agricultura familiar de emergencia | Revista Crisis
la nueva anormalidad / los cereales son ajenos / tierra, techo y morfi
agricultura familiar de emergencia
El capitalismo promete hace décadas que el avance tecnológico y la globalización de los mercados agrícolas erradicarán el hambre. Pero la realidad muestra otra verdad y se llama pandemónium. La crisis sanitaria se está transformando en una catástrofe social y llegó el momento de apostar por la soberanía alimentaria.
Fotografía: Pepe Mateos
19 de Mayo de 2021
crisis #42

 

La crisis que trajo consigo el Covid-19 profundizó aún más el problema del acceso de gran parte de la población a una alimentación digna. Los injustificados aumentos de precios, el desabastecimiento, los problemas de distribución, dejaron ver una herida al rojo vivo, consecuencia de un modelo agrícola industrial de producción y consumo basado en la especulación y la ganancia de unos pocos por sobre el bienestar de muchos.

En este contexto, ¿cuánto de la experiencia, del trabajo sostenido de las organizaciones populares con relación a la visibilización de productos de la economía popular, los circuitos alternativos a los grandes supermercados, la comercialización de mano directa de los productores permeará las napas del Estado?

Todas las proyecciones indican que nos acercamos a un escenario de catástrofe. En la Argentina eso se traduce, entre otras cosas, en falta de trabajo y más hambre. No suena retórico entonces afirmar que la necesidad de discutir el sistema agroproductivo dominante es un hierro caliente, y si se quieren cuidar las condiciones de vida de todos, en la mesa tiene que estar la práctica organizativa del sector de la agricultura familiar, campesina e indígena, y de la economía popular.

Ahora, para atacar el hambre en la Argentina de hoy, será preciso además cuestionar la concentración de la tierra. Gobiernos de distinto signo político, más o menos reformistas o conservadores, llevaron adelante algún tipo de política en ese sentido. Con esto queremos decir que el Estado puede y debe jugar un rol activo y decidido para que la cuestión de los alimentos no sea rehén del equilibro entre la oferta y la demanda. Esa actitud deberá combinar planificación, regulación y nutrirse de la participación fundamental de los actores presentes en el territorio.

 

llueve sobre mojado

En un texto publicado aquí mismo, Paula Abal Medina define a la pandemia como un gran catalizador de situaciones y urgencias preexistentes que se vieron agravadas por la crisis sanitaria, entre ellas el hambre y el desempleo.

Efectivamente, la cuestión alimentaria ya era un asunto urgente antes de la aparición del Covid-19. Los alimentos fueron uno de los rubros más golpeados por la inflación en el último período. Según el Índice de Precios al Consumidor (Indec), solo en 2019 registraron un aumento anual del 56,8%, o sea, por encima del 53,8 % de inflación general. Sobre el final del gobierno de Cambiemos, en septiembre de 2019, llegó la sanción de la Ley de Emergencia Alimentaria: uno de cada tres niños padecía hambre, solo el 6% de los argentinos ingería la cantidad de frutas y hortalizas que recomienda la OMS, y el país poseía uno de los mayores consumos per cápita de alimentos ultraprocesados. Aún con la Tarjeta Alimentar, medida impulsada por el actual ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, y en funcionamiento desde enero de este año, alrededor del 17% de la población continúa sin comer, o comiendo poco o mal, según informes recientes de la FAO.

Al hambre y la malnutrición se suman condicionamientos estructurales de larga data: la concentración del sector agroalimentario –fundamentalmente la industria alimentaria y la distribución a través de las cadenas de hipermercados–, la concentración de la tierra y la subordinación de la producción al paquete tecnológico de empresas transnacionales que le imprimen una lógica de valorización financiera. Y todo esto impacta de lleno en el precio de los alimentos, en su disponibilidad, en su variedad y calidad.

A la vez, América Latina exhibe la distribución de tierras más desigual de todo el planeta. Según un informe de Oxfam, el 1% de los propietarios explota más de la mitad de las tierras agrícolas. En el caso argentino, por ejemplo, la agricultura familiar posee tan solo el 13,5% de la superficie agraria, pero representa el 75% de los productores del país, da cuenta de más del 60% de las verduras, supera el 85% en el sector caprino, más del 50% de porcinos, pollos parrilleros y explotaciones de tambo, y genera el 64% del trabajo permanente en el campo.

