Convencida de que un hombre que conoció a través de un sitio web que promueve vínculos sexuales fetichistas quiere matarla, Catt se escapa de Los Ángeles, donde su astucia la ha llevado a garantizar una existencia holgada a base de la especulación inmobiliaria. Catt está casada, pero ya no vive con su marido. Tienen y siempre han tenido una relación abierta o, incluso, poli amorosa. El hombre que conoció por internet, su supuesto asesino, como ella misma lo designa, le propuso hacerse cargo de la administración del dinero que Catt ha logrado juntar y aún cuando en un principio ella no veía con malos ojos esta propuesta, termina huyendo convencida de que la intención del hombre no es completar el círculo virtuoso de la sumisión sino robarle. La heroína deambula por el sudoeste norteamericano, entre pueblo y pueblo, con destino final Albuquerque para completar una nueva operación inmobiliaria. El recuerdo de su asesino la lleva a revisar el conjunto de vínculos amorosos y sexuales que ha atravesado en los últimos años.
Catt escapa de la muerte pero ya se siente acabada. En El verano del odio, la novela de Chris Kraus, el vehículo de la trama es propiamente un vehículo. Un auto que la traslada hasta su destino final, donde la protagonista va a establecer un nuevo vínculo amoroso con un ex convicto, también ex alcohólico. El manto de ficción que el BSDM no le completaba se va a recalibrar en la subjetividad de Catt cuando conoce a Paul García. Paul es mitad mexicano y acaba de salir de la cárcel. Sin opciones ni amigos ni herramientas y orillado por la impotencia, responde a un anuncio de trabajo de Catt buscando un administrador para las propiedades que está a punto de adquirir. El flechazo para ella es inmediato. Apenas al sentir su voz del otro lado del teléfono sabe que ha dado con la persona que necesita. Y esa certeza que se expande en ella de forma automática se reproduce en la misma manera en que ya nos ha sido expuesta en relación al vínculo con su asesino. Una convicción ciega, un acto de fe que vemos repetirse. Catt se embelesa y Paul empieza a cortejarla. En la relación, ella es todo lo clara que una mujer de sus características puede serlo con un hombre de las características de Paul: los negocios y el vínculo deben permanecer en senderos separados. Al menos para Paul, porque ella es blanca y rica y, por ende, libre. Catt se empeña en ayudar a Paul, dotarlo de entusiasmo y de recursos: salvarlo de la imposibilidad a la que su circunstancia lo ha sometido. En esa ficción de amor caritativo Catt se reconoce y se afirma; una forma de sometimiento invertida, un ejercicio de feminismo liberal, blanco y culpable. A esta sumisión Catt sí consigue entregarse. La superficialidad del vínculo exclusivamente sexual y mercantil que le proponía su asesino la vaciaba; con la sensación de estar haciendo algo productivo, de formar un equipo y salvar en ese proceso a un hombre, se blinda en un entusiasmo que tenía olvidado, una tranquilidad luminosa, un sentido que la aferra a la vida.
Desde ese prisma, a través del vínculo amoroso, la novela va posándose sobre muchos de los grandes crímenes con los que la administración gringa somete a la población más vulnerable: la cortina de hierro que impide siquiera nombrar a la tortura, las implicancias en micro de la macro burbuja inmobiliaria, la estafa como mecanismo consentido para la supervivencia de la white trash, las aristas extorsivas de un sistema siniestro que empuja a la reincidencia a los sujetos que han logrado saltar el cerco de la cárcel y, por fin, la función coactiva del sistema judicial.
Por otro costado se recrean los mecanismos que forman las estructuras de ciudadanía norteamericana de la que Catt es testigo desde su privilegio: el hipermercado, las formas estandarizadas de consumos vigorosos y rutinarios que definen la geografía desde los costados de la ruta, la matriz de la idiosincrasia ciudadana de segunda y tercera. La imagen que nos ofrece, claro, está filtrada por la subjetividad de quien narra: hay una interpretación de la mujer blanca, intelectual y citadina sobre un Estados Unidos que no se proyecta en el mainstream de la industria del cine y los sitcoms que arrasan en estas latitudes. Aquellos que no tienen lugar y que, por tanto, como metáfora perfecta, descansan de las carreteras vacías en las plazas enormes de cemento que existen lindantes a los monstruosos centros de consumo, y son orillados a una sumisa pertenencia: comprar cosas. Los sujetos sin horizontes devienen objetos a través de la realización de este otro círculo virtuoso: son parte del gran país del norte como consumidores no irónicos.
