geografía del gran mercado | Revista Crisis
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geografía del gran mercado
Los fines de semana el Mercado Central concentra casi un millón de personas. Inaugurado en 1984, hoy se presenta como epicentro policlasista en la eterna lucha contra la inflación. Un fiel cliente desde hace tres años mapea sus dimensiones, mientras se pregunta por la articulación entre este modelo de compra y distribución y el consumo popular a gran escala. Quizás se haga la hora de volver.
Ilustraciones: Nicolás Bai
08 de Febrero de 2016
crisis #5

L a estructura arquitectónica de grandes naves y galpones, calles amplias, islas para descarga por encima del nivel del piso, tiene el aspecto de una guarnición militar. Es que el Mercado Central fue pensado desde la logística bélica, algo característico en la mentalidad de quienes lo proyectaron. Ubicado sobre la Autopista Ricchieri, a la altura de Tapiales (del peaje de la Av. General Paz, primera bajada), tiene asignadas alrededor de 500 hectáreas de las que 300 se encuentran en uso. Allí se concentran las frutas, hortalizas, carnes, pescados, bebidas y almacén (Diarco posee un centro de venta), para más de 14 millones de personas que implican los 24 distritos del Conurbano y los habitantes de la renombrada C.A.B.A. Más de 14.000 camiones ingresan por mes los productos, y de él migran hacia otros mercados zonales, supermercados, ferias y minoristas. Concentración y distribución. Toma y daca en una red de trabajo febril, las 24 horas, de lunes a lunes, en distintos volúmenes. Porque no sólo compran supermercados, distribuidores, restaurants y comerciantes: existe un espacio de abaratamiento, donde el público accede a infinidad de productos a precio casi mayorista, con diferencias de precios que van de 35 al 80% menos respecto de los precios corrientes. Hay diferencias significativas, como en el azúcar, que se puede comprar a $ 3 el kilo cuando en cualquier góndola “china” se consigue a $ 6.50. 

A casi diez años de la crisis 2001-2002, la diferencia de clases se acentuó no sólo en el ascenso del poder adquisitivo de la clase trabajadora sindicalizada, sino en la acumulación de riqueza líquida en ciertos sectores productivