“Un poco de mala suerte y todo se va al carajo”, cantan Los gardelitos. Esa frase puede explicar la “caída” en la pensión. Acá no hay escritores espiritualmente torturados, bohemios nómades, artistas incomprendidos, moradores con licencia de clase. Hay sí algún que otro aventurero sin guita y sin donde caerse muerto, los que se separaron o los rajaron de la casa, o del laburo. Cincuentones que parecen escapados de alguna novela de Jorge Asís, tipos y tipas que intentaron emprendimientos que iban contra ciertos mandatos sociales de acero, ganados por sus vicios y por la noche, pero también curtidos para aguantar los vueltos del fracaso. “Siempre reviví como el ave fénix”, dice Carlitos mientras pone la pava al fuego, “y mirá que me las mandé, eh”. Jugadores, mujeriegos, pero la gran mayoría laburantes. “En las pensiones son más hombres que mujeres, la mayoría con una situación económica media baja o baja, y casi ninguno tiene empleo estable, es decir, no trabajan en relación de dependencia. Hay albañiles, remiseros, pintores, cocineros, pero la mayoría no trabaja con sueldo fijo”, describe Claudio con la sutileza de un sociólogo callejero. “Y bueno, tengo gente joven, pero que estudian o trabajan, porque viste que los pibes revolucionan mucho”. La identidad funciona con un sentido bien concreto: imprimirle dignidad a un pedazo de mundo prestado, tener la habitación impecable y perfumada –con desodorante ambiente, con aromatizadores, con inciensos– sirve para sostenerse anímicamente y para mostrarse respetable hacia los demás. Pero claro, esa dignificación del espacio tiene que empezar o continuarse en el cuerpo y en la apariencia propia; oler bien, vestirse con buenas pilchas (si es posible de marcas reconocidas), ser un aristócrata en los modales –qué importa si no hay palacio señorial.
cemento y corazón
La pensión de Claudio está ubicada en una zona comercial de Quilmes Oeste. Por la fachada pasa como una casa más del barrio, perdida entre locales de diferentes rubros: supermercado chino, verdulería, peluquería, kiosco y la constante música de fondo de frenadas de bondis y bocinazos. Una pensión con buena gente, podría anunciar un cartel. Al menos así lo desearía su dueño. “Estoy acá hace quince años”, y al fondo del largo pasillo una prolija pila de escombros y ladrillos resaltan en un patio que luce impecable. La pensión necesita nuevas habitaciones, las dieciséis de abajo y las cinco del piso de arriba están ocupadas (incluso una con baño propio, “la presidencial”, podría llamarse). “Antes no alquilaba todo, ahora sí, tengo lleno, me tocan todos los días el timbre, la gente hoy puede pagar una pieza. Me acuerdo que antes casi no comían, la platita justa, por ahí no faltaba el vino, ja. Hoy en día veo a muy pocos que cocinan acá, comen en los laburos, en la parrillita de enfrente, tienen un billete de más”. Pero no se trata solo de alquilar habitaciones, el dueño es también el encargado de lidiar con las dificultades de la convivencia forzada y de transmitir la bondad, la tranquilidad y el orden como “valores compartidos”. Y en la pensión los valores no son una fantasmagórica apelación de la clase media blanca: son un soplido vital que anima las cosas. Limpio, ordenado, laburador, son modos de diferenciarse de otros desclasados y marginales que muerden los tobillos desde un abajo bien cercano. “La convivencia depende de la gente que traes, y la misma gente va educando a los nuevos. Capaz que viene uno que es medio bardo y le van poniendo todos los días un poquito los puntos. Y van cambiando, cuando viene es un desastre y después es un señor”. Todo lo sentido y vivido, las afecciones y las incertidumbres, están replegadas en una habitación de dos por dos: o se las comprime a la fuerza allí o pueden estallar al mínimo roce con los otros.
el infierno son los otros
La pus de la cotidianidad infecta la frágil convivencia y hay que estar alertas para prevenir el desborde; mano de hierro y pedagogía moral, civilidad a los golpes o a los gritos, pero civilidad al fin porque cualquier detalle puede activar el caos: la mayonesa que alguien manoteó de la heladera “comunitaria”, la falta de limpieza en los baños compartidos, una remera que desaparece de la soga. El rejunte depende de los tratados de paz provisorios. En las pensiones se puede percibir el plano sensible y anímico que sustenta subterráneamente cualquier código mínimo de sociabilidad. Lo real es el olor de los otros en los baños compartidos, el ruido y las voces que rodean como fantasmas la habitación. La exposición de la intimidad es involuntaria y no se da para el mundo de las pantallas y las redes sociales, sino para las miradas y oídos de los infravecinos. Coger tapándose la boca (polvos sensatos), ahogar un grito de gol, “te tirás un pedo fuerte y lo escucha el de al lado”, sintetiza riéndose Roberto, para quien los ruidos más insoportables que se pueden encontrar en una pensión son los lamentos de borrachos solitarios o los quejidos de dolor de algún moribundo. El infierno son los otros, pero siempre es preferible estar mal acompañado que solo. “Me podría ir a alquilar un mono ambiente, pero acá estoy mejor, solo no quiero vivir ni loco”. De fondo, sobrevuela el fantasma de la muerte en solitario, una imagen que de solo pensarla empuja a la sociabilidad forzada con cualquiera. “En las fiestas de fin de año rajan todos, el único fin de año que pasé acá”, recuerda Pablo, “me agarré un terrible pedo antes de las doce y ni siquiera escuché los cohetes”. El relato se interrumpe cuando un vecino golpea la puerta: “che, ¿no viste el secador? No sé quien carajo dejó la canilla abierta y mojó todo el patio. Aprovecho y baldeo”.