lost in translation
I love Dick es un compendio de cartas eróticas que Chris le escribió a un tal Dick: es el relato de una obsesión. La potencia del título se pierde en la traducción porque Dick significa también pija. Dick es un hombre real, que en la narración se erige como la representación del ideal de la masculinidad. La protagonista de la novela se llama como la autora y el Dick de la obsesión intentó frenar por vía judicial la publicación del libro. Aquí Kraus hace prevalecer el valor del relato en primera persona para desarrollar una hipótesis de inversión de la relaciones de fuerzas. Así, nos brinda una herramienta subversiva para el abordaje de las violencias machistas. Esta forma de construir sentido está en boga: lo vemos en la adaptación de la novela The Handmaid´s Tale, de Margaret Atwood, a la televisión, en Tarde Baby de Malena Pichot y en el estallido mediático del monólogo de la australiana Hannah Gadsby, Nanette. La primera edición de I love Dick es de 1997. Kraus fue pionera.
Para adueñarse de sí misma como mujer y como artista una debe volver a sus problemas sociales, dice nuestra Chris: en I love Dick el ejercicio de la creación legitima la obsesión, y a la vez que se erige la novela, carta tras carta, la autora y la protagonista, ante la explicitación de la negativa masculina, se reconocen como libres en la exploración de la indignidad.
Amazon propone la adaptación de la novela al soporte de serie, y lo que consigue es exaltar con la imagen la contundencia de la palabra. La serie es más atractiva porque, a diferencia del libro, no persigue el objetivo de legitimarse como algo más que la narración de una obsesión. Se despega de la pretensión de ser una voz autorizada de la crítica de arte contemporáneo y, además, en la adaptación al soporte audiovisual, la protagonista ocupa un espacio más central. En el libro es el matrimonio en su conjunto el que se obsesiona con un tercero; en la serie, es ella la que rompe todos los cercos de contención y arrasa con la paz social de un pueblo chico. La Chris de la pantalla es intensa, errática y nos cuesta a las mujeres empatizar con ella. Llega junto a Sylvere, su marido, hasta Marfa, un pueblo en el centro del desierto texano en donde este tiene comprometida su participación en el internado de intelectuales y artistas que Dick dirige. El flechazo aquí también es automático. Dick enciende a Chris involuntariamente y ella empieza a escribirle. La casa del matrimonio se vuelve un burdel. Primero el deseo no resuelto de Chris reaviva la pareja y las escenas explícitas de sexo se multiplican. Pero Chris no consigue conformarse, no se asienta, no se silencia. Ella se coloca en el centro de la cuestión, todo el tiempo, imponiéndole al mundo su propio ritmo. Dick la maltrata, la desoye, la ridiculiza. Y frente al límite que erige el hombre blanco ante la enunciación del deseo de la mujer blanca, nuestra heroína decide transitar a toda marcha el proceso creativo que abre para ella el entregarse a la humillación. Game on.
Frente a la voz viva de la fantasía de la hembra, el macho reclama a voz cansada, que se respete el límite de su masculinidad privativa. En la ficción y en la realidad. El hombre se agobia y, en la pantalla, se emborracha. Y cuando el límite infranqueable de la negativa se cierra sobre el cuerpo del varón, la mujer utiliza entonces el escenario social para exhibir el resultado integrado de su voluntad de humillarse. Decide entonces saltar del ejercicio privado al escenario colectivo: la obra, su obra, las cartas eróticas que no ha dejado de escribirle se exhiben en todas las esquina de Marfa, el pequeño poblado texano. Si asumiéramos que todas las cartas son cartas de amor, qué sucedería. Este interrogante particular se vuelve social también en el capítulo en que cada una de las voces femeninas de la serie cuentan su historia y le hablan, también, a Dick. Lo implícito exhibe la contundencia de su filo: ¿Qué pasaría si todas las mujeres reivindicáramos todas juntas y al mismo tiempo la voluntad de desatender la voluntad expresa de las masculinidades?
falsas comparaciones
Si consideramos que el liberalismo político generó la ficción de la división en términos de público y privado, inmediatamente después podríamos afirmar que esa división consagró a lo público como único espacio para lo político. Chris Kraus parte de esta consigna cuando afirma en I love Dick que si quiere que el mundo sea más interesante que sus problemas entonces sus problemas –privados– tienen que volverse sociales –públicos. En I love Dick nos entrega un dispositivo autoficcional rizomático y disidente para revelar el potencial de transformación que supone adueñarnos de nuestras experiencias. La posibilidad de tomar por asalto un lugar en el centro y volverse sujeto activo en las relaciones de fuerza que componen lo que denominamos como público, para las mujeres, parte del ámbito de lo privado y supone la inversión de los roles, adueñarse de la indignidad dándole voz a los cuerpos.
