diario a bordo de una especie en extinción | Revista Crisis
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diario a bordo de una especie en extinción
El Argenmar Mistral es el único buque granelero de bandera argentina, integrante de una marina mercante nacional que nunca se recuperó de su desmantelamiento en los años noventa. El autor de esta crónica se embarcó para hacer el trayecto Ingeniero White-Ramallo y contarlo. Apuntes desde el camarote, entre la vida de los marineros y la economía política del mar.
13 de Julio de 2024

El Argenmar Mistral se está hundiendo. Está amarradísimo al muelle pero se está hundiendo. Una persona normal no lo percibe pero el buque no para de sumergirse debajo de la línea de flotación. Es pleno otoño en el puerto de Ingeniero White, un día de sol sin viento ni nubes. Los muchachos de la empresa proveedora que descargan packs de café, Coca-Cola y galletitas destinados a la cocina del barco tampoco parecen notarlo. El guardia de seguridad que controla la barrera de ingreso al muelle tampoco. El único que se da cuenta es Santiago Marasso, nacido en el barrio porteño de Núñez, y primer oficial de cubierta, que camina de acá para allá handy en mano. Santiago no solo sabe que se está hundiendo, sino que también sabe cuánto se está hundiendo, por qué se está hundiendo, y dónde se tiene que hundir. Es su trabajo como primer oficial. Estudió dos años de marina mercante y tuvo un tercer año de prácticas como pilotín antes de llegar a ser oficial de cubierta. Tiene 30 años, un gran futuro por delante y, como todo oficial de la marina mercante, estudió el principio de Arquímedes: todo cuerpo sumergido en un líquido experimenta una fuerza hacia arriba equivalente al peso del volumen desalojado. Ahora el empuje es hacia abajo: desde el muelle se descuelga una manga enorme que está descargando 27 mil toneladas de fertilizante distribuidas en cada una de las cinco bodegas del único buque granelero de bandera argentina en actividad.

El cuerpo enorme del Mistral, con casi 170 metros de eslora (largo) y 27 de manga (ancho), resiste la carga y se hunde en el fluido de la ría de Bahía Blanca, confundido entre las aguas verdes y amarronadas de esa lengua de agua que todavía no es mar y tampoco río. Santiago recibe los datos que le comunica el draftero (la persona que realiza el draft survey, la medición del peso de la carga) mirando el calado del barco desde una lancha en el agua. Analiza, presiona el handy y habla con el capitán, que por supuesto también conoce el principio de Arquímedes y controla la operación desde el puente: “Agregale 50 toneladas en la (bodega) 1”, le responde el capitán Gabriel Redaelli, alias Capi, alias Turco, de 40 años, desde su puesto de mando. La manga se traslada hasta la bodega 1, en la proa del barco, y comienza a descargar lo que hace falta para que el buque se hunda un centímetro más. Es media tarde y todavía faltan varias horas para que esté completo. El Argenmar Mistral está hundido, pero no lo suficiente. Se tiene que sumergir hasta que el calado marque 10,2 metros porque a nada más que sesenta centímetros por debajo de la quilla está el fondo de la ría. Y el capitán del barco no quiere correr el riesgo de que el Mistral se encaje ahora. Ni tampoco al entrar al río Paraná. Y menos poner en riesgo la navegación de alta mar con el buque escorado, inclinado más hacia un lado que hacia el otro. Eso pondría en riesgo toda la operación. Tiene que cumplir los contratos con los clientes y entregar los tonelajes acordados con cada uno en distintos puertos de entrega, el primero en Ramallo. La guerra en Ucrania hizo subir los precios internacionales de la urea, el fertilizante, y hay que aprovechar el buque todo lo que se pueda antes de que llegue al final de su vida útil y sea vendido como chatarra. El capitán quiere maximizar su carga para que el flete valga la pena. Cada hora extra de puerto cuenta y los errores se pagan caro. La tonelada de urea también se paga caro: unos 500 dólares. Los remolcadores empezarán una huelga a la medianoche, y si el barco no parte ahora van a tener que pagar 25 mil dólares de overtime. El sol va cayendo sobre las islas ralas de la ría. Un marinero del Mistral hace tiempo en popa encarnando un anzuelo que está a punto de lanzar al agua y ver qué pica. Ayer la Cámara de Diputados aprobó la Ley Bases. El barco no está hundido lo suficiente.

