B ueno, es así. Mariano Llinás toma un trago de vino tinto y dice: el cine ya no existe. Es domingo, es de noche, y estamos en el patio de una casa con la parrilla en su punto justo, a la hora en que empiezan las últimas funciones en las salas de los shoppings. Ahora Llinás va a decir que al cine hay que pensarlo todo de nuevo y va a citar de memoria cuentos de Borges en varias de sus respuestas, va a criticar a buena parte de sus contemporáneos, nos va a pedir que no lo pongamos, va a gritar un poco, a comer mucha carne y a decirnos, a los ocho comensales de crisis (entre editores, colaboradores y amigos en común), que somos anacrónicos, nostálgicos o que estamos equivocados. En un gesto inusual para alguien que es entrevistado, nos preguntará a nosotros qué opinamos sobre aquello que le preguntamos. Ahora, Llinás va a usar muchas veces las palabras nadie, nada, todo, nunca, siempre, jamás.
¿Vos pensás que en Argentina se podría hacer un cine industrial y de vanguardia al mismo tiempo que pudiera llegar a un público masivo?
—Yo me resisto a pensar lo cinematográfico a partir del público. La idea del público masivo es una trampa, es una idea anticuada de lo que tiene que ser una película. Una película ahora tiene la misma obligación de encontrar un público masivo que cualquier otra manifestación cultural, no más. Una película hoy es como una obra de teatro o como una banda indie. Estamos en un momento de profundo cambio del fenómeno cinematográfico: ya no se sabe qué es el cine una vez que la película está terminada; las películas se bajan de internet; la gente no va al cine porque es carísimo y los únicos cines son los de los shoppings. Es algo que se está reinventando a sí mismo. En ese sentido, no sé qué es una película popular, salvo las películas que son evidentemente populares, las de Darín, que no tienen nada que ver con lo que hago. Se considera popular una película que se propone gustarle incluso a las personas a las que no les gusta el cine y yo hago películas para las personas a las que le gusta el cine y a partir de ahí si le gustan a personas imprevistas mejor. Pero no siento esa especie de herencia del siglo XX de que una película tiene que ser masiva. Yo creo que hay que encarar la pregunta por el público por otro lado: ¿cómo se reconstruye el fenómeno cinematográfico? ¿Es posible todavía seguir dando películas en un lugar donde las ve un montón de gente al mismo tiempo? Es algo del pasado, que fue muy lindo, que todos disfrutamos mucho pero que ya no existe más. Entonces, claro, están los tipos que hacen lo imposible por llevar gente a las salas. ¿Historias extraordinarias es una película popular? La vio un montón de gente, 20 mil personas en el cine.
El problema de la circulación es importante si uno piensa que una creación es un intento de intervenir en una situación colectiva y si posee la pretensión de generar algo.
—Pero el cine tiene un parámetro muy alto. Sobre el cine pesan 100 años de historia de masividad, fue el arte popular del siglo XX. Pero el siglo XX terminó, las masas que iban al cine no existen más, las salas no existen más, las películas con atractivo masivo que podían mezclar vanguardia y tradición en términos narrativos no existen más. Es una actitud nostálgica seguir pensando el cine de esa manera.
Entonces, una vez que ya no existe todo eso, queda por pensar qué significa una intervención que pretende aportar algo.
—Estás yendo muy rápido. Ya es suficiente renunciar a la tradición de la masividad. Cuando le hacen una entrevista a un editor o a un escritor nadie le pregunta eso. Nadie espera que la gente lea las novelas de Alan Pauls como se leía El Quijote.
El pasado es un libro que tocó una fibra social y llegó a un montón de gente que no leyó El pudor del pornógrafo.
—Digamos que la leyó un poco más de gente. ¿Cuántos ejemplares vendió El pasado?
17 ediciones. ¿50 mil ejemplares?
—Para la industria cinematográfica eso es un fracaso rotundo. Caetano [director de Crónica de una fuga] hace 50 mil espectadores y no lo llaman más. No sabemos cuáles son las fibras sociales que tocamos. Hacemos el objeto, lo tiramos y el mundo en el cual se mueve es imposible de entender todavía. Hay mucho que aprender de otras artes. El teatro independiente es una actividad floreciente: tenés infinidad de obras que tienen su público. Habrá que entender por qué la gente todas las semanas va a ver obras nuevas con publicidad nula. Eso en el cine no existe, la gente está cansada del cine. En términos de producción estamos en flor y en términos de exhibición en crisis. Es evidentemente la ruina de una gran actividad. Hay que resignarse a eso. Es como el final de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: “yo no me arreglo, sigo escribiendo en el hotel de Adrogué una traducción quevediana que no daré a la imprenta”. Sigo en la mía, no tengo más remedio. Y a la vez hice una película de cuatro horas y la gente la fue a ver, ustedes la fueron a ver. Por un lado es algo terrible y por otro es algo extraordinario. Cuando Godard filmaba sus películas, no tenía la libertad que tenemos nosotros, la hacía con unos productores y la película y tenía que llevar gente al cine. Nosotros tenemos la libertad de no tener ningún tipo de relación con eso. La noción de público estalló, lo único malo es que los críticos y los periodistas nos sigan preguntando por el público. El público no existe más, no-exis-te-más.
