversaciones que tuvo en persona tal como aparecen relatadas en su libro —por ejemplo con Madame Christine Lagarde, la misma directora del FMI que hace poco paseaba por Buenos Aires vitoreada por cambiemitas, o con Mario Draghi, el presidente del Banco Central Europeo, las cabezas más altas de la troika, dice Varoufakis—; conversaciones que, por otro lado, suelen extenderse hasta diez horas en “un ambiente terriblemente hostil y en habitaciones sin ventanas e iluminadas por lámparas fluorescentes”. Mucho antes de publicar este libro, de hecho, Varoufakis había insistido en que si las reuniones donde los líderes económicos de la Unión Europea “conversan” fueran transmitidas en vivo, la idea que las personas tienen sobre la democracia y la libertad en la que creen que viven en el siglo XXI cambiaría drásticamente.
un hermoso país llamado grecia (y un fantasma llamado argentina)
Es a partir de su acceso a esas “cajas negras” del poder, a los conciliábulos en los que se resuelven sin testigos las cuestiones económicas y políticas más trascendentales de nuestras vidas, que Varoufakis afirma, también, que la crisis financiera de 2008, la misma sobre la cual Barack Obama le dijo en la Casa Blanca que había sido “forzado a hacer cosas que no quería hacer y colaborar con las personas que habían creado el problema”, todavía sigue viva entre nosotros. Y es esa la verdadera crisis global que, en realidad, convirtió al triste caso griego en uno de sus síntomas. Para repasar la historia, entonces, viajemos a la Grecia de 2015, un país hermoso, nostálgico y distante pero que cualquier argentino que haya experimentado el 2001 va a reconocer casi como propio. Después de años de gobiernos ineficientes dispuestos a alterar sus propias estadísticas y endeudarse irresponsablemente, y de los consecuentes organismos de crédito predispuestos a seguir con esa farsa a cambio de un control irrestricto sobre la soberanía económica griega, Yanis Varoufakis —un sibarita que luego de vivir en Inglaterra y Australia daba clases de economía en Atenas y escribía en distintos medios contra el programa económico liberal— es convocado por el Primer Ministro Alexis Tsipras para renegociar con la Unión Europea los términos de una deuda externa impagable. Entre las peticiones iniciales para esta negociación (las peticiones de un país al borde del default, con pensiones y jubilaciones miserablemente recortadas, una recesión obscura, muchos de sus bancos cerrados y un nivel de desempleo pavoroso, un fallen state, escribe Varoufakis), las principales demandas son dos: una quita de la deuda y una reducción de la tasa de interés. Con la típica elegancia S&M que trasunta en cada imagen, fue Madame Lagarde la primera en advertirle al nuevo ministro cómo funcionaba realmente el mundo. Después de una reunión tensa e inaugural con los acreedores, en una charla casual en un pasillo, Lagarde le dice a Varoufakis: “Tenés razón, Yanis. Los objetivos con los que ellos insisten no pueden funcionar. Pero tenés que entender que nosotros pusimos mucho en este programa. No podemos retroceder. Tu credibilidad depende de aceptar y trabajar con este programa”. El “programa” del que hablaba Lagarde no era otro que el programa típico de la troika —es decir, la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional—, y podría sintetizarse así: en el caso de que un país endeudado sea incapaz de cumplir con el plan de pagos de su deuda, la troika va a “salvarlo” con un nuevo préstamo destinado a pagar los intereses de los préstamos anteriores.
No hace falta ser un economista brillante para vislumbrar la lógica perversa de lo que Varoufakis llama “bancarrotacracia” (bankruptocracy) y el modo en que la crisis de 2008 “sigue viva y entre nosotros”. Después del colapso de muchas de las grandes instituciones financieras estadounidenses y de algunos de sus principales socios en Alemania y Francia, las megamillonarias operaciones de “salvataje” diseñadas por los organismos de crédito transnacional como la troika —y pagados por los contribuyentes europeos— se transformaron en el método económico predilecto para rescatar de la bancarrota a determinados bancos privados alineados con el poder político. En ese sentido, explica Varoufakis, lo que la recesión de Grecia desnudó fue el hecho de que al interrumpir el pago constante de un endeudamiento constante, lo que se ponía parcialmente en riesgo era la transferencia (también constante) de recursos desde estados periféricos como Grecia hacia los bancos alemanes y franceses que financiaban (y todavía financian) las grandes deudas públicas; en definitiva, un influyente grupo de poder económico que, en su momento, tenía a Christine Lagarde, Nicolas Sarkozy y Angela Merkel como supremos representantes políticos en la Unión Europea. En el caso griego, la respuesta de la troika también fue la más constante: por tratarse de un país con una moneda común —el euro—, no había devaluación posible a la vista, solo un nuevo plan de austeridad. Y austeridad, como siempre, quiere decir reducir el gasto público, disminuir salarios y aumentar impuestos, de manera que los productos y los servicios griegos resulten más baratos para alemanes, franceses o chinos. Tal como dice Varoufakis, “así como la Primavera de Praga había sido aplastada por los tanques soviéticos, en Atenas la esperanza iba a ser aplastada por los bancos”. En este contexto, el fantasma argentino era la representación superior del fiasco más terrible: si se creaba una moneda paralela como se había hecho después del 2001 en Argentina —y esta fue una de las opciones descartadas por Varoufakis—, Grecia no solo habría salido forzosamente del euro y luego de la Unión Europea, sino que habría hundido para siempre los ahorros del pueblo griego.
