Transcurrido el primer quinto de su mandato, un consenso parece imponerse entre los principales protagonistas y observadores de la política argentina: el gobierno de Alberto Fernández tiene problemas para estabilizarse. La sola imagen de un peronismo unido y al comando del Estado, pero al mismo tiempo errático en la toma de decisiones, choca contra el sentido común de la memoria colectiva. Estamos ante una novedad histórica de resultado imprevisto.
Las razones son múltiples y abundan las enumeraciones: desde la que ubican el pecado original en la decisión de Cristina Fernández de nominar a un presidente sin peso específico propio, hasta las que señalan a la pandemia como un obstáculo inmenso aunque circunstancial; pasando por quienes culpan a los cultores de una grieta que impide cualquier acuerdo duradero, y aquellos que cargan las tintas sobre un gabinete inepto para el desafío de gestionar una crisis hercúlea.
Pero vale la pena trascender el comentario de rutina en busca de argumentos estructurales para comprender por qué, luego del resonante fracaso macrista, tampoco su contrincante y sucesor estaría pudiendo construir una gobernabilidad a la altura de las circunstancias —incluso si finalmente salen airosos los pocos optimistas que aún vaticinan una pronunciada recuperación económica, capaz de modificar el humor social y disciplinar a la anómica clase dirigente.
una guerra civil larvada
Las dificultades que atraviesa Alberto Fernández expresan la falla sistémica que consume al sistema político argentino, al menos desde 2001.
De un lado la pérdida de soberanía económica, que se manifiesta en los ataques contra la moneda y en la imposibilidad de una estrategia que oriente la acumulación en función del interés nacional. Desde el traspié en el intento por estatizar Vicentin allá por junio, hasta el acuerdo con los megatraficantes de granos para que liquiden las divisas que precisa el país a comienzos de octubre, el problema no radica solo en la dependencia respecto a los acreedores externos sino que anida en el corazón mismo de la estructura productiva vernácula, donde unos pocos actores concentran el poder de decisión y priorizan sus dividendos por sobre las necesidades del común.
La grieta política no es más que el correlato superestructural de esta fractura tectónica que socava las bases mismas del funcionamiento democrático. Es cierto que cuando se trata de conformar mayorías circunstanciales que le permitan a los bloques partidarios ganar elecciones y llegar al gobierno, pues prima el centro y triunfa la moderación. Pero ni bien se disipa la bruma eleccionaria emerge una solapada guerra civil como verdad profunda de la dinámica institucional, que impide la constitución de consensos e inocula de una violencia creciente al debate público.
De ahí el divorcio cada vez más notable entre la imagen positiva de los gobernantes y su poder de conducción real. Por eso también, quienes asumen el conflicto como canon de la política encuentran en las minorías intensas la raigambre donde apoyarse cuando todos los acuerdos se desvanecen en el aire.
No hace falta insistir con las tesis del hipervicepresidencialismo para demostrar que la atracción está en los polos. Basta constatar la consolidación de una derecha con orgullo destituyente, que está marcando el pulso de la coyuntura y apunta a capitalizar el descalabro oficialista.
Para recuperar la iniciativa el ejecutivo intenta reflotar el Pacto Social y se recuesta en la Confederación General del Trabajo. Allí buscará cobijo el 17 de octubre, para celebrar los 75 años de la gesta que dio origen al justicialismo. Pero esta vez las patas deberán sumergirse en los bytes. Es lo que hay.
viento de frente
El imaginario presidencial alterna entre la veloz reconstrucción iniciada por Néstor Kirchner en 2003 y la timorata transición de Raúl Alfonsín en 1983. La diferencia entre ambos períodos no habría que buscarla tanto en los grandes hombres, como en los contextos internacionales que les tocaron en suerte. Y desde que los flujos comunicacionales, financieros, sanitarios y simbólicos se globalizaron, la influencia del frente externo en la política doméstica es cada vez más determinante. Las próximas semanas serán decisivas en este plano.
La saga de acontecimientos electorales que van a definir la tónica de los años venideros comienza en Bolivia el 18 de octubre, en un comicio donde se juega muchísimo. Por un lado, si la fuerza popular más consistente y eficaz surgida durante este siglo en la región logra recuperar el poder a través de los votos, aun si su líder histórico permanece en el exilio. Por otra parte, si el golpe de estado impulsado por la extrema derecha boliviana consigue estabilizarse e imponer su hoja de ruta, aunque eso implique entronizar en el gobierno a un candidato de centro.
El domingo 25 de octubre tendrá lugar en Chile el plebiscito nacional 2020, resultado de la insurrección ciudadana que conmovió al mundo. Y si bien nadie duda del triunfo del “Apruebo”, por lo que el referéndum en sí mismo no será un parteaguas, la verdadera incógnita refiere a la capacidad de una derecha muy experimentada para reciclarse y conservar el manejo del proceso, frente a una indignación ampliamente legítima que estuvo en pausa por la pandemia pero que ha comenzado a resurgir y busca crear su propia fórmula constituyente.
Sin embargo el día D será el martes 3 de noviembre en los Estados Unidos, cuando sepamos si finalmente Donald Trump consigue su reelección. Y, en el caso de que pierda la batalla electoral, habrá que ver si el presidente norteamericano acepta el resultado o da inicio a una guerra desconocida y sin precedentes. No es exagerado decir que la suerte del gobierno de Alberto Fernández se juega durante los próximos días en el extranjero.