Cuando tenía cinco años y había que ir disfrazada a la escuela, Florencia se vestía igual que su mamá: con un ambo blanco y un estetoscopio colgado en el cuello. Una vez en el secundario jugaba a diagnosticar a sus amigas. Siempre deseó ser médica, hasta que lo fue de verdad. Seis meses de residencia bastaron para que se rompiera en parte el hechizo. Fue en Tocoginecología: 80 pacientes por día, 42 guardias sin dormir, un salario un 50 por ciento menor que el de un trabajador bancario que recién comienza. “Los primeros años de residencia solo sos médica. No sos más novia, no sos más hija, no sos más amiga. No hay resto para serlo”, recuerda.
El sistema de residencia es la propuesta más reconocida por los médicos y médicas del país para especializarse. Comenzó en 1944 y se desarrolla en todas las jurisdicciones. El trayecto dura cuatro años una vez finalizada la carrera de Medicina y requiere una dedicación exclusiva que incluye guardias de 24 horas. Quienes la cursan tienen un promedio de 30 años. “Es una etapa diseñada para llevar a la persona al límite de su resistencia psicofísica”, explica Florencia desde un hospital enclavado en un barrio de alto nivel social del conurbano norte.
Las residencias cuentan con distintas fuentes de financiamiento. Los gobiernos de la provincia de Buenos Aires y de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) sostienen la mitad de los cargos disponibles, mientras que el Ministerio de Salud de Nación contrata alrededor de un cuarto del total. La parte restante es financiada por los demás estados provinciales y, en un porcentaje menor, por instituciones privadas, universidades y las Fuerzas Armadas. En septiembre, más de 8000 universitarios realizaron el examen para ingresar a las residencias en Medicina, Enfermería y Bioquímica en hospitales y centros privados del país, un 13 por ciento más que el año pasado. El contacto directo con los pacientes bajo la supervisión de profesionales, el trabajo sobre casos reales en hospitales reales, por fuera de los libros, suena excelente. De hecho, lo es. “No es lo mismo que te expliquen cómo colocar un DIU que haber colocado cien”, ejemplifica Florencia.
Pero los residentes hacen mucho más que observar y aprender: son trabajadores y trabajadoras -el 70 por ciento mujeres- que garantizan el funcionamiento del hospital con sueldos que en el AMBA rondan el millón de pesos. Una cifra apenas superior que lo que necesita un hogar de cuatro integrantes para superar el umbral de pobreza. Sostienen un sistema de salud en crisis, cada vez más atacado. “¿No hay camilleros? Camillea el residente. ¿Faltó el extraccionista? Saca sangre el residente. ¿No se limpiaron las habitaciones antes del pase de sala? Limpia el residente. ¿No hay monitor en una habitación? El residente no duerme para monitorear los signos vitales cada media hora. Todas las falencias del hospital las cubre el residente”, sintetiza Evelyn, residente de segundo grado (R2), de Emergentología, en el Hospital Fernández de la CABA.
guardia en alto
Matías, R1 de Neurocirugía en el Hospital Garrahan, de 26 años, sabe que va a dormir poco esta noche. Le toca participar en una endoscopía a un niño con hidrocefalia. Hay que favorecer la circulación del líquido acumulado en el cerebro. Matías está nervioso, pero la guardia es la mejor instancia para aprender cómo se opera y se encuentra en el lugar indicado. El hospital cuenta con los quirófanos y microscopios necesarios para realizar la intervención. Además, su rol es de acompañante. En cirugías de alta complejidad, los R1 solo asisten y observan de cerca a los expertos. Aunque el descanso post guardia es obligatorio por ley, Matías siempre se queda más horas en el hospital. Dice que no está muy bien visto que el residente se vuelva a su casa. “Y si te ven, te mandan a hacer tareas”. Tania, R4 de Pediatría, corta cuando terminan las 24 horas y nombra como un logro que en el Garrahan se cumpla con la pausa.