ningún nazi en la sala
Por supuesto que el nazismo, entendido como un ejercicio del poder autoritario y patológicamente ególatra, está absolutamente erradicado de Alemania. Pero este indudable hecho histórico, acerca del cual no tiene sentido discutir, no es algo que el común de los griegos —ni quienes alguna vez hayan conversado con un alemán— terminen de creerse del todo, en especial después del fracaso del referéndum votado en 2015. Es notable cómo Adults in the Room, en tal caso, vuelve recurrentemente sobre este punto —la autoridad no-democrática de Frau Merkel sobre el territorio continental de Europa— para demostrar cómo hasta el propio Primer Ministro Tsipras se atrevía a maniobrarlo en su favor ante la opinión pública (hasta que la Canciller lo aplastó como una schwarze Fliege). Para Yanis Varoufakis, sin embargo, que Angela Merkel demostrara dirigir maquiavélicamente los hilos de un poder mucho más allá de los alcances formales de la democracia llegó a parecerle útil, al menos al principio. ¿O acaso no era la nación alemana la que mejor sabía lo que una profunda depresión económica podía provocar en un pueblo, y la que también conocía la necesidad de una sociedad justa entre los países europeos? Desde ya, la ilusión duró poco. Como lo cuenta Varoufakis —y no cuesta creerle si uno mira y escucha a Herr Doktor Wolfgang Schäuble en YouTube—, fue el Ministro de Finanzas de Alemania, convencido en todo momento de que Grecia en realidad debía ser expulsado de la Eurozona para “disciplinar al resto de los países”, el que no dudó en exigirle durante una de las muchas reuniones de negociación que, “si el gobierno griego no se comprometía con el programa existente, entonces debía aceptar que sus bancos cerrarían” (y es útil repetirlo: el “programa existente” al que se refería Schäuble consistía en que un país ya quebrado comprometiera el 3,5% de su PBI cada año durante diez años para pagarles a los bancos alemanes).
En ese esquema, la hábil muñeca política de Angela Merkel —a quien Madame Lagarde confiesa que “ama”, cuenta sorprendido Varoufakis— consistía en presentarse ante el Primer Ministro Tsipras como la policía buena, la líder comprensiva y humana capaz de negociar un punto intermedio de entendimiento entre los dos países, mientras que Herr Schäuble se presentaba ante el Ministro de Finanzas Varoufakis como el policía malo, el Obergruppenführer incapaz de ceder en nada (“quienes quieran permanecer en el euro, deben aceptar la disciplina”, le grita Schäuble en una de sus últimas reuniones). El desenlace de la historia es conocido y no vale la pena demorarlo. “En un extraordinario si no poco sorpresivo acto de mala fe”, escribe Varoufakis, la Cancillería alemana filtró poco antes del cierre de las negociaciones entre Grecia y la troika que el Primer Ministro Tsipras había intentado “saltearse al Eurogrupo” y negociar directamente con Angela Merkel, algo a lo que ella se había negado ofendida y que, en ese preciso instante, dejaba a Grecia en una pésima posición mediática ante las autoridades de la Unión Europea (a las que, un poco más tarde, terminaría por rendirse). Al mismo tiempo, y en un estilo que habría conmovido al Ministro del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda Joseph Goebbels, el tabloide alemán Bild publicaba, por ejemplo, que “Europa y Alemania no debían dejarse chantajear y que nosotros no permitiremos que las exageradas promesas electorales de un gobierno parcialmente comunista sean pagadas por los trabajadores alemanes y sus familias”.
