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plan de destrucción creativa
Por debajo de las frases inspiradoras y el optimismo voluntarista de la administración Newman, las costuras del actual modelo económico dejan poco margen para ilusionarse. Ni Australia, ni Corea ni Finlandia: sin un empresariado que dé la talla, sin verdadero apoyo internacional, sin inversiones ni planes para bancar la reconversión a mediano plazo, con la inflación por las nubes y una bicicleta financiera a la que se le salió la cadena, el macrismo aspira a convertirnos en la gondolita escuálida de un mundo transgénico.
Fotografía: Luis Abadi
12 de Junio de 2017
crisis #29

N o es un plan quinquenal ni una hoja de ruta demasiado precisa. Es una orientación general, con mucha improvisación y menos novedosa de lo que parecía. La estrategia económica de Mauricio Macri para después de la “normalización” a la que hasta ahora se circunscribió es una vuelta de tuerca del consenso de las commodities concebido a mediados de los años noventa y desplegado después del crac de 2001 por el kirchnerismo, aunque con sueldos y niveles de consumo más módicos, un Estado sensiblemente más chico y un entramado productivo (todavía) menos denso. 

En la Argentina de dentro de una década que imaginan en el primer piso de la Rosada la industria manufacturera emplea —con suerte— a la mitad de gente que hoy. Los agronegocios, la minería y la energía producen el doble, con cuantiosas inversiones extranjeras pero apenitas más personal. Las obras para poner al día la infraestructura y el transporte recogen una parte de la mano de obra urbana expulsada de las fábricas. El vaporoso mundo emprendedor absorbe a otro pequeño pelotón, relegando al resto a estrategias precarias de subsistencia. El mercado interno deja de regir la dinámica de la acumulación. El “supermercado del mundo”, como le gusta decir al Presidente, trabaja hasta los domingos para que el cliente imaginario, un forastero improbablemente dispuesto a comprar fuera del almacén de su barrio, se vaya contento.   

Entiéndase bien: no es que todo sea lo mismo o que nada haya cambiado durante el primer año y medio de la administración Cambiemos. Al contrario. La poda del salario real y el consecuente desplome del consumo castigaron duramente a la industria que supimos conseguir, la heterogénea manufactura sustitutiva de importaciones, que pasó de representar un 17,3 por ciento del PBI en 2015 a un 16,4 en 2016 según cálculos de Martín Schorr (Unsam-Conicet). La parálisis de la obra pública también castigó a la construcción, cuya participación en el valor agregado nacional cayó del 5,6 al 4,7 por ciento. Lo que perdieron todos los rubros vinculados al mercado interno es lo que ganaron el complejo agrícola (que saltó del 5,8 por ciento al 7,2) y la intermediación financiera (que subió del 4,1 al 4,6 por ciento). Son proporciones que, excepto durante grandes crisis, apenas varían una o dos décimas de un año al siguiente. 

El reseteo de la macroeconomía que puso en marcha Macri apenas asumió (devaluación, apertura importadora, quita de impuestos al campo, desregulación de la entrada y salida de capitales, suba de tasas de interés y reapertura del endeudamiento) disparó una fenomenal transferencia de ingresos que tuvo como correlato un cambio notable en la estructura económica. No somos los mismos que en 2015, no ganamos lo mismo que en 2015, no debemos lo mismo que en 2015 y tampoco nos dedicamos a lo mismo que en 2015. 
Lo que hay que entender es que el plan no se agota ahí.

bicivoladores

¿Kirchnerismo con buenos modales? Nada de eso. El director del FMI para el Hemisferio Occidental, Alejandro Werner, definió satisfecho a fines de abril en Washington el proceso que atraviesa el país como un “cambio de régimen”. Parece una hipérbole pero no. Macri puede aspirar en el corto plazo a abrir negocios para sus amigos y para su familia misma, pero como todos los presidentes también quiere pasar a la historia. Dejar un legado. Honrar el nombre de la coalición que lo depositó para sorpresa de tantos en el sillón de Rivadavia. 