El problema, reflexiona Diego Montón de la CLOC-Vía Campesina, es que la agricultura familiar “está subordinada a la agroindustria corporativa y la dinámica de un mercado que, lejos de ser libre, es de unos pocos”. Un caso claro: solo cuatro empresas suman casi el 50% de la producción de harina y superan el 55% de la exportación de harina de trigo, rubro en el que la Argentina domina el 73% del mercado latinoamericano.

 

salir del supermercado

La soberanía alimentaria surgió, a mediados de los noventa, como bandera frente a la ofensiva neoliberal que buscaba mercantilizar la alimentación. La llamada “revolución verde” del capital transnacional, que se presentaba como una solución a la crisis alimentaria, significó en los hechos la expansión del agronegocio, los alimentos transgénicos y los agrotóxicos. A todo eso se sumó una serie de consecuencias negativas: monocultivos, tala indiscriminada, expulsiones de comunidades originarias del territorio, afecciones de salud en las poblaciones expuestas al glifosato. Parida por las luchas campesinas, que ponen el foco en el derecho de los pueblos a su tierra y a definir qué alimentos ingerir y cómo producirlos, la soberanía alimentaria es una forma de producción y de relaciones sociales, y como tal una cultura, que reivindica lo ancestral y la biodiversidad, y articula lo local y lo cooperativo. Ahondar en esta línea significa impulsar la agroecología y la agricultura familiar como alternativas al modelo estanciero de producción intensiva e industrializada, que utiliza tecnologías de pastura y desmonte.

Son muchas las organizaciones que en todo el país vienen trabajando desde este enfoque. El Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase), la Unión de Trabajadores Rurales Sin Tierra de Mendoza, el Movimiento Campesino de Córdoba o la Red Puna en Jujuy, todos integrantes de la Vía Campesina, son algunos de tantos, con décadas de historia acumulada. Varios de ellos, frente a la crisis del Covid-19, activaron redes de distribución de alimentos que llegaron a las barriadas de Mendoza, Córdoba, Misiones, Neuquén y Buenos Aires. En el AMBA y también en CABA, la Red Buen Vivir, del MP La Dignidad, el MTE Rural y la Unión de Trabajadores de la Tierra-UTT montan ferias, mercados de consumo popular como Mecopo, almacenes, compras comunitarias, en las que comercializan –directamente del productor al consumidor– verduras, miel, pollos, quesos, aceite, harinas, chacinados.

Los verdurazos de la UTT lograron visibilizar la cuestión de los alimentos como un problema de todos. Fueron una expresión novedosa de protesta social, de acción directa efectiva, generaron adhesión popular además de repercusión mediática. Los productos y la modalidad de la economía popular se empezaron a despegar de un consumo y una apreciación solo “militante” o “campesina”. Se tornó palpable la real dimensión de la diferencia de precios que existe cuando se compra de primera mano al productor. Qué comemos, cómo se producen los alimentos, quiénes se enriquecen y especulan con la comercialización de bienes esenciales para la sociedad se volvieron así coordenadas de reflexión cada vez más cercanas.

El Foro por un Programa Agrario Soberano y Popular, que se realizó en mayo de 2019 impulsado por varias de estas organizaciones y que reunió en el microestadio de Ferro a muchos activistas del campo y la ciudad propuso un programa de reformas. Se reclamó allí toda una batería de políticas de acceso a la tierra, regularización dominial, fomento de circuitos cortos de comercialización y vinculación directa del productor al consumidor de la mano de un Estado que garantice la soberanía alimentaria del pueblo.

 

pinza

Algo de ese programa empezó a cuajar con el cambio en la composición de algunas agencias clave del Estado, a partir del triunfo electoral del Frente de Todos en las presidenciales. Dirigentes de organizaciones campesinas e indígenas, pero también urbanas, accedieron a espacios de gestión estatal sensibles como la dirección de la Secretaría de Agricultura Familiar de la Nación; cuadros de organizaciones como la UTEP, la central sindical de movimientos populares, llegaron al Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. La designación de Nahuel Levaggi (UTT) al frente del Mercado Central de Buenos Aires es otro ejemplo. Pero antes de ese nombramiento, pasaron cuatro meses de disputas intraburocráticas, que luego la pandemia fulminó.

