Junto con Federico Falco, Samanta Schweblin es quizás una de los dos mejores cuentistas jóvenes (valga esa categoría para menores de 40 años en este caso) de Argentina, y a la vez con mayor reconocimiento –académico y en la prensa– internacional. Ambos coinciden en una prosa limpia, pulida, con una gran destreza en el manejo de la tensión y ráfagas de enfermedad realista, aunque lo que distingue a Schweblin de Falco es que ella trabaja más sobre los matices del género fantástico. Todos sus libros ganaron algún tipo de premio y han sido traducidos a diversas lenguas.
El mal de Agassi
Hay casos de personas que se destacaron desde jóvenes en alguna disciplina y que terminaron padeciendo la absorsión de la personalidad a la que conduce el éxito o el somentimiento a las demandas para mantenerse dentro del nivel exigido por el mercado. En el deporte es algo muy frecuente. Recordemos al tenista Guillermo Coria, que no soportaba la presión de los partidos o al futbolista goleador de la selección argentina Gabriel Omar Batistuta que siempre odió el fútbol pese a convertirse, en la década de los noventa, en un referente del fútbol mundial. En el 2009 el prestigioso periodista John Joseph Moehringer publicó en USA Open la biografía del tenista norteamericano André Agassi –traducida al español por Océano recién en el 2014– donde se pone al descubierto la insoportable vida del tenista exitoso, millonario, bello y talentoso que estuvo durante años a la cabeza del ranking de la ATP. Moehringer cuenta que el “despertar” de Agassi hacia una nueva vida alejada del deporte de alta competencia empezó cuando se le terminó de caer todo el pelo de su cabeza. Perdida la preocupación por mantener su belleza pudo hacer el quiebre necesario para tomar la decisión de dejar el tenis para siempre. Un textual que resume el libro: “Odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y sin embargo, sigo jugando porque no tengo alternativa. Y ese abismo, esa contradicción entre lo que quiero hacer y lo que de hecho hago, es la esencia de mi vida”.
Salvando las enormes distancias económicas y disciplinares, sobre la obra de Samanta Schweblin podemos plantear el interrogante sobre si la joven y talentosa escritora, de un modo quizás natural, padece la escritura. Es decir, si sufre la construcción de su obra. Si atrás de esa maquinaria, de esa marca literaria perfecta que es Samanta Schweblin hay un André Agassi oculto sentado frente a una computadora viendo titilar el cursor del procesador de textos en la página en blanco mientras pasa el tiempo y afuera todos parecen divertirse.
Relatos
Samanta Schweblin se convirtió con los años –su carrera empieza con su primer libro El núcleo del disturbio que se publicó en el 2002– en una de las pocas autoras jóvenes con tanta proyección internacional dentro del campo femenino de la literatura. Schweblin es en la actualidad una de las escritoras más reconocidas y respetadas por su forma de representar a las mujeres en su producción literaria. De hecho hay abundantes notas, papers y ponencias que proponen lecturas en torno a “lo femenino” o más epecíficamente al empleo de algún recurso para tratar “lo femenino” en sus libros.
Si bien Schewblin participa de varias de esas antologías, nacionales e internacionales, que estuvieron de moda cinco años atrás, no puede considerarse que aquello sea parte de una obra. Se trataría, apenas, de un ejercicio de visibilidad del mercado editorial. La obra de Schweblin empieza con El nucleo del disturbio (Destino, 2002), un libro que pone su foco en la preponderancia del caos en la vida de las personas y en el día a día de sus relaciones. Cómo es que de un momento a otro se termina en una situación límite que, si se realiza el ejercicio de retroceder eslabón por eslabón hasta llegar al detonante, finalmente, siempre es un movimiento ridículo, impensado, totalmente evitable. En este primer libro –con el que ganó el premio del Fondo Nacional de las Artes y el Concurso Nacional Haroldo Conti–, Schweblin despliega todo su talento narrativo en diversos cuentos que funcionan como unidades estéticas. El núcleo del disturbio es un libro de ejercicios de escritura literaria. No hay un proyecto definido en la elaboración del libro. Más bien hay una colección de cuentos que fueron unidos bajo una idea o un signo que se manifiesta de manera más natural en algunos, y de un modo más forzoso en otros. Los cuentos más interesantes en este sentido, y los que colocan a Samanta Schweblin dentro de un cánon de jóvenes latinos leídos y traducidos en el exterior, –hay que aclarar que con la gran ayuda del trampolín que fue la publicación de la revista Granta número 11 del año 2010 con la selección de los 22 mejores narradores jóvenes dentro de los que está Schweblin y también Falco–, son los cuentos Aida, Mujeres deseperadas y La pesada valija de Benavídez, que narran las diferentes posiciones entre hombres y mujeres