La Chris que llega a Marfa junto a su marido se planta en el ejercicio de la indignidad para reivindicar su derecho a que su subjetividad participe de la construcción de sentidos colectivos. Propone un método, lo ejecuta y en la ficción como en la realidad, triunfa. En Verano del odio, en cambio, la apuesta es por la solidez narrativa para relatar las maneras en que el empoderamiento femenino puede transformarse en sumisión por el vehículo de la culpa de la subjetividad privilegiada. Catt, agente portadora del privilegio blanco, se nos presenta libre en la acepción liberal del término. Tiene, cuenta, utiliza su posibilidad de elegir. Escapar de su asesino, formar pareja con un ex convicto, hacer sus negocios. Es su cuerpo, las fronteras de su propio cuerpo lo que se vuelve un territorio de conquista. Porque una mujer que ha logrado garantizar su libertad se ve inclinada a consentir el sometimiento en el plano de lo que designamos bajo la noción de lo privado. Así las cosas, no está de más preguntarnos qué subjetividades produce el privilegio y qué vértices de las formas de sociabilidad que nos erigen como mujeres fuertes, nos inclinan hacia la sumisión como deseo. Porque, además, lo privado tiene como marco este territorio hostil de Estados Unidos, en donde se exhibe la marginación y la violencia de ciudadanías silenciadas y excluidas de la que Paul García es una metáfora perfecta. Lo que Verano del odio expresa es que la posibilidad de elegir también contiene a la sumisión como condición para el ejercicio de esa libertad. Pero en la novela que Kraus construye hay una complejidad específica: en la sumisión de los libres a los sumisos estructurales, estos últimos podrían empoderarse.
Ambos libros rondan cuestiones que los feminismos reconocen como centrales: la libertad de acción de las mujeres en las relaciones afectivas, la sumisión como práctica posible y hasta deseable, y la importancia de configurar una narrativa con perspectiva de género para reapropiarnos de nuestros cuerpos a través de ciertas prácticas. Pero mientras que en I love Dick exhibe la potencia del empoderamiento, en Verano del odio se identifican sus límites. Porque los feminismos no recorren el mundo o las rutas del sur de Estados Unidos en soledad, ni son los únicos agentes que bregan por la ampliación de derechos. Hay una voluntad de transformación en su narrativa y también una denuncia de lo ineficaces que resultan los métodos tradicionales para combatir las violencias machistas pero también el racismo institucional gringo. Los límites contra los que chocamos en Verano del odio son límites objetivos que proyectan otras subjetividades sometidas, formas de ciudadanía silenciadas, poblaciones vulnerables, pobreza y violencia institucional. El feminismo de Kraus no solo persigue el objetivo político de correr la frontera que la división liberal estableció entre lo público y lo privado. Se trata, más que de cualquier otra cosa, de exponer la desigualdad que esconde el ideal de ciudadanía del liberalismo político. Aun cuando Chris Kraus ejerció su derecho a publicar el libro ante la amenaza judicial de Dick y pudo, como añoraba la Chris de Dick, transformar sus problemas privados en objeto público, en Verano del odio explicita la violencia con la que la corporación judicial norteamericana cercena la libertad de los ciudadanos de segunda y tercera.
Lo que pone en el centro del debate la obra de Kraus es que el ejercicio de empoderarse, como mujer blanca, es impostergable. Que no existe para nosotras otra posibilidad que ser feministas y como afirma Hannah Gadsby en Nanette: tenemos que contar bien nuestras historia. También, claro, es necesario descentralizar la mirada para ampliar la visión: la autonomía de las mujeres no se conquista cerrada sobre sí misma, sin miramientos a otro tipos de relaciones de opresión que redundan en el privilegio con el cual las mujeres blancas contamos. Lo valioso de la no tan nueva narrativa feminista es que las voces propias se constituyen como un ejercicio de poder en sí mismo. En I love Dick se niega a permanecer en silencio, en Verano del odio nos orilla a cuestionar nuestros privilegios. Las novelas de Kraus son dispositivos de lucha. Lo político, siempre, se juega en el cómo.