-Yo no creo en Dios creo en los curas.
Esa frase la oí en una Villa Miseria. Me la dijo un hombre con una pala en la mano mientras señalaba al padre Mugica con la cabeza.
Carlos Mugica. Sacerdote. Compartía conmigo muchas cosas. Tengo un recuerdo de él en el "Blasón" de Pueyrredón y Las Heras, comiendo un enorme sándwiche inclinado sobre una taza de café con leche. Siempre tenía algo de sucio, y algo de chico y de futuro mártir.
-Sos un cafisho de Dios -le dije un día- tenés a las mujeres más lindas de Buenos Aires trabajando en las villas.
Se reía, pero sabía que era cierto. Toda su belleza física y su irresistible seducción la utilizaba al servicio del amor a los demás. Creo que pocas veces he visto tantas mujeres enamoradas de un hombre. El nunca dejó de seducir, intuía que esa cara parecida a Paul Newman y esa gracia para moverse eran el envase ideal para representar a la nueva moral que se avecinaba: la moral de los que no creen en lo malo sino en lo feo.
Era un artista y como todo artista era un traidor. Supo traicionar a ese despotismo ilustrado que lo había educado y que había pretendido incorporarlo a la Iglesia de los mercaderes; recuerdo que un día hablando de la quema de las iglesias en la época de Perón dijo:
-A esa Iglesia yo también la hubiese quemado.
En un principio cuando oí esas palabras me parecieron exageradas, pero con el transcurso de los años, cuando presencié cómo esa Iglesia guardaba silencio durante los crímenes del Proceso, comprendí que Mugica no estaba equivocado.
Sabía golpear en donde había que golpear.
Desde el púlpito de la iglesia del Socorro, en pleno Juncal y Suipacha, el día de esas elecciones que llevaron a Illia a la presidencia Mugica dijo:
-...hoy es un día de luto para la Patria porque medio país ha sido marginado.
Esto dicho en una Villa Miseria hubiera sido obvio, pero dicho en Juncal y Suipacha fue una conmoción, muchos se levantaron de sus asientos y se fueron de la misa, otros mandaron cartas a los diarios, otros lo empezaron a calumniar y algunos seguramente empezaron a pensar en lo conveniente que sería eliminarlo.
Era cruelmente honesto consigo mismo. El infantilismo de la izquierda peronista, en la cual ambos militábamos era un tema que nos separaba. Ambos vivimos, por ejemplo, el día que Perón nos echó de la plaza. Al día siguiente me confesó que no había podido dormir esa noche, pero después se dio cuenta de que el viejo tenía razón, que nuestra ingenuidad era peligrosa y vaya que lo fue.