 

 

Argentina tiene un litoral marítimo de 4715 kilómetros que van desde el delta del río Paraná hasta Bahía Lapataia, en Tierra del Fuego, según datos del proyecto Pampa Azul. Ocupa el puesto número 27 en el ranking de países por longitud de costa, en cuarto lugar después de México, Brasil y Chile. Manuel Belgrano debe haber visto el potencial: como secretario del consulado de Comercio de Buenos Aires, antes de la Revolución de Mayo, ordenó fundar la Escuela Nacional de Náutica, donde hasta el día de hoy se gradúan oficiales como Santiago y Gabriel. Sin embargo, el Mar Argentino es una incógnita, un área vacante en el imaginario nacional a la que solo acudimos en verano, y hasta ahí: resuena en la boca de las familias argentinas la palabra costa o playa, pero pocas veces la palabra mar.

En ese vasto territorio que se extiende de la costa para allá es donde operan empresas como Argenmar, Maruba y Antares Naviera, con una flota integrada por unos 40 buques de gran calado como el Mistral, además de navíos petroleros, quimiqueros, remolcadores y otros. Una flota chica respecto de la enorme actividad comercial de Argentina y el volumen de exportaciones del país, según expertos del sector.

El Mistral es uno de los pocos buques de bandera argentina que actualmente navegan por el litoral de nuestro país, rodeados de barcos con bandera griega, china y panameña. Hoy la existencia de buques de bandera argentina puede sonar como una excepción en el nuevo modelo de acumulación y reparto del poder global, pero hace unas décadas era la regla. La marina mercante vernácula creció exponencialmente a partir de 1930 y alcanzó su esplendor en 1961, cuando el gobierno de Arturo Frondizi creó la línea de bandera Empresa Líneas Marítimas Argentinas (ELMA) mediante la fusión de la Flota Mercante del Estado (FME) y la Flota Argentina de Navegación de Ultramar (FANU). A fines de 1951 la marina mercante argentina ocupaba el segundo lugar en América en cantidad de toneladas transportadas, solo detrás de Estados Unidos. Casi cuatro quintas partes de ese tonelaje pertenecían a empresas y organismos del Estado, según datos oficiales. El declive llegó, como en otros ámbitos estatales, con las privatizaciones del gobierno de Carlos Menem. ELMA se desarmó y la gestión estatal de los puertos se transfirió a entidades privades o semipúblicas. Así fue con el consorcio del Puerto de Bahía Blanca, creado por ley provincial en 1993, y corazón del polo petroquímico donde operan empresas como Profértil, una sociedad en partes iguales entre YPF y la canadiense Nutrien.

Profértil es, junto con las norteamericanas ADM Agro y Cargill, una de las pocas empresas que tienen muelle propio. Comenzó la producción en 2002 y actualmente genera 1.1 millones de toneladas anuales de urea, buena parte de las cuales son transportadas por el Mistral. Las chimeneas de su planta no cesan de lanzar grandes columnas de humo que se ven con claridad desde la Ruta 3 de acceso a Bahía Blanca. Es una postal atípica del país primarizado y hace que Ingeniero White sea un emblema de la industria argentina, o al menos uno de los pocos polos industriales que sobrevivieron a la desindustrialización. Los pobladores de White llevan con orgullo ese origen proletario y marítimo: no son bahienses, son whitenses. En las cercanías del puerto se alzan las tribunas verdes y amarillas del Club Atlético Puerto Comercial, que en 1974 se clasificó y jugó por primera vez en la primera división del fútbol argentino. A pocos cientos de metros de distancia del muelle donde carga el Mistral los barcos de pesca artesanal reposan en el barro durante la marea baja. Es un territorio híbrido e inexplorado que funciona hace siglos a espaldas de las grandes ciudades. Acá el mar no es una palabra que connota playa, sol y tiempo libre. Acá el mar es trabajo.

