Desde los primeros días del nuevo gobierno, la línea más dura de la fuerza social que representó Cambiemos intenta recrear la mística del conflicto agrario de 2008. Hasta ahora no lo habían logrado, pero este sábado 20 de junio consiguieron acercarse, al punto de que parecen haber obligado al presidente Alberto Fernández a retroceder en su objetivo de expropiar Vicentin. Mas allá de los movimientos tácticos, es preciso comprender la naturaleza del conflicto social que acaba de desatarse.
Los organizadores tras bambalinas de las movilizaciones del 20J fueron los mismos que agitaron los intentos fallidos de diciembre y en marzo: los halcones de Cambiemos encabezados por Patricia Bullrich; los “lilitos” de Campo+Ciudad; el activismo digital de los “Defensores del Cambio”; y más específicamente en el universo agropecuario, Luis Etchevehere y la Sociedad Rural Argentina, CRA, CARBAP, y una parte de CONINAGRO y de la Federación Agraria Argentina -otros sectores de estas últimas dos entidades se abstienen o directamente se oponen a estas protestas. ¿Qué cambió durante estos meses para que aquellas marchas flacas y esos tractorazos sin nafta se convirtieran en estas movilizaciones que se hicieron sentir en distintos puntos del país el día de la bandera?
Quizás el dato decisivo sea el involucramiento enérgico de un peso muy pesado: los grandes exportadores de granos, con su enorme capacidad de condicionamiento sobre los gobiernos locales y los pueblos pampeanos. Más allá del folklore, en la Argentina del siglo veintiuno este conglomerado es mucho más poderoso que la mismísima Sociedad Rural. La entrada del Estado en la actividad no podía sino encender las alertas rojas.
Es gracias al control que ejercen de una de las principales fuentes de divisas del país, que cuentan con los argumentos suficiente para hacer lobby por las buenas o por las malas, el mismo que les ha permitido durante generaciones desplegar maniobras de elusión impositiva, subfacturación de exportaciones y sobrefacturación de importaciones, fuga de capitales, y otras actividades non-sanctas. No es raro entonces que consigan el favor de la justicia a la hora señalada, incuso si eso supone desautorizar al poder ejecutivo central. Tampoco es extraño que digiten el voto de los parlamentarios peronistas de provincias enteras. Y mucho menos que cuenten con el servilismo de las principales empresas mediáticas, siempre deseosas de alistar sus fierros comunicacionales en contra del populismo.
Pero las principales empresas no solo aparecen en la primera línea del conflicto agrario, sino que encabezan las disputas en todos los frentes: a Vicentin se sumó en apenas una semana, la multilatina de aviación LATAM, furiosa por no poder imponer su plan de ajuste; y el fondo de inversión BlackRock, el mayor del planeta, decidido a doblegar la reestructuración sustentable de la deuda argentina.
La postura de estos actores no es de negociación con el poder político, sino de subordinación lisa y llana. Lo que están mostrando de manera pedagógica en el terreno de la diputa es dónde radica hoy, para ellos, la soberanía. La movilización destituyente contra una medida económica estratégica, el abandono del país para seguir operando desde otras geografías con legislaciones mas favorables, y la amenaza de empujar a una nación al temido default, son tres caras de un mismo poder que tiene claro cómo serán las cosas después de la pandemia: tal y como eran antes.
desobediencia de vida
A diferencia de la rebelión de 2008, cuando el conjunto del universo social agrario salió a las rutas y logró doblegar al gobierno de Cristina Fernández, esta vez los sectores populares del campo pampeano no parecen haber sido los que le pusieron el cuerpo a la protesta. Nos referimos a los obreros rurales que siembran y levantan las cosechas que son ajenas (la soja working class), incluso a buena parte de los pequeños y medianos productores. Como mencionamos antes, hay sectores de CONINAGRO y de la Federación Agraria que apoyaron la expropiación de Vicentin, y lo mismo hicieron los sindicatos cerealeros. Incluso la vieja UATRE, luego de la muerte del inefable Momo Venegas, hoy se reacomodó en el redil oficialista.
