Mayo hizo trizas la promesa cambiemita. El mejor equipo de los últimos cincuenta años se dio la ñata contra el vidrio. A partir de ahora la consigna será una sola: “hay que llegar al invierno”. En el camino hacia 2019 habrá ajuste y depresión, encarecimiento de la vida e inestabilidad permanente, conflicto social y aumento de las maniobras represivas. Algunos analistas dicen, para describir el sacudón, que el gobierno retrocedió a 2015 y que recién bien entrado el próximo año, si todo va magnífico, volveríamos a los parámetros pre corrida cambiaria. Pero las consecuencias del crac son mucho más dramáticas: al macrismo se le quemó el sistema operativo.
Es tal la desorientación, que la garantía de sobrevivencia para el primer gobierno de Cambiemos recae ahora en el FMI. Y no tanto por su dinero, sino específicamente por su “comprensión”. Dos indicadores muestran en qué sentido se fumaron el horizonte: en primer lugar, el plan económico expiró a mitad de camino y ya ni siquiera podrán pedalearlo; en el plano subjetivo, se quebró la confianza en sus capacidades y pocos creen en sus buenas intenciones. Así las cosas, la reelección del presidente pasó de ser un paseo en alfombra roja a convertirse en travesía por un campo minado. Y tal vez, quién sabe, en las próximas elecciones ninguna de las dos principales figuras políticas del país atine a candidatearse: ni la Doctora, ni el Ingeniero. Apenas un atisbo de la crisis de representación que se avecina. Sirve mirar al grandote del barrio sudamericano, salvando las distancias, para tener una idea de lo heavy que se puede poner el futuro inmediato.
Lo que nadie esperaba es que las fuerzas destituyentes emergieran esta vez desde el corazón mismo de la Propuesta Republicana. La razón del dinero desnudó en un santiamén lo que las luminarias del discurso oficial habían hilvanado con tanto esfuerzo. Las reservas agroexportadoras de la nación otra vez hicieron su agosto y, ante el más mínimo pedido estatal de limosnas, se pusieron en pie de guerra. Pero el gradualismo había empezado a desfondarse en diciembre, en la calle y en las redes, en oposición a la reforma previsional. La estampida bancaria fue el contrataque perfecto para imponer la inevitabilidad del ajuste. Más aún: su urgencia. En esta disputa abierta y vertiginosa se va a decidir quiénes serán los principales perjudicados, mientras uno a uno comienzan a saltar los fusibles de la gobernabilidad.
La crisis es un fogonazo que muestra la verdadera naturaleza de los sujetos. Los grandes medios adoptaron un tonito de padres ofuscados con el elenco gobernante. Como en un patético déjà vu, tronaron acusaciones de soberbia e impericia. Pero los tanques semióticos no dan puntada sin hilo y volvieron a las trincheras para convencer a la población sobre la necesidad de los recortes de un modo pornográfico y avasallante.
La pregunta pendiente es si existe un programa económico alternativo, o estamos condenados a soportar el embate que significa la adecuación al orden globalizado. Esto es, un descenso de varios escalones en nuestra existencia material, un empobrecimiento pronunciado para las clases medias y los sectores populares, imposible de paliar con algoritmos. Los próximos meses dirán si nos resignamos a la pauperización voluntaria que proponen o nos rebelamos contra la fatalidad, aunque no haya solución a la vista.