El puerto de White combina un paseo costero que bordea la ría y varias terminales de carga que operan 24/7. El ruido incesante de la fabricación de petroquímicos se mezcla con el canto de las gaviotas. No se puede ingresar a las terminales de carga como turista: se operan millones de dólares todos los días y los controles se volvieron más estrictos después del atentado del 11 de septiembre. Ingresar a los muelles como visitante, invitado o periodista requiere de un largo y complejo proceso de autorizaciones, si se tienen los contactos o los motivos necesarios. Pero embarcarse es otra cosa. Requiere de un timing preciso porque primero hay que coincidir con que el buque esté en puerto, y no es fácil para un buque mercante: para que la actividad de transporte marítimo sea rentable tiene que estar la mayor cantidad del tiempo en el agua, llevando cargas de un puerto a otro con el menor tiempo de espera posible. Y esto también es difícil en el caso del Mistral, que durante los últimos años cubrió una gran extensión del litoral marítimo argentino. Primero llevaba fertilizantes por la ruta White-Paraná. De ahí regresaba en dirección sur limpiando las bodegas hasta La Plata, donde cargaba un tipo de carbón llamado coque destinado a la fábrica de aluminio de Aluar, en Puerto Madryn. Y luego regresaba a White.

Las cosas cambiaron cuando Argenmar, uno de los pocos armadores nacionales, como se conoce en la jerga a las empresas titulares del ejercicio de la navegación de un buque, adquirió el Sider Liu, de bandera panameña pero con tratamiento de bandera argentina. Eso le garantiza a Argenmar poder contar con otro buque para hacer navegación de cabotaje. El Sider Liu es similar al Mistral y ahora se encarga exclusivamente de la ruta Madryn-La Plata. La empresa mantiene dos tripulaciones diferenciadas para cada barco, pero la vida a bordo es exactamente igual.

 

Vos te das cuenta cuando ves un embarcado”, dice Gabriel, alias Capi, alias Turco, sentado en el comedor de oficiales delante de un plato enorme de milanesas. “Lo escuchás hablar, lo ves caminar y te das cuenta”. Su plato es más grande que el del resto de los oficiales. El del primer oficial es el segundo más grande. “Si le hace chistes a la moza es embarcado”, dice riendo. El Mistral es un buque de diseño japonés fabricado en China en 2008 y en uno de los rincones del comedor hay dos cuadros de flores enchapadas que parecen claveles fijados en las paredes. Vienen de fábrica y la fragilidad de la composición no parece encajar del todo en este ambiente de varones.

El momento del almuerzo y la cena son sagrados en la vida del buque. Es lo que ordena el cronograma de la vida a bordo, a menos que el barco esté en maniobras. La comida es suculenta y se sirve dos veces por día: a las 11 de la mañana y a las 7 de la tarde. A las 12 y a las 8 de la tarde para los que terminan de hacer algunas de las tres guardias de cuatro horas cada una.

Eugenia es la única mujer del barco entre los 24 tripulantes y trabaja como moza a bordo. Llegó como relevo para cubrir una vacante durante un tiempo específico como parte del convenio que el Sindicato de Obreros Marítimos Unidos (SOMU) tiene con las empresas navieras. “Me hubiera gustado conocer este trabajo antes”, dice sujeta a la mesa del comedor mientras el barco se mece de un lado a otro por el oleaje. Su vida de embarcada comenzó en Buquebus hasta que logró entrar en otro armador nacional, Horamar, que también opera buques tanques bajo banderas de Panamá y Liberia. Dice que está acostumbrada a trabajar entre hombres. Alguna vez tuvo que ponerle los puntos a alguien que la maltrató, pero no en el Mistral. “La tripulación de este buque tiene algo especial”, dice. Cita como ejemplo la hora de la cena: en buques petroleros ha visto bajar capitanes vestidos como si fueran a un restaurante, esperando ser servidos. Acá a veces se almuerza o cena con el mameluco puesto.