La limitación en el número de guardias y la inclusión del descanso posterior responde tanto a motivos pedagógicos como de servicio: la sobrecarga de trabajo excesiva limita las posibilidades de aprendizaje y, a su vez, hay evidencia acumulada sobre la cantidad de errores asistenciales atribuibles al cansancio. Los residentes entrevistados enumeran catéteres mal colocados, encargar los estudios incorrectos u olvidarse de realizar uno clave antes de una cirugía, fallar a la hora de realizar un diagnóstico o recetar medicamentos, tratar mal a un paciente, darle información de más o de menos. Otro aspecto problemático es la falta de tiempo y energía para estudiar. “Somos evaluados constantemente, ya sea con exámenes tradicionales o cuando respondemos preguntas de nuestros superiores mientras atendemos u operamos”, describe Florencia.
La conquista y la protección de derechos siempre requirió organización colectiva, jornadas de paro y de movilización extensas. En 2019, en la CABA, los residentes lograron que no avanzara la nueva Ley de Residentes y Concurrentes impulsada por el gobierno local dado que abría paso a la legalización de jornadas laborales de hasta 64 horas semanales, de lunes a lunes, y escondía el servicio de guardia bajo el eufemismo “formación intensiva continua”. Más tarde, en 2022, los paros pusieron el foco en la recomposición salarial. Fueron nueve semanas de lucha hasta llegar a un acuerdo paritario.
En la provincia de Buenos Aires, ese 2022, el gobierno redujo la duración de las guardias a 12 horas. Pero en Ginecología, Florencia no conoce el descanso: una vez finalizada la guardia de un día entero, le toca trabajar 9 horas más. En total, pueden ser 33 sin pegar un ojo. En el mejor de los casos, cuatro horas de sueño interrumpidas por los ruidos de gente que corre en los pasillos o las consultas en el celular. “En la profesión hay un cruce intergeneracional muy evidente. Los más viejos ven con recelo cualquier avance en nombre de que ellos antes hacían mucho más, entonces una se la tiene que bancar”.
El 56 por ciento de los residentes que participaron de una encuesta de la revista BMC Public Health manifestó que trabaja más de 30 horas seguidas. El estudio subraya que las largas jornadas laborales y el trabajo nocturno en la residencia argentina genera una fatiga que reduce significativamente “el rendimiento, la productividad, la atención, la vigilancia y la capacidad de tomar decisiones”. “Se sabe que estar más de 24 horas sin dormir es equivalente al efecto que produce tener alcohol en sangre”, advierte Sebastián, que hizo la residencia de Medicina General y Familiar en el Hospital Argerich y la de Cuidados Paliativos en el Tornú de la CABA.
Tanto Tania como Florencia solían tener mayor paciencia. Trabajan en hospitales y especialidades muy distintas, pero les fastidia lo mismo: pacientes que van a hacerse un chequeo “no urgente” a las 3 de la mañana porque a esa hora los atienden más rápido. “No es culpa de ellos, pero cuando es de madrugada y ya viste cien caras en un día, que te despierten por una prueba de Papanicolaou que pueda esperar te da bronca. Y les hablás mal”.
“Yo vivo quedándome dormida: en mi casa, en un bar con amigas (si es que voy), en el colectivo, en el almuerzo familiar del domingo. Me cuesta mucho conectar con el placer porque vivo quemada. Ahora, cuando me llaman para hacer una cesárea, me despierto por la adrenalina que siento en el cuerpo. Una se lava la cara, entra y opera porque no hay otra, es lo que hay que hacer y hay que hacerlo bien”, relata Florencia.