frente a la sexualidad, las relaciones amorosas y la violencia de género. Para funcionar de modo perfecto con la maquinaria de las lecturas de género que planteará el kirchnerismo en los años posteriores. La Samanta Schweblin de este libro es una muchacha de veintidos años, en el momento de la publicación, o menos si tenemos en cuenta que los cuentos pueden haber sido escrito hace años. Sus relatos buscan un realismo fantástico que queda planteado de un modo grotesco en comparación a su pŕoximo libro, Pájaros en la boca (Emecé, 2009) en el que se puede distinguir un proyecto más definido no en cuanto al estilo pero sí con relación a la propuesta estética que es mucho más personal. Todos los relatos trabajan sobre el cruce del género realista con el fantástico. O más bien se trata de la enunciación de un realismo tocado. Un realismo que llega a zonas exasperantes, a su límite. Esta maduración se debe seguramente a los seis años que pasaron entre un libro y otro. Pájaros en la boca ganó el premio Casa de las Américas en el año 2008, y el relato que da nombre al libro es el que condensa la hipótesis de la publicación, que no es solamente en torno a ese realismo schweblineano, sino sobre la construcción oblicua o disfucional que se da dentro de las parejas y su siguiente nivel de sociabilización que son las familias. Este tema será condensado de un modo ya definitivo en su próximo libro de relatos publicado este año Siete casas vacías (Páginas de espuma, 2015) en el que las familias son organismos en descomposición determinadas –en un sentido físico y psicológico– por su espacio, por los límites de la propiedad privada que establecen sus viviendas. Los siete relatos que componen el libro proponen un acercamiento a la enfermedad mental y a la vejez como fenómeno “extraño” o “inexplicable” más que al recurso del evento fantástico en sí mismo. Los comienzos neblinozos de los relatos que luego se van aclarando lentamente hasta que el lector entra en la trama, la relación entre madre e hija, los cruces entre campo y ciudad, las convivencias frías y concesionarias entre parejas que se odian pero que a la vez no pueden vivir separados, el interior de los automóviles como espacio íntimo para discusiones y recorridos espaciales. Aunque estos ejes ya cruzaban los libros anteriores de Schweblin, acá parecen llegar a consolidarse como una marca autoral.
El problema de la novela
Si vemos las fotos de Samanta Schweblin en las contratapas de sus libros o las que ilustran sus entrevistas podemos percibir, por la forma en que mira a cámara y por su pose descontracturada, que Samanta es una escritora profesional, seria. La escritura para ella no es un hobbie, no es tampoco esa militancia amateur que circunda a las editoriales autogestionadas. Schweblin entró al campo literario ganando un concurso y publicando en una multinacional. Ganó becas, hizo residencias por todo el mundo, ganó concursos con todas sus publicaciones, vive en Berlín y allí dicta cursos de escritura creativa en español. Pero también, atrás de esas imágenes, se puede intuir cierta tensión, cierta incomodidad.
El el 2014 Samanta Schweblin publicó su primera novela Distancia de rescate (Penguin Random House Mondadori) un texto de 128 páginas que más que novela es un cuento largo –hace unos días ganó el Premio Tigre Juan de Oviedo– que podría haber formado parte de cualquiera de sus anteriores volúmenes de relatos. Quizás por la profundidad con la que es abordada la temática podría acercarse más al último libro (Siete casas vacías) porque con un estilo directo, muchos diálogos y un ritmo veloz, plantea la maternidad con los miedos femeninos en torno a la pérdida de un hijo y al ejercicio más primario que es el instinto de protección.
Conocemos el mito del escritor que escribe poco como el mexicano Juan Rulfo que tiene solo un libro de cuentos y una novela. Piglia dice en sus clases magistrales que por lo general, al buen escritor, le cuesta escribir. Sufre la escritura. Y pone como ejemplo, claro, a Borges. El silencio entre el primero y el segundo libro de Samanta Schweblin comprueban este conflicto. La extensión de su única novela también lo manifiestan. Un escritor con el profesionalismo de Schweblin –con obra traducida a más quince lenguas–, ¿no puede escribir –en más de diez años de carrera– una novela de doscientas páginas? Se puede ver en Schweblin una potencia congénita, natural, para la escritura. Una voz fuerte aunque repetitiva, sin deslices, a lo largo de su obra. También se ve en su escritura la tendencia a la elaboración de “ese tipo de textos que ganan concursos”. Esa prosa enclaustrada en la mente de un jurado. Quizás Schweblin en algún momento pueda, como Agassi, encontrar la armonía entre la presión –qué tal vez ella misma se autoimpone– y la supremacía estética de su prosa. Y escriba esa gran obra que no gane ningún premio, que tanto ella como sus lectores se merecen.