Uno de los que a veces aparece al mediodía con su mameluco impoluto es El Jefe, Fabio, de 60 años, jefe de máquinas. El Jefe se encarga de confirmar algunos de los mitos alrededor de la vida de los marineros. Llegó a trabajar en ELMA y le tocó viajar a puertos distantes como Singapur y recorrer la costa este de Estados Unidos. “Antes éramos unos salvajes”, dice. Supo tener novias en varios puertos, pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora cuando está embarcado su hijo más chico, de 17 años, lo llama y le dice que lo extraña. “Pero cuando estoy en tierra no me da bola. Solo quiere tenerme ahí”. En tierra también hay peligros: “Como uno estuvo encerrado mucho tiempo te dan ganas de salir a comprar”.

El comedor de oficiales no es el único comedor del barco. En un espacio adyacente prácticamente idéntico y conectado por la cocina comen los marineros, el otro estamento que conforma la sociedad estratificada del buque. La marina mercante replica en los papeles la estructura de la jerarquía militar. Acá el capitán tiene todos los poderes de tierra y no solo tiene autoridad para desembarcar a tripulantes insumisos o a quienes no cumplen con su trabajo, sino que hasta tiene la potestad de casar. Pero en la práctica es otra cosa.

El Turco sostiene que son una gran familia, empleados de la misma empresa que trabajan hace años juntos. Los marineros recurren a la misma figura televisiva para graficar la convivencia a bordo. Es como Gran Hermano, repiten. Y también hay cortocircuitos, sobre todo cuando ingresan relevos que no forman parte de la tripulación regular y no consiguen adaptarse a las reglas del buque. Algunos creen que hay relevos que se escudan en sus derechos laborales para evitar cumplir con tareas que no forman parte del convenio pero que son vitales para el funcionamiento. Picaretear, por ejemplo, que es una de los trabajos más odiados: hay que remover de forma manual con una picareta la pintura vieja y el óxido acumulados en la cubierta, producto de la erosión del viento y la sal. Nadie quiere salir a hacer horas extras para picaretear. Algunos marineros prefieren trabajar a reglamento y descansar el resto del tiempo. Un salario promedio de un relevo en un buque como el Argenmar ronda los tres millones de pesos por mes, pero puede llegar a ser más en buques petroleros o quimiqueros, donde pagan extra por el desempeño de tareas más peligrosas. Los oficiales cobran aún más.

Hay relevos que son asignados por primera vez por el SOMU a un buque granelero como el Mistral sin experiencia previa en este tipo de barcos y tienen que aprender de golpe. Muchos tuvieron que patear muelles en la Patagonia recién salidos del curso de marinería para conseguir trabajo en la pesca, el peldaño más bajo del escalafón de marinero.

Darío tiene 41 años, es relevo y le faltan 27 de los 60 días que dura su contrato para volver a tierra. Después le tocarán 48 días de descanso. Mientras fuma en la cubierta con el viento del Atlántico quemándole rápido la brasa del cigarrillo, cuenta que comenzó a trabajar en la pesca artesanal, en barcos chicos donde el oleaje golpea duro. “He tenido que llegar a dormir atado”, recuerda. Dice que ahora hay mucho trabajo en el mar con el comienzo del proyecto de exploración de bloques petroleros offshore frente a las costas de Mar del Plata por parte de YPF y la empresa noruega Equinor. Es que la actividad de exploración no es solo actividad petrolera: requiere de integración horizontal y demanda trabajo de otros buques para tareas como abastecimiento y remolque, muchos de ellos extranjeros.

El SOMU es un tema espinoso a bordo y despierta opiniones distintas entre la tripulación. Leonardo Mol, alias El Pelado, tiene 43 años, es marinero empleado de la empresa hace ocho años y se define como peronista. “Creo en el sindicato pero acá vengo a laburar”. Estuvo en más de cincuenta barcos pero dice que el Mistral es su casa.