no soy un robot
Evelyn no lamenta la falta de sueño. Cuando tiene noches libres sale a tomar algo con amigas para despejarse. “Yo elegí esto y soy consciente de lo que implica”, afirma. Disfruta las guardias porque son la expresión máxima de la especialidad que eligió: trabajar en la emergencia. Muchos de los que llegan al hospital son vecinos del Barrio Carlos Mugica, Villa 31, o peatones circunstanciales o turistas de Palermo que tienen algún incidente. “No podría trabajar en un consultorio. La rutina me aburre. Acá, cada día es una cosa distinta: un accidente de tránsito, una pelea o la vulnerabilidad propia de vivir y consumir en situación de calle. Me desafía muchísimo tratar de comprender qué le pasó a alguien que llega descompensado y no puede hablar. No tenemos sus antecedentes ni más pistas que los síntomas de su cuerpo, pero hay que averiguarlo para estabilizarlo e intentar salvarle la vida”.
Muchas veces los residentes son los primeros en detectar situaciones de peligro que requieren intervenciones de especialistas. En una de sus primeras guardias en Obstetricia, Florencia, al colocar el ecógrafo sobre el abdomen de una mujer embarazada, se dio cuenta de que no detectaba latidos fetales. Tuvo que correr por el hospital de punta a punta para avisarle a algún médico de planta que había que entrar a operar. “Me acuerdo de entrar completamente transpirada al quirófano tratando de explicar, nerviosa, qué es lo que pasaba y por qué urgía, mientras todos me miraban. Ni bien salí tuve ganas de vomitar”.
Los ateneos para estudiar casos en profundidad y los espacios de aprendizaje colectivos son valorados por los residentes. Sin embargo, la dimensión formativa, que es el espíritu de la especialización, muchas veces termina en un segundo plano por la necesidad de dar respuestas que genera y fogonea el propio sistema. Sebastián habita todos los días esa tensión: “Uno quiere resolver todo y muchas veces no resuelve nada, porque la Medicina sola no puede, porque nosotros solos no podemos, porque el cuerpo humano no es un robot y porque la realidad nos pasa por arriba”.
solidaridad entre pichis
Florencia está escondida en un armario. No es un juego. Es una estrategia para escaparse de su jefa de residentes, quien le pidió que limpiara todos los consultorios. “Lo hago yo sola todos los días. ¿Por qué?”, se le plantó un día. “Porque soy tu jefa. Si no lo hacés, te toca una guardia más este mes”, le respondió sin vueltas.
“La forma de armar la residencia nace de lógicas militares: el R1 (primer año) es el pichi que hace todo lo que nadie quiere hacer, y también más guardias. Le puede hablar al R2 (segundo año), pero no al jefe de residentes. Y así va escalando”, explica Sebastián. “Cuando empecé, la R1 tenía que comprar las medialunas a la mañana para el resto del grupo, poner la mesa y aguantarse para ir al baño”, completa Florencia. Los ejemplos de los residentes son extensos: “guardias castigo”, exámenes sorpresa, médicos de planta que niegan el saludo o ridiculizan a los residentes principiantes por cómo agarran un bisturí en el quirófano. Un residente de Cirugía insiste en la rivalidad que abunda en las especialidades quirúrgicas, en las que el porcentaje entre varones y mujeres está más repartido que en el resto. Prefiere no revelar su nombre ni su espacio de trabajo: “Tuve relaciones muy ásperas con mis superiores. El nuevo que entra es visto como una amenaza que puede ocupar el lugar del otro. En este tipo de residencias, en donde lo que puede estar en juego es la vida y la muerte, cada uno quiere marcar su territorio y decir soy el mejor”.
Las experiencias varían según la institución y el grupo. Evelyn consensúa las guardias con su equipo para no dejar de jugar al handball los sábados. No concibe su rutina sin deporte. También dice que los médicos de planta toman las decisiones finales, pero tienen en cuenta sus sugerencias y les explican con paciencia. “Yo tuve mucha suerte con mis jefes y también con mis compañeros: la intensidad del trabajo es tal que si no tenés pares que sostengan es imposible. Si me hubiese tocado un ambiente de maltrato, ni lo dudaba, hubiese cambiado de residencia. Nosotros, por ejemplo, nos vamos todos a la misma hora. Hasta que no termine el último de atender y ordenar, nadie se saca el ambo”.