La movilización del sábado funcionó como un desagravio para quienes acudieron a la gira de despedida de Mauricio Macri en 2019. Pero también puede haber significado un desahogo para esa porción de la sociedad que, enojada con la pésima gestión de Cambiemos, votó a Alberto Fernández y su promesa de moderación. Gerentes, comerciantes, propietarios rentistas, directores, profesionales diversos, dueños de establecimientos productivos, cuyo liberalismo pasa ante todo por la defensa de su puesto de confort en la “sociedad civil”, y cuya impronta antipolítica -que en su caso es sinónimo de odio al estado- se erizó ante el decreto del aislamiento social obligatorio y explotó contra la propuesta de expropiar Vicentin.
No es difícil imaginar que la asociación entre la obediencia al gobierno y la parálisis productiva encuentre en estos sectores, signados por el éxito económico, una escucha de privilegio. Pero más importante aun es el cuestionamiento de la propiedad privada, y específicamente del patrimonio familiar, un valor constitutivo de la subjetividad ruralista.
Vale la pena destacar aquí otra diferencia con aquel conflicto motivado por la famosa resolución 125, así como con las escaramuzas previas a la cuarentena: si allí lo que se discutían eran impuestos, ahora pasamos a discutir la propiedad. Si lo primero era difícil de tolerar, lo segundo resulta inadmisible –especialmente en un contexto de quiebras generalizadas producto de la pandemia. Son, en efecto, los valores que estructuran a esa sociedad –el caso Vicentin es el de “una familia” que “comenzó con un almacén de ramos generales allá por 1922”, y que ahora se convirtió en un Frankenstein de cajas chinas fraudulentas– los que están en crisis. Y las reacciones conservadoras frente a esa evidencia van a ser virulentas.
La prolongación del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio y el empeoramiento de la situación económica acaso hayan ayudado a que los poderes más confrontativos lograran conectar con sectores más amplios de la población. Las semanas que vienen serán críticas en este sentido, pues el inevitable refuerzo de la cuarentena puede revertir el apoyo a la figura de Alberto Fernández que lo catapultó como líder nacional gracias precisamente a su gestión de la emergencia sanitaria, para esta vez redundar en hartazgo. Pero si afloja ahora, todos los cálculos aseguran que lo más probable es que la tan temida crisis sanitaria arrase.
Ahora bien, el retroceso en el caso Vicentin también tiene importantes consecuencias para el futuro del gobierno. No se trata apenas del salvataje de una empresa quebrada, sino de la ruptura con un sector social que apoyó a Alberto Fernández con la expectativa de que su gestión sería distinto al que podría llevar adelante Cristina Kirchner. En el fondo, la imposibilidad de avanzar no responde tanto a los errores en la comunicación y la implementación de la propuesta expropiadora, que los hubo. Lo que está padeciendo el gobierno de los Fernández es la resistencia de los poderosos ante cualquier propuesta de transformación.
La pregunta sería más o menos así: si cede ahora, que está en el cenit de su legitimidad, ¿no se entrega definitivamente? Pero si decidiera avanzar, ¿con qué fuerzas cuenta?
el peronismo sin sujeto
Alberto Fernández entró a la Casa Rosada a sabiendas de que, esta vez, sí iba a tener que hacer magia. Le tocaba conducir a un “peronismo sin plata”. Sin embargo, cuando en sus discursos debía ofrecer imágenes optimistas a la multitud, siempre apelaba a su llegada al gobierno junto a Néstor Kirchner en el 2003. A seis meses de asunción, el presidente publicó un tuit con un discurso agónico de Raúl Alfonsín, a modo de reflexión sobre la jornada de protestas ruralistas contra la expropiación de Vicentin. Cada mandato se define por el desafío principal que le toca en suerte: Kirchner recogió el mandato social que emergió del 2001 y logró articular una salida democrática a la crisis; Alfonsín quiso hacer lo mismo con los restos de dictadura militar y no tuvo la misma dicha.