El secretario general más famoso del SOMU fue Omar “Caballo” Suárez, que estuvo al frente de la organización desde 1992 hasta 2016, cuando fue procesado y encarcelado por una causa de asociación ilícita y administración fraudulenta vinculada con la compra del 20% de las acciones Maruba por parte de Mercantes, una empresa vinculada a Suárez, en noviembre de 2011. Suárez fue absuelto en esa causa el año pasado. Algunos lo recuerdan a bordo por una frase que lo hizo famoso: “Todo lo que flota es mío”.

 

 

E 

l Mistral termina la navegación por el canal en la ría de Bahía Blanca cerca de la medianoche y una lancha se acerca por estribor (derecha), a sotavento, para permitir el desembarco del piloto práctico. Los prácticos son capitanes baqueanos que se suben y bajan del barco en tramos específicos del trayecto para guiar la navegación. Conocen la profundidad de los canales, los giros del río, y durante el trayecto lento entre las boyas iluminadas de la noche dan órdenes a los timoneles sobre cuántos grados hay que girar el timón para garantizar que la carga y la tripulación lleguen a salvo a destino.

A la mañana siguiente el barco está a la altura de Necochea, 12 millas náuticas (22 kilómetros) mar adentro y con una profundidad de diez metros por debajo. En los marcos de los ojos de buey de distintos lugares del buque se ven celulares apilados uno al lado del otro tratando de captar señal. A lo lejos se ven las hélices de las turbinas de los parques eólicos del sur de la provincia de Buenos Aires.

El barco se mueve de un lado a otro golpeado por las olas. Un péndulo colgado en el puente de mando marca la oscilación del buque: se desplaza solo cinco grados y se siente, pero la tripulación está acostumbrada. “Hay días que el mar te caga a palos”, dice con los anteojos de sol puestos Brian Swieszkowski, 21 años, pilotín del barco, como se conoce a los graduados de la escuela de náutica que están haciendo su práctica antes de comenzar su carrera como oficiales. Brian está embarcado hace varios meses y debe cumplir un año antes de empezar a trabajar. Es el más joven de la tripulación y se mueve por todos lados con una energía desbordante. Muestra sus recovecos y explica las normas de seguridad con excitación. En las maniobras de amarre se lo ve al lado de los marineros atando cabos. Va camino a ser un capitán joven y lo está haciendo rápido.

La navegación por mar es tranquila y el Mistral es el único barco a la vista durante todo el día. El paisaje cambia cuando llega a la altura de la Bahía de Samborombón, a 50 millas (92 kilómetros) de la costa, rumbo a Pontón Recalada. El agua celeste pasó a ser verde oscuro y alrededor comienzan a avistarse cada vez más buques, la mayoría de ellos fondeados y esperando la orden de los agentes de tráfico de Pocitos, en Uruguay, para continuar su viaje y entrar al Paraná. El Mistral también va a fondear en unas horas frente a Montevideo. Las cosas serían muy distintas si Argentina tuviera un canal de navegación más directo. Hoy los barcos tienen que desviarse y pasar obligadamente por Uruguay, fondear en aguas profundas y luego ingresar por el canal Punta Indio, a la altura de la ciudad homónima. El proyecto del canal Magdalena, que el gobernador de la provincia de Buenos Aires Axel Kicillof reflotó en un discurso este año, intenta proveer una vía de acceso más directo al Río de la Plata: los barcos dejarían de pasar por Uruguay y trazarían una diagonal desde Samborombón hasta el ingreso al río. Pero hasta que no se concrete ese proyecto el Mistral seguirá haciendo esta misma ruta por los mismos canales de siempre.

A la altura de la isla Martín García el agua ya es completamente marrón. La corriente trae camalotes a favor de la corriente y comienzan a asomar entre las islas las lanchas de pescadores, empequeñecidas frente a buques de gran calado que van y vienen. Atrás del Mistral, pisándole los talones, viene el Guo Ya, con la bandera china flameando en popa. Se acerca rápido y va a sobrepasar al Mistral en cualquier momento. Hace unas horas subieron dos prácticos para guiar la navegación hasta Ramallo. Mientras el Guo Yo decide o no el sobrepaso, uno de ellos le dice a otro: “Ya me tiene los huevos llenos”. Y aminora la marcha, se hace a un lado, y lo deja pasar.

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