Una tarde en la que Evelyn estaba de guardia recibió el llamado de una vecina: Morfina y Fentanilo estaban llorando. Así se llaman sus dos gatos recién adoptados. Evelyn no volvería a su monoambiente en Balvanera hasta el día siguiente. “No te preocupes, dame la llave y voy yo a verlos”, le dijo una compañera.
Florencia también se aferra a sus pares, con quienes pasa la mayor parte de la jornada: “Son las que te ven de buen o mal humor, las que te consuelan si cortaste con tu novio o si te confundiste en la intervención que hiciste en el medio de una cesárea, las que te dicen ‘dejá, yo voy’ cuando estás durmiendo en la guardia”.
Los lazos de solidaridad horizontales entre los residentes pueden poner en jaque las vetustas estructuras jerárquicas y marcar límites a las propias subjetividades más sacrificiales. Este año, Florencia y sus compañeras diseñaron un esquema para que las “R1” tengan libre al menos un fin de semana al mes. “Las resi de los últimos años íbamos a tener, al fin, la mayoría de los fines de semana sin guardia. Pero ¿a costa de qué? De que la R1 haga absolutamente todo. Dijimos ‘no, bueno, repartamos el trabajo’”.
En el Garrahan impera una lógica de cuidado. “Cuando entré era la bebé que todos mimaban. Y si a una la tratan así en R1, te dan ganas de hacer lo mismo con los otros cuando sos R4”, explica Tania. Hace poco intervino en una situación de maltrato a una R1 en el área de Dermatología. La joven principiante había llevado “de urgencia” una paciente al consultorio, pero su cuadro podía esperar. “Es un error porque el mejor residente es el que resuelve rápido y sabe reconocer prioridades, pero eso es algo que se aprende y hay que marcarlo con paciencia. Más en este hospital, que es muy exigente. Todo hay que resolverlo ya por la cantidad de demandas emergentes, entonces corrés el día entero de punta a punta respondiendo decenas de mensajes de WhatsApp. Lo que se premia es la eficiencia”.
ponerle Garra
El Hospital Garrahan, dicen, “es de otro mundo”. Lo afirman especialistas que derivan casos de pediatría desde todas partes del país, familias que pueden viajar entre dos y tres horas en colectivo para que a sus hijos los vean los mejores profesionales, “porque en ningún otro lado los atienden así”, los propios niños que señalan, sonrientes, los dibujitos animados pintados en las paredes, los banderines y las cartulinas de colores que anuncian la llegada de la primavera. Lo dicen sus profesionales que atienden a 10 mil chicos por día. Y también lo dicen los residentes que eligen Pediatría: “es el Garrahan”.
Con su metro cincuenta de altura, voz dulce, rodete, lentes, pantalón verde pastel, guardapolvo blanco y un colgante de colores que lleva su nombre escrito, Tania es “la doctora mala” para los niños que huyen porque no quieren que les saquen sangre ni les hagan doler. Eso es lo que menos le gusta de su trabajo. Tampoco se acostumbró a enterarse que pacientes con una patología grave mueren después de 24 horas de internación cuando parecían haber mejorado. De la mayoría conserva dibujos que hacen de ella atendiendo o de jardines con árboles y animales. Pero sin duda lo peor de su profesión es el salario y la falta de reconocimiento por parte del gobierno de Javier Milei. Los residentes de Pediatría ganan entre 728.100 y 900.496 pesos según el año, por debajo de la Canasta Básica Total. Para comprarse un par de zapatillas, Tania hace guardias de seis horas en clínicas privadas cuando sale del hospital a la tarde. En total, puede llegar a trabajar 14 horas en un día sin contar las guardias del Garrahan.