Cuando hacés películas, ¿pensás en las nuevas condiciones que determinan al cine hoy, por ejemplo que la película se va a ver en una pantalla de 15 pulgadas?
—La verdad que no, yo sigo pensando que se ve en una pantalla grande. Tengo una relación muy neurótica con la proyección, nunca vi una película mía proyectada en un cine. Me genera una especie de espanto. De verdad siento que es como una especie de tierra incógnita la difusión de las películas. Estamos en un momento de crisis absoluta y si uno se ahoga en la idea de que el cine es una especie de lengua muerta en términos de exhibición no progresa. Uno simplemente tiene que seguir haciendo películas.
Vos hablabas de cierta incertidumbre a la hora de la distribución, pero creo que cuando hacés una película tenés una certeza: el BAFICI.
—No. Tengo la certeza que La flor, la película que estoy haciendo ahora, no la voy a dar en el BAFICI. Se volvió un auditorio un poco enrarecido, que para algunas películas es bueno y para otras no. Como director no tengo nada que ganar en el BAFICI y muchísimo que perder. Se volvió algo que a mí me recuerda las ficciones de Henry James, una especie de lugar donde uno va a mostrar su película para ver si es aclamada o denostada por unas señoras gordas.
¿Cuándo pasó eso?
—No sé, por ahí fui yo el que cambié. Para mí hay un punto en el que el BAFICI es expulsivo. El gran momento de cambio fue con las redes sociales, con los blogs. Hoy la manera en la que la gente ve las películas en el BAFICI es de una intensidad sospechosa. Hay un nivel de agresión en el ambiente, las películas tienen que lidiar con un nivel de mala fe difícilmente tolerable para cualquier tipo de obra de arte. Yo ya tuve diez años de BAFICI, no quiero volver a pasar por eso. Hay otras películas de El Pampero que se seguirán pasando porque eso depende de lo que quieren hacer los directores. El BAFICI generó una actividad crítica muy intensa, eso es muy bueno para la actividad cultural, pero a la vez tiene un nivel de neurosis muy alta. Cuando presenté mi película tuve una actitud polémica que no era tan habitual, me opuse a muchas cosas y eso dio que hablar a los críticos, siempre fui un personaje con perfil muy alto, cada paso que doy genera demasiados comentarios. Después de Historias extraordinarias empecé a sentir que eso no era bueno para las películas, como que se había salido de su cauce y más bien las perjudicaba, hacía que fueran vistas de una manera enrarecida. Cuando Castro (Alejo Moguillansky, 2009) fue vista únicamente a la luz de ciertas cuestiones contingentes, si yo estaba de una manera o de otra, pensé que algo se había terminado para mí. La próxima película que haga no la voy a dar en el BAFICI, quiero que se dé en un ámbito más sereno. Y después está el factor Quintín, una persona que vuelve la discusión extremadamente violenta. Y yo no sé si todas las películas resisten ese nivel de violencia, Historias extraordinarias era violenta en sí, aceptaba la confrontación; yo sentía que cuando la estrené me estaba enfrentando a un montón de cuervos que estaban dispuestos a comerme las vísceras. La película empieza y aparezco yo caminando. Me parecía bien hacer eso, ahora ya está, no tengo ganas de seguir enfrentándome a las viejas talibanes. Eso no es interesante, es una suerte de la hoguera de las vanidades decimonónica, con gente anónima que firma como “pajarraco” o “u23” y que dice “Ah, sí, Llinás, es hijo de millonarios”. Unos enmascarados que opinan de vos de manera infinita. Muy neurótico, man.
Borges, Godard, Terminator
En una entrevista en Radar dijiste que tu problema era cómo hacer ficción después de Godard. ¿Eso tiene algo que ver con la pregunta sobre qué hacer cuando hay un cine que no existe más, un espectador que no existe más, un tipo de relato que ya no funciona?