En el pelotón de gerentes entre los cuales Macri repartió los resortes de la política económica hay dos que se destacan por su claridad a la hora de describir el programa oficial: el presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, y el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, con quien conversamos para este dossier de crisis. Ambos coinciden en el diagnóstico (el problema de la Argentina es la inflación) y en el rumbo (para bajar la inflación hay que dejar de financiar el déficit fiscal con emisión de pesos y así llegarán las inversiones, el crédito y el crecimiento). Ése fue el argumento central para los tarifazos de gas, electricidad, agua y peajes, de magnitud mucho mayor a la que habría sido necesaria para corregir las inequidades derivadas del congelamiento devidista, que engordó durante la última década la cuenta de subsidios en beneficio de las clases media y media-alta hasta hacerla impagable.

Los resultados están a la vista un año y medio después. La ecuación fiscal no mejoró: lo que ahorró el Estado en subsidios durante 2016 fue casi lo mismo a lo que dejó de recaudar por la rebaja de retenciones a la exportación de granos, aceites, cereales y minerales. Como el torniquete monetario se mantuvo a rajatabla y el Banco Central dejó de financiar ese déficit con emisión de pesos, el Gobierno apeló para financiarlo a la canilla recién reparada del endeudamiento. 

La canilla escupió divisas contantes y sonantes. ¿Las mismas que habría querido pedir prestadas Cristina Kirchner tras pagar lo que reclamaban Repsol, el CIADI y el Club de París, si hubiera logrado cerrar trato también con los fondos buitre? Seguramente más, porque Sturzenegger desreguló el flujo de capitales, liberó los giros de dividendos de las multinacionales y eliminó todos los topes para la compra de dólares por parte de particulares y empresas. Así, buena parte de los 77.615 millones de dólares de nueva deuda que contrajo el país en los primeros 14 meses del macrismo (contando empresas, provincias y Nación) fueron a financiar la fuga de capitales. En el primer trimestre de este año, casi el 40 por ciento del endeudamiento tuvo ese destino. “Nos estamos endeudando para que compre dólares mi tía”, advertía antes de su eyección del Banco Nación Carlos Melconian, crítico de la salida del control de cambios diseñada por el también despedido ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat-Gay.

El cóctel de tasas de interés positivas en pesos con cuantioso endeudamiento en divisas, dólar planchado y desregulación de la entrada y salida de capitales arrojó el único saldo que podía esperarse: el regreso de la bicicleta financiera. El Central dejó de perder reservas pero incrementó vertiginosamente su deuda en Lebacs, en pesos, a cortísimo plazo (la mayoría, a 35 días), cuyo stock alcanzó a fines de marzo los 773.989 millones de pesos. Un monto que al cambio del momento superaba los 48 mil millones de dólares de reservas de la autoridad monetaria. 

La bicicleta financiera se convirtió en un imán para capitales de corto plazo extranjeros y también en destino favorito para los fondos de capitalistas locales beneficiados por el nuevo set de precios relativos. La tasa de inversión (los desembolsos en maquinaria y en inmuebles en relación al PBI) cayó del 16 por ciento en 2015 al 13,9 por ciento en el cuarto trimestre de 2016. La inversión extranjera directa (IED), cuya lluvia auguraba el Gobierno al asumir solo por la confianza que despertaría Macri, se desplomó a la mitad de un año al otro. Ya era bajísima durante el último año de Fernández de Kirchner.