el referéndum que pudo haber cambiado al mundo
Retrospectivamente, el referéndum que pudo haber cambiado al mundo (pero no lo hizo) surgió del fracaso de las negociaciones formales entre Grecia y la troika, en especial después de que Bruselas —su sede administrativa— estableciera a través de sus redes sociales y sus medios de comunicación que el diálogo había quedado trabado entre un ministro “con una retórica ideológica vacía” y un Eurogrupo con una “solución comprensiva capaz de reformar todos los aspectos de la economía social griega”. A este proceso Varoufakis lo llama character assassination, y solo formaba parte de la estrategia alemana: lograr que Tsipras le pidiera la renuncia. Una aclaración importante: aunque sobre la relación específica entre Tsipras y Varoufakis probablemente podría escribirse toda una lectura aparte de Adults in the Room, la conclusión más simple e inmediata es que a lo largo de las negociaciones con la troika, al menos, Tsipras nunca abandona su papel como político, de la misma manera que Varoufakis nunca abandona el suyo como economista. A partir de ahí, las alianzas, las discusiones, las paranoias, los consejos, las peleas, las reconciliaciones y los gritos feroces que Varoufakis recuerda intercambiar con Tsipras en privado —y créanme, a los griegos les fascina gritar—, funcionan bajo los engranajes típicos de una convivencia sana entre dos hombres que saben lo que quieren lograr, aunque tal vez les resulte imposible lograrlo juntos. Lo que sigue, finalmente, forma parte de la historia reciente de la política y la economía europeas, pero tampoco debería dejar de interpretarse a la luz de la idiosincrasia del mismo país que, entre otras cosas, inventó la tragedia.
En el comienzo, nadie creyó que el referéndum del 5 de julio de 2015 para determinar si Grecia debía aceptar o rechazar las condiciones de la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional iba a alcanzar un “no” del 61.3% en contra de las miserables políticas macroeconómicas que, hasta ese momento, controlaban el flujo de la riqueza y de la pobreza en la Unión Europea del siglo XXI. Hacerlo, votar en favor del “no”, significaba colocar al país al borde del Grexit, perder el euro, provocar una corrida bancaria instantánea, paralizar toda actividad comercial y reiniciar desde el corazón pauperizado del Mediterráneo una economía que solo podría mirar hacia la Rusia enigmática de Putin, la China omnívora del Partido Comunista y, en el mejor de los casos, hacia los caprichos imprevisibles del Departamento de Estado de los Estados Unidos (por no considerar, además, los riesgos de algún conflicto inesperado, por ejemplo, con vecinos perturbados como Turquía). En otras palabras, el referéndum había sido pensado para que triunfara la sensatez del “sí”. Y, es más, seguros de que el referéndum confirmaría los deseos de la troika, hasta el FMI estuvo dispuesto a “diferir” en favor de Grecia los mismos pagos que Madame Lagarde le había asegurado a Varoufakis, solo dos meses antes, que era imposible “diferir”. En cuanto triunfó el “no”, en cuanto el 61.3% de los griegos optaron por lanzarse voluntariamente contra el status quo, se desató la tragedia. “La troika nos quiere derrocar”, le dijo Tsipras a Varoufakis. “Pero ahora con el 61.3% no pueden tocarme. A vos, en cambio, te pueden destruir”. La escena final estaba en marcha: Tsipras se preparaba para renegociar un nuevo acuerdo en el que Varoufakis solo sería un obstáculo, por lo cual el 6 de julio renunció como Ministro de Finanzas. Algunas horas más tarde, y luego de que las bolsas del mundo temblaran ante la posible salida intempestiva de Grecia de la Unión Europea, Tsipras finalmente capituló ante la troika y firmó un plan de “salvataje” vejatorio. Tres años después, la deuda griega es de 226 mil millones de euros, Alexis Tsipras fue reelegido como Primer Ministro y Yanis Varoufakis es un galante best-seller, a la vez que Gran Bretaña se prepara para abandonar de manera ordenada al Eurogrupo (como irán haciendo, inevitablemente, otros países).
Si, al margen de todo esto, tienen la oportunidad de preguntarle a cualquier griego sensato cómo marchan las cosas en Atenas, lo que van a oír es que los despidos se multiplican, los ajustes son cada vez más desalmados, la calidad de vida es indigna y que, al revés de lo que pudo parecer hace 73 años, la Segunda Guerra Mundial, tal como sugieren los documentales para la trasnoche de Netflix, sí la ganaron los nazis.