La intensidad de los movimientos migratorios sacude y redefine el territorio en el que estamos parados. A diferencia de otros tiempos, los desplazamientos de personas mutan velozmente, atraviesan y a la vez refuerzan las fronteras, que se tornan más sofisticadas. Las réplicas poblacionales son un flujo decisivo en la reinvención de las ciudades y sus quimeras de imponer el control.
La migración es también una fuerza productiva que fogonea el crecimiento de la economía, y funciona como variable de precarización para un modelo incapaz de incluir a la totalidad de la masa laboral en la actividad en blanco. Es así como se difunden nuevas formas de explotación y subordinación vinculadas al aspecto étnico del trabajo migrante, que el capital exhibe como situaciones ejemplificadoras de obediencia. Sin embargo, cada vez gana mayor preeminencia la faz de invención resistente y democrática que implica este trajín de ida y vuelta.
El peso de los migrantes no se restringe al trabajo. Sus culturas y saberes operan en forma permanente y van tejiendo lazos en el mundo más amplio de lo subalterno, como un torrente que fecunda nuevos universos populares hasta invalidar esa matriz privilegiada de la identidad plebeya que es el axioma nac & pop. En una Argentina que ya no puede considerarse unidad homogénea (a pesar de las retóricas de la nostalgia), haríamos bien en reconocer que lo popular cada vez más viene de afuera. Migra & pop es el nuevo eslogan. El pueblo son ellos, y muchos de los nuestros, que conocen cómo es vivir al ras del suelo y ponen la rueda en movimiento. Son los dueños del futuro.
Los gobiernos se eligen, la inmigración no
“Yo en mi casa de Calafate tengo a María y a Ramón, dos maravillosos chilenos que cuidan hace años; y a quién no le fue alguna vez un albañil paraguayo o boliviano a arreglarle su casa; quién no tiene un encargado de edificio uruguayo…”.
La frase presidencial es una muestra de la encerrona en la que toda buena conciencia recae cuando debe vérselas con la xenofobia de masas. Corrían los días posteriores a la toma del Indoamericano y verdaderas cacerías urbanas se desataban en contra de los ocupantes, mientras el sentido común progresista se mostraba impotente para rebatir esta nueva forma de gobierno de las metrópolis que algunos llamaron vecinocracia (muy bien representada por el mandamás de la ciudad de Buenos Aires con su consigna de una “inmigración descontralada”).
La integración continental que se verifica en las leyes y los tratados entre Estados, no impide que el racismo se expanda en el día a día de los barrios. En Argentina la Ley 25871 expresó un giro normativo en el acceso y protección de los derechos de los que llegan, pero a nivel de las mayorías sigue vigente la vieja antinomia entre xenofobia conservadora y compasión bien pensante.
La tercera variante que irrumpe en el Brasil de Dilma y el Uruguay de Mujica apunta a una inmigración selectiva y de élite. La intención es cautivar a profesionales extranjeros que aporten la mano de obra calificada que necesitan esos países, para posicionarse en la batalla global por el conocimiento. Pero la inmigración hoy es mucho más que eso: es un torbellino de energías que disloca nuestras formas de vida, pone a prueba los prejuicios y las estigmatizaciones, y nos obliga a producir innovaciones radicales en los modos de habitar la ciudad.
No sabemos a ciencia cierta en qué medida la actividad de los migrantes aportó al crecimiento experimentado desde 2003 a la fecha, aunque intuimos que su influencia resulta decisiva. Ni siquiera conocemos cuál es su importancia real en términos demográficos. Según el último censo, hay 8.929 chinos en el país, pero es muy posible que esa cantidad sea la que ingresa por año. En cuanto a los bolivianos, el Censo registra en 2010 sólo 345.272, pero voceros de la comunidad boliviana multiplican esa cifra por seis, incluyendo a los hijos de sus paisanos nacidos en Argentina.
Son indicios de la escasa o perversa visibilidad pública de un pueblo cada vez más nutrido, al que se prefiere mantener subordinado. Sin embargo, a la hora de desbaratar el poder de actores económicos que hablan el lenguaje del mercado, el Estado acuerda con los super chinos para frenar la inflación y apela al rol de los quinteros bolivianos para bajar los precios. Se los contabiliza, entonces, según la ocasión y la necesidad.
Lo mismo sucede en términos geográficos: la guetificación convive con el crecimiento exponencial de las villas y la irradiación de los territorios migrantes hacia el centro y los suburbios. Lo que está en juego es hasta qué punto esos desplazamientos rompen los circuitos que “urbanizan la injusticia”, segmentado y jerarquizando la ciudad, para introducir formas contenciosas capaces de poner en discusión la vida colectiva.
Un barrio poblado por migrantes tiene una arquitectura ostensible y otra invisible. En cuanto a lo palpable sobresalen las ferias y las fiestas, valorización económica y esplendor simbólico, futuro y pasado reunidos en un mismo instante presente; lo invisible es la topografía imaginaria que porta el emigrado, una fisonomía añorada y conmovida por el viaje.
En términos identitarios, la metamorfosis ocasionada por el aluvión migratorio es multilateral. Las nuevas generaciones no se definen enteramente por la nación de origen, pero tampoco son del todo reconocidos ni aceptados en el lugar donde viven. Las trayectorias se cruzan y se vuelven imposibles de delimitar. Y, mientras toda idea de pureza muere, se despliega una subjetividad postfronteriza de la que deberíamos aprender.
La propia lengua y el color de la Argentina están siendo sometidas a fuertes variaciones. El resultado de esta nueva fisonomía común es una crisis del imaginario clásico de la “integración” ciudadana y salarial. También la más postmoderna noción de diferencia hace agua, con su plácida y sosegada mixtura de identidades.
Esta nueva mescolanza, promovida por el auge económico de la región y el deseo de movilidad de quienes no quieren dejar pasar la oportunidad de vivir mejor, es una fuerza de desbordes, de nuevos imaginarios políticos y de complejos cálculos vitales. Se trata entonces de sumergirse en el amplio espectro de situaciones de mixtura, que han convertido a Argentina en un país mestizo y a todos nosotros en lo que, en otra época, hubiéramos llamado otros.