—Godard generó un lugar muy extremo en términos de ficción. El siglo XX que condujo a una experimentación extrema en torno a las formas del arte, no consiguió deshacerse de la ficción, no consiguió aniquilar la ficción. Ni siquiera Godard, ni siquiera Joyce, lograron que la gente empezara a pensar la ficción como algo obsoleto. Parece ser que la ficción es todavía algo que despierta en los espectadores cierto interés. Las obras posteriores a Godard trabajaban una dilución muy fuerte de la ficción, ficciones muy debilitadas. Parece ser que si uno hace una película donde la ficción es un poquito más fuerte los espectadores reaccionan más positivamente que si uno hace una película donde la ficción está debilitada. Hay algo de la ficción que todavía sigue vivo y eso es interesante. Como manera de comunicarse con el espectador sigue siendo el camino. Y a la vez, ¿cómo hacer eso y no ser demagógico? La pregunta actual es: ¿Cómo hacer ficción y seguir siendo moderno? Después de Godard estuvimos pensando cómo seguir haciendo cine sin trabajar la ficción o diluyendo la ficción. Esa no es una pregunta que yo sienta muy actual. Ahora me pregunto de qué manera podemos retomar la noción de ficción sin proceder a una acción anacrónica, demagógica o arcaica: que la ficción siga cumpliendo su función ancestral y a la vez sea algo que permita relacionarse con la Modernidad. Lo que define la ética de un artista es la relación que tiene con la Modernidad y yo siento que la Modernidad empieza a incluir la ficción de nuevo.
También se habla de “la vuelta de la política”, como si retornaran los viejos relatos y la crisis de la representación que vivimos hubiera sido apenas una pesadilla de la que por suerte despertamos. ¿Cómo hacer para que esta vuelta de la ficción no reponga los términos tradicionales del discurso cinematográfico?
—Yo no tengo, a diferencia de Raúl Perrone, un manifiesto de cómo funciona eso. Sí tengo certezas. ¿“Sí tengo certezas” dije? Quise decir lo contrario: tengo suposiciones. El relato como acumulación, la idea del relato que no se cierra sino que se abre a otros, la idea de la ficción como un movimiento permanente. La ficción como una especie de máquina, como una máquina inventada por el hombre que ya no es utilitaria. Antes, la ficción era una máquina de generar cuentitos, ahora la hipótesis es que esa máquina se ha ido de madre como en Tiempos modernos. La idea de que la ficción se desboca y entonces empieza a reproducirse como las máquinas de la ciencia ficción. La idea de que la ficción no está destinada a producir objetos con cierto sentido de fábula sino que es una especie de música. Una forma de generar imágenes. La ficción ya no es el vehículo para generar un relato, sino que el relato es el vehículo para generar determinadas imágenes. Es básico y tampoco es tan nuevo lo que estoy diciendo. La historia entendida como una cosa cerrada que tiene principio y fin es lo primero que se destierra: la ficción se va habitando, está fuera de una especie de centro. Me parece que el objetivo sería construir de la ficción una especie de arte abstracto. ¿Cómo poder trabajar con la ficción que funciona sistemáticamente con lo concreto, para dar con algo que crecientemente se vaya convirtiendo en un arte abstracto? El riesgo de eso es que se convierta en una pelotudez, algo sin sentido.
Las ensaladas se terminan con la misma velocidad que los cortes de la milagrosa carnicería de los chinos. Empieza a refrescar pero Llinás se interesa por las opiniones sobre sus películas. Se le comenta que la extensión de Historias extraordinarias ocultó otra de las peculiaridades de la película: en esas cuatro horas apenas hay diálogos. Llinás ya había usado este recurso en Balnearios (2002), el documental entomológico que exploraba la cultura playera argentina, y a cuyo tono se recurre hoy en gran cantidad de publicidades. ¿Historias extraordinarias como una película borgeana?
—La suposición era que la voz en off iba a permitir un trabajo de la ficción donde la ficción estaba puesta en duda. Iba a poder aplicar ciertos procedimientos que la literatura trabaja con muchísima facilidad. La literatura le había ganado en formas de debilitar la ficción al cine, vos empezás a leer “El tema del traidor y el héroe” y dice “se me ha ocurrido un argumento y me faltan todavía todas las precisiones”. Está hablando de algo que nunca pudo hacer. Fantástico, está trabajando la ficción como algo hipotético en la década del ´40. Nunca el cine pudo acercarse a ese nivel de hipótesis. [David] Lynch que es lo más parecido a cierto juego mágico con la ficción fracasa, se vuelve solemne, se vuelve intrincado, se vuelve pesadillesco. Entonces la voz en off era como una especie de herramienta para generar rápidamente ese juego donde la libertad sobre lo narrable es infinita, donde vos podés adelantarte, ir para atrás. La película es un trabajo sobre la forma, sobre las imágenes. Cada vez me siento más cerca de la producción de imágenes que de la producción de relatos. Para mí la ficción y el relato son un vehículo para poder generar imágenes conmovedoras.
Le preguntamos por la edición en libro del guión de Historias extraordinarias, dice “fue un negocio editorial, man”. Nos cuenta que ahora “quieren hacer que edite el audio libro”. ¿“Audio libro”? “Video libro... ¿cómo mierda se llama eso?” “¿Ebook?”, dice alguien. “Eso, y no quiero. Hace años que edité el guión, no me llegó un peso y ahora quieren el video libro, váyanse a cagar, me mandan un mail queremos editar el videolibro, ni en pedo”. No podemos evitar las risas. “No quiero que esté en audio libro, ¿quién lee eso?” Los entrevistadores empezamos a sacar kindles de las mochilas y a regodearnos del dinero que le quitamos a la industria editorial cada vez que nos descargamos decenas de archivos, hacemos una apología del libro electrónico, “el invento más importante después de la imprenta”, le decimos.
—¿Ustedes leen video libros?
Se llaman ebooks.
—¡Son una manga de caretas! Yo pensé que venía con gente re copada y al final son todos unos caretas. ¿Tienen Ipad ustedes?
los maravillosos años del nuevo cine argentino
Entre las discusiones favoritas de la crítica cinematográfica nacional, hay una que se eleva entre las demás: la existencia (o no) del Nuevo Cine Argentino (NCA), con Lucrecia Martel, Adrián Caetano y Pablo Trapero como principales exponentes de una generación que renunciaba a los últimos 20 años de películas argentinas. ¿Fue una casualidad? ¿Un invento oportuno de un grupo de programadores para vender una corriente a los festivales internacionales?
—Yo me reconozco parte del NCA, eso hay que decirlo porque nadie dice eso. Lo más canchero es decir “yo no tengo nada que ver con el NCA, el NCA no existe, el NCA es una mentira de los medios”. Para mí no es verdad. Para mí el NCA existió, sigue existiendo y tuvo una fuerza inusitada dentro del cine argentino, única en la historia, con un nivel de contundencia que no tuvo ninguna otra corriente en la historias argentina jamás. Si tengo que hablar de una película que me influyó mucho es Mundo grúa (1999). En los´90 todo el mundo sentía que en algún momento el NCA era algo que iba a pasar, estaba como al alcance, el cine argentino era muy malo, completamente reaccionario, completamente aberrante desde el punto de vista formal, completamente agotado desde el punto de vista temático y todo el mundo sentía que había una generación con las escuelas de cine que iba a dar vuelta la torta y entonces cuando vino Pizza, birra, faso (1998) todos sentimos que había empezado algo, pero todavía era una película un poco previsible, estaba bien hecha pero todo el mundo la preveía. En cambio Mundo grúa fue una película imprevisible. Yo soy parte de esa generación que estudió en los ´90, que empezó a pensar el cine a partir de las escuelas de cine, básicamente la Universidad del Cine (FUC). En general se reniega mucho de eso y para mí hay algo de esa actitud que tuvo que ver con una especie de deriva de muchos de los directores pioneros del NCA hacia formas más convencionales. Para mí esa línea que está sobre todo sostenida por el BAFICI sigue existiendo, yo me reconozco parte de eso. Hay algo de la idea del grupo nuestro que tiene que ver con seguir profundizando caminos que el NCA empezó a abrir y que lentamente muchas de esas personas fueron abandonando, que tiene que ver con formas de producción y la renovación de determinados temas, determinadas formas de lenguaje, que para mí sigue siendo una causa. Yo me sigo considerando parte de ese movimiento y no soy cínico con respecto a eso. Me parece que la mayoría de mis compañeros, desde Caetano hasta Trapero, sí son cínicos. Si hubiera líneas dentro de eso, me reconozco en una tal vez más formalista. Hace poco en uno de los últimos BAFICI, Quintín se peleaba con una de las películas de la FUC y decía “es uno de los que piensan que el cine argentino tiene que ser un permanente homenaje a Invasión de Hugo Santiago”. Yo no creo que el cine argentino tenga que ser un permanente homenaje a Invasión pero sí que es la película que genera una investigación en la cual yo me quiero inscribir: un modo de entender o sintetizar algunos aspectos de la cultura argentina. Una especie de nodo que ustedes se imaginarán con qué tiene que ver: Borges y una especie de metáfora sobre los movimientos revolucionarios.
¿Por qué creés que Caetano y Trapero quieren desligarse del NCA?
—En los hechos se desligaron de un punto de vista sobre la producción. Cada uno es diferente. Caetano se dio más un lugar de laburante, casi a la manera de trabajador, de un director clásico de Hollywood, trató de salirse de un lugar autoral. Trapero, al contrario, trata de jugar en una línea de directores internacional. Claramente un tipo de cine que ya no tiene que ver con una investigación sobre las formas de producción sino simplemente con hacer cine, con llevar adelante sus propias carreras. En ese sentido es válido, pero hay una posición muy temprana de renegar de determinada localización colectiva para asumir el lugar de individuos. Llamo a eso una posición cínica, una posición de reivindicar el lugar de autores. No hay ninguna valoración moral en lo que estoy diciendo, me parece que ellos veían lo que se llama cine independiente como un paso para hacer simplemente cine y otros lo veíamos como un lugar a investigar y a profundizar.
¿Pensás que el kirchnerismo tiene algo que ver en este pasaje? En otros ámbitos también surgieron en los ´90 muchas vías de investigación y experiencias alternativas. Pero el kirchnerismo puso otro piso a la discusión y mucha gente empezó a pensar que ahora el desafío es otro.
—No voy a hablar del kirchnerismo porque me parece demasiado amplio como marco de referencia, además tendríamos que hablar de algo que es muy tremendo: del menemismo. El NCA se gestó en el menemismo. El NCA no se generó necesariamente como una resistencia y, en lo que a mí respecta, el NCA le debe su existencia a la película barata. Los que estudiábamos cine podíamos, a diferencia de todas las generaciones precedentes, comprar equipos y película virgen a un precio insólito y eso hizo que pudiéramos tener una relación con la experimentación y con el trabajo que pasó de ser teórica a práctica. Aprovechamos un contexto que fue arrasador para el país, pero que lateralmente abrió esa posibilidad. Sí creo que coincidentemente con los años del kirchnerismo el INCAA se volvió mucho más conservador y muchísimo más cerrado en sus políticas. Jorge Coscia [presidente del ente entre 2002 y 2005] fue la persona que hizo más daño al cine independiente. Construyó un instituto de fomento a la industria cinematográfica, cerró el acceso al dinero en torno a la corporación cinematográfica y todos los fenómenos independientes que querían tener algún tipo de subsidio oficial tenían que avenirse a un criterio industrial. La medida más famosa en ese sentido fue que para poder acceder a un crédito un director tenía que tener tres películas hechas y un productor dos películas hechas. Tal criterio industrialista es sumamente restrictivo, una apuesta a favor de los fuertes y en detrimento de los débiles. Lo que se llama “industria del cine” es una actividad completamente subsidiada, sin riesgo para las personas que la llevan a cabo y que favorece los negocios de las grandes productoras y deja afuera a los experimentos. Lo cual es grave porque estamos en un momento histórico en el que es posible hacer un cine no industrial, el desarrollo de las tecnologías audiovisuales hace posible que cualquier persona pueda con una cámara de fotos hacer una película con la misma calidad que las películas que hacen las productoras. Y no en vano se impone una política restrictiva, porque si no, si cualquiera puede hacer una película: ¿cómo van a hacer esos tipos que tienen unas estructuras inmensas para sostenerlas? Por eso todavía las películas, para recibir un subsidio, tienen que estar terminadas y estrenadas en 35 milímetros.
¿Qué políticas concretas te parece que habría que implementar?
—En primer lugar hay que romper con la idea de que el cine es solamente una industria. Nosotros producimos de una forma artesanal en la que el dinero se administra de una manera distinta a la industrial, desde el número de técnicos a la relación entre técnicos y actores. La manera en que se administra el dinero actualmente en la industria del cine es extremadamente capitalista. El productor es un patrón y los técnicos y los actores son empleados. El cine como yo lo pienso precisa una situación más igualitaria. Es más un equipo que una relación vertical. Ahora las migajas llegan por el lado de la televisión. [Liliana] Mazure [actual presidente del Instituto] es mucho más piola que sus dos predecesores, porque empieza a ver que el modelo excluyente del INCAA genera mucha mano de obra desocupada. Los directores que accedieron a su opera prima mediante políticas más inclusivas como las de [José Miguel] Onaindia, no podían volver a filmar. Entonces, apoyados en la Ley de Medios, arman INCAA TV y financian las series y ahí se comportan con una libertad total, dejan que cada uno gaste y les dan laburo a todos los directores que estaban al pedo.