Si hay un relato constitutivo del kirchnerismo es la épica de haber recuperado “la política” para, luego de encender la economía, poner al Estado en condiciones de redistribuir el ingreso. Pero lo que nunca admitió fue la existencia de una fuerza social que combatió al neoliberalismo en las calles a comienzos del siglo y que, a pesar de su inorganicidad, logró invertir lo que hoy se ha dado en llamar el “orden de las prioridades”. Esa rebelión que le puso un freno al saqueo y evitó la salida represiva que se gestaba, generó las condiciones de posibilidad para que Néstor Kirchner edificara su exitoso gobierno. La historia que el kirchnerismo elaboró luego sobre sí mismo invirtió los roles y colocó al pingüino como “creador” y “dador” de esa fuerza social democratizadora. Sin embargo, lo que supo hacer bien el líder santacruceño fue absorber, redirigir y hasta potenciar una fuerza social preexistente.
La similitud entre el desafío de Alberto Fernández como Presidente y el que asumió en aquel entonces como Jefe de Gabinete consiste en resolver una crisis económica mayúscula, incluso inaudita. Pero la gran diferencia no es solo que el contexto internacional, a diferencia de ese entonces, nos resulte adverso. Lo que verdaderamente nos aleja de aquellos instantes que hoy son recordados como imágenes de felicidad, es que el contenido de la fuerza social movilizada es de naturaleza reaccionaria. El bloque de poder cambiemita –que reúne votos, dinero, medios de comunicación, capacidad de acción callejera, jueces, funcionarios, etcétera- está vivito y operando. Tal vez a partir desde estas coordenadas haya que leer la alusión a Alfonsín.
Fernández ha depositado una carga importante en la credibilidad de la palabra presidencial. La insistencia de los últimos días en no dar marcha atrás, pese a las evidencias de un retroceso, dan cuenta de ese dilema ético que el caudillo radical padeció particularmente y no supo resolver de la mejor manera. Pero el problema no es solo moral, sino sobre todo político. No es una cuestión de coherencia personal, simplemente. Para que una voz de mando adquiera su dignidad soberana, lo que se precisa es audacia para imponerla de manera democrática. Prohibir los despidos y que entonces no haya ni un laburante menos. Que los afortunados fugadores dejen de ganar tanto y paguen un impuesto extraordinario. Impedir que se destruya capacidad productiva, expropiando si esa es la solución adecuada. Y bancar hasta las últimas consecuencias la apuesta por el cuidado, si eso es lo que toca.
La descoordinación que por momentos se torna visible en el gobierno nacional tiene un trasfondo, y es que no existe una fuerza popular movilizada (incluso de manera inorgánica) que empuje, sostenga y obligue a introducir cambios democratizadores. No se trata de algo fortuito o fatal: en muchos sectores del oficialismo se observa con recelo a la movilización social autónoma, cuestionadora, capaz de desbordar a los gobernantes. Es por eso que las “relaciones de fuerzas” se terminan calculando de manera arbitraria, a ojo de buen rosquero.
Alberto Fernández está en la encrucijada. Una de las secuencias más estimulantes de este inédito primer semestre fue el protagonismo que adquirieron las redes de cuidado en los barrios populares y entre los sectores más afectados por el virus, para atravesar de manera organizada y solidaria la peor de las amenazas. Gobernar hoy es reconocer el valor de esos sujetos que sostienen a comunidad, en lugar de expropiarla. La renta universal, la soberanía alimentaria, son conceptos que van en esa dirección. La única forma de lograrlos es desatar una movilización social en pos de esos objetivos. Sin garantías. Con audacia.