Al mismo tiempo, hay movidas que confunden. Resulta llamativo que luego de la denuncia, que aún se investiga, por la compra de alimentos con sobreprecios que distribuye el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, el gobierno haya convocado al empresario Luis Pérez Companc de Molinos Río de la Plata, con la idea de adquirir 12 millones de toneladas de alimentos “sin intermediarios”. El gesto solo se entiende en la urgencia de la coyuntura, pero es un camino que se debe empezar a desandar. ¿Cómo?

Por ejemplo, asegurando que haya un paquete de productos que no sean prenda de las tensiones y vaivenes de la economía. La reciente sanción de la Ley de Góndolas es un avance en esa dirección porque busca establecer topes para la participación de grandes empresas en los estantes de los supermercados, así como mínimos obligatorios para artículos que producen tanto las pequeñas y medianas empresas como los productores de la economía popular y la agricultura familiar.

El Estado puede desarrollar programas locales de producción articulando municipios, organizaciones y productores; también podría incentivar el armado de empresas mixtas o cooperativas, lo que aumentaría las compras de insumos por región y disminuiría entonces los costos logísticos y operativos (que siempre se suman al producto final), además de acortar los circuitos de comercialización. Tanto mejor sería la cristalización institucional a través de la creación de una Empresa Pública de Alimentos (EPA) que integre los distintos eslabones de la cadena productiva. El proyecto pertenece al Frente Patria Grande (FPG) y al Frente Ciudad Futura, de Santa Fe, dos espacios políticos que creen posible una “gestión social de lo común”. Impulsan en pinza que la EPA se convierta en ley nacional a través de los diputados del FPG y que tenga su traducción local en Rosario, pues el intendente de esa ciudad ya manifestó su apoyo. La idea es empezar con plantas de fraccionamiento de alimentos de primera necesidad.

Pero sin dudas uno de los mayores cuellos de botella es la tierra. Una ley que garantice el acceso no debería dilatarse, y mucho menos en este contexto. El Estado nacional posee tierra disponible que puede ceder durante un tiempo para la producción de alimentos sanos y accesibles para las mayorías populares. Ya están funcionando experiencias piloto en provincias y municipios, que podrían replicarse en un futuro no demasiado lejano.

Pero sin dudas uno de los mayores cuellos de botella es la tierra. Una ley que garantice el acceso no debería dilatarse, y mucho menos en este contexto. El Estado nacional posee tierra disponible que puede ceder durante un tiempo para la producción de alimentos sanos y accesibles para las mayorías populares.

 

También se puede ir un paso más allá. Por ejemplo, si se cumple con el fallo reciente de la Corte Interamericana que dispuso que el Estado otorgue a la Asociación de Comunidades Indígenas Lhaka Honhat, un título único a la propiedad comunitaria de 400.000 hectáreas de tierras ancestrales ubicadas en el norte de Salta, luego de veintidós años. Amparado en este caso, el Estado puede dictar normas que den “seguridad jurídica al derecho humano de propiedad comunitaria indígena”, y de este modo mejorar las condiciones para el acceso al territorio, elemento central para garantizar la soberanía alimentaria.

La “Declaración de los derechos de los campesinos y otras personas que trabajan en áreas rurales”, que la Asamblea General de la ONU aprobó a fines de 2018, constituye una guía para trazar políticas públicas vinculadas al sector: acceso a la tierra y al agua de riego, acceso a mercados y precios justos para un nivel de vida adecuado, derecho a las semillas, entre otras. En aquella votación, el gobierno argentino de Cambiemos se abstuvo, una actitud que puede ser enmendada por la Argentina si se definen garantías para el campesinado y su capacidad para producir alimentos.

Los desafíos están a la vuelta de la esquina. En un contexto de crisis, lo extraordinario asoma como posible, resurgen ideas que hasta ayer podían sonar extemporáneas o demasiado audaces para el posibilismo nuestro de cada día. Sin embargo, la necesidad de que los Estados hagan algún tipo de reforma agraria con eje en la alimentación y adhieran a la propuesta de la soberanía alimentaria no es ya el ideal de un segmento de la sociedad sino una interpelación urgente, y tal vez el único sendero viable para que en el incierto mundo pospandémico tengamos una vida digna.

Destacadas
podcast de revista / quinta temporada / análisis geopolítico
Por Marco Teruggi, Por Mario Santucho
podcast de revista / quinta temporada / análisis de coyuntura
Por Colectivo Editorial Crisis
manifiesto / saluden a la democracia
Por Colectivo Editorial Crisis
conurbano hostigado / allanar la esperanza / valenzuela y bullrich
Por Colectivo de Investigación Popular