canguros

La contracción económica del año pasado (2,3 por ciento según el INDEC) no fue igual para todos. Al identificar los sectores ganadores y perdedores se puede atisbar el sendero de largo plazo que quisiera transitar el oficialismo. Dentro de la producción de bienes sobresalen las caídas de la construcción (-11,3) y la industria (-5,7). La primera sintió el impacto del freno en la obra pública y la paralización del plan ProCrear y la segunda fue golpeada por el desplome del consumo, la apertura aduanera y el tarifazo energético, que comprometió sus costos. Los servicios, en cambio, de la mano de la recomposición de las tarifas y la bicicleta de los bancos, le arrancaron un empate al peliagudo 2016. La avalancha importadora afectó especialmente a los rubros industriales de bienes de consumo. A precios constantes (soslayando el abaratamiento de los productos importados), las importaciones aumentaron un 5,4 por ciento. Hay que retrotraerse a 1975 para encontrar un año de recesión durante el cual haya pasado eso. 

El equipo económico no luce preocupado. Por el contrario, se entusiasma con la “reconversión” de los sectores de baja productividad y hasta puso en marcha un programa, bautizado ampulosamente “de Transformación Productiva”, que subsidia las indemnizaciones por despido de los empleados de ramas que el Gobierno considera poco más que inviables pagándoles por hasta seis meses a los expulsados un seguro de desempleo VIP del 50 por ciento de su último sueldo. Además, el Estado ofrece a las empresas que contraten a esos trabajadores pagarles por nueve meses parte del sueldo (hasta el equivalente de un salario mínimo de 8060 pesos).

Por políticas de achique deliberado como esa y por la falta de otras que la apuntalen, la industria manufacturera se encamina a reducir aún más su peso en la economía. En Australia, el modelo que tienen en la cabeza los economistas del gobierno y sobre todo el preceptor del gabinete Gustavo Lopetegui, el sector fabril representa solamente el 6 por ciento del PBI. En Argentina, como vimos, acaba de caer fuerte pero se mantiene arriba del 16 por ciento.

¿Puede Argentina seguir los pasos de Australia por el solo hecho de estar como ella en el hemisferio sur y tener una población relativamente pequeña y tierras abundantes? Difícilmente. El país de los canguros, según el Banco Mundial, tiene el cuádruple de recursos naturales por habitante que Argentina. Su población es la mitad que la nuestra y su territorio triplica el argentino. Pero además, lo estratégico de su ubicación le permitió engancharse primero a la locomotora japonesa y luego a la china como proveedor de materias primas. Sus lazos geopolíticos hicieron que pudiera acumular largos años de déficit de cuenta corriente financiados por Gran Bretaña (por su condición de miembro de la Commonwealth) y Estados Unidos (como aliado durante la Guerra Fría). 

En el fragor del debate, sin embargo, Dujovne desafía a los críticos con evidencia: “la industria argentina mantiene vivas ramas enteras donde la productividad es bajísima, prácticamente artesanal, que no sobrevivirían a la menor apertura a la competencia de importados”. Pues bien ¿los países que se industrializaron tardíamente no lo hicieron acaso siempre así, con el Estado detrás, entregándoles créditos subsidiados, financiando investigación y frenando a competidores extranjeros? “Sí. Pero nosotros venimos intentando eso desde los setenta y nos fue muy mal”, responde el ministro en  Washington, acodado en el lobby del hotel Fairfax.
En el resultado, Dujovne no se equivoca. Lo falaz es sostener que lo intentamos consecuentemente desde los setenta, porque desde entonces el péndulo criollo no hizo más que oscilar entre extremos, destejiendo como Penélope lo tejido en el período previo. De Gelbard a Martínez de Hoz. De Cavallo a Lavagna. De Kicillof a Lopetegui.

La principal incógnita que abre el foco del modelo macrista en sectores como el agro, la banca, la minería, la energía, la infraestructura, el transporte o los desarrollos inmobiliarios (sectores que por otra parte, como advirtió Marcelo Zlotowiagzda, están poco sometidos a la competencia y regidos por normas y contratos estatales) es dónde se generarán los empleos que necesita un país con una fuerza laboral de veinte millones de personas. Y en medio de un boom digital que los destruye a pura app, uberizando y amazonizando todo a su paso.

¿Hace falta sacrificar puestos de trabajo para ganar eficiencia en términos agregados? ¿Es esa la vía para mejorar la productividad de la industria o de la economía en general? La historia argentina y la de los países que se desarrollaron tardíamente sugiere que no necesariamente. Como bien apuntan Diego Coatz y Daniel Schteingart (SIDBaires) en un lúcido ensayo titulado ¿Qué modelo de desarrollo para Argentina?, el país no puede emular a Australia pero tampoco a Corea del Sur, modelo al que miraban con envidia muchos economistas del kirchnerismo, cuyo PBI per cápita era el de Ghana en 1962 e iguala hoy al de Italia o España. Ese salto lo lideró un Estado autoritario, apoyado por un gobierno de Estados Unidos dispuesto a aportar las divisas necesarias para cubrir 23 años seguidos de déficits en cuenta corriente. Y además lo hizo en una península casi sin recursos naturales y medio siglo atrás, cuando el desarrollo estaba únicamente vinculado a la manufactura.

En la Argentina del siglo XXI, Coatz y Schteingart sugieren que el camino al desarrollo capitalista requiere aprovechar el stock de recursos naturales del país y mejorar a la vez la productividad de la industria, tanto la vinculada a esos recursos naturales como la que supo acumular aprendizajes y saberes que le permitirían competir a nivel mundial. Sin descuidar a los sectores intensivos en trabajo, incapaces de exportar pero indispensables para proveer al mercado interno sin generar sobrecostos excesivos. 

Lo primero requeriría generar encadenamientos productivos hacia atrás y hacia delante. Es decir, aprovechar el boom de la soja para apuntalar la producción de cosechadoras y fertilizantes por un lado, y preparados gourmet por el otro. Como la cadena triguera de Bélgica, de cuyas exportaciones un 70 por ciento es explicado por galletas y pastas con un precio promedio de 3,10 dólares el kilo. Esos encadenamientos también suelen llevar a desarrollos laterales, como suele destacar Eduardo Levy Yeyati. El caso paradigmático es el de Nokia, que floreció en Finlandia a partir de los esfuerzos por desarrollar sistemas de control remoto para las máquinas de talado de los bosques fineses.

Nada de eso ocurrió en lo que va del gobierno de Macri. Las exportaciones de materias primas aumentaron un 23 por ciento en cantidad en 2016, mientras que las importaciones de bienes de consumo subieron un 17 por ciento. Se vendieron un 53 por ciento más cosechadoras y un 80 por ciento más sembradoras que en 2015, pero la diferencia con el año previo se cubrió con importados. ¿Vamos camino acaso a ser el supermercado del mundo? Tampoco. En el primer trimestre de 2017, la importación de alimentos subió un 34 por ciento. Casi todo alimentos elaborados. Mientras tanto, economías regionales que ya estaban en crisis como el vino, la yerba o la manzana empeoraron su situación. Más que el supermercado, vamos camino a ser solo la góndola en la que se ofrezcan productos elaborados afuera con materias primas argentinas.  

No es solamente un problema económico. También faltan los sujetos sociales capaces de liderar el proceso. Incluso aunque Macri se hubiera rodeado de estadistas hábiles y preparados en vez de sus compañeros del Newman y de limitados aunque incondicionales operadores como Francisco Cabrera, brilla por su ausencia un empresariado nacional con vocación para empujar un proyecto de desarrollo autónomo. Lo aprendió por las malas el kirchnerismo, tras apostar fallidamente durante años por despertar esa vocación y procurar tardíamente sustituirla desde el Estado. Menos todavía habría que esperar que ese desarrollo lo acaudillen multinacionales preocupadas casi exclusivamente por sobrevivir a cambios tecnológicos y geopolíticos cada vez más vertiginosos. Ni ciclistas financieros de Wall Street.

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