Si bien está dentro de las especialidades más requeridas por quienes pretenden ingresar a la residencia, los cupos necesarios en Pediatría están lejos de cubrirse. Este año, se ofrecieron 760 cargos en todo el territorio nacional y hubo 514 aplicaciones. En Cirugía general, la lógica es inversa: se ofertaron 304 lugares y hubo aproximadamente el doble de inscriptos.
En julio, desde el Ministerio de Salud de la Nación prometieron que pagarían un aumento del 35 por ciento no remunerativo a los residentes del Garrahan si dejaban de hacer paro. Ellos accedieron y el acuerdo se firmó. Pero cuatro horas más tarde, el Ministerio de Hacienda tiró abajo el acuerdo. La respuesta llegó en septiembre y octubre con jornadas de paro de 48 horas que incluyeron el cese de guardias. El hospital tuvo que atender urgencias de la mano de los médicos de planta. Pero el desentendimiento del oficialismo sigue. “La gestión de los hospitales debería estar en manos de las provincias. No tiene lógica que la Nación tenga un hospital acá y no lo tenga en otro lugar”, planteó el jefe de Gabinete Guillermo Francos.
El Garrahan atiende el 50 por ciento de los pacientes oncológicos del país y realiza el 60 por ciento de los trasplantes pediátricos. La formación de sus médicos y médicas es una referencia indiscutida a nivel nacional.
La emergencia salarial atraviesa, a su vez, a los médicos de planta. En ese escenario, el consejo administrativo del hospital decidió otorgar un bono de 500 mil pesos, una práctica habitual en la institución financiada con fondos autogestivos y autárquicos, a todos sus trabajadores. Las represalias no se hicieron esperar: el flamante ministro de Salud Mario Lugones exigió la renuncia de quienes autorizaron el pago. Allí se desató una oleada de protestas junto a los trabajadores del Hospital Laura Bonaparte cuando se amenazó con su cierre.
el infierno es encantador
En los pasillos del Fernández, Evelyn genera sonrisas entre los que esperan para ser atendidos o sus familiares. Llama la atención con su ambo colorido con dibujos de al menos seis pokemones distintos. En otras ocasiones, viste uno con los personajes de Harry Potter. “Si no, todo es un bajón acá adentro”, bromea. A la hora de recrear momentos con sus pacientes, se pone más seria. Recuerda particularmente a un joven con una enfermedad terminal que pasó muchos días internado en terapia intensiva. En sus últimos días de vida, Evelyn y otros residentes se sentaban a jugar a la play station con él.
En Cuidados Paliativos, donde se apunta a mejorar la calidad de vida de pacientes con cuadros muy severos, Sebastián también aprendió a acompañar procesos. Dice que la clave es el “ni-ni”: ni muy cerca para no perderse, ni muy lejos para dejar de sensibilizarse. “Siempre me acuerdo de una joven con un diagnóstico atroz que hizo una lista de personas que quería que la visitaran para darles las gracias. Lo que me sorprendió de esta residencia es ver cómo incluso durante una enfermedad amenazante para la vida se abre un portal de posibilidades”.
Florencia atesora un día puntual en el calendario. Lo llama “la guardia de los quince nacimientos”. Junto a sus compañeras, asistió uno cada hora y media. “No hay nada más bello y horrible a la vez por el dolor que un parto. Me parece algo tan mágico que seamos lo primero que toca un ser humano en el mundo. Cuando me pregunto por qué hago lo que hago vuelvo a eso, por qué tanto tiempo fuera de casa, por qué no optar por especializaciones más rápidas y fáciles, por qué ocuparse de emergentes a los que deberían dar respuesta otras áreas del hospital si todo funcionara mejor, cargar con tantas enfermedades ajenas en el cuerpo, cómo hacer para aguantar. Y solo se me ocurre esto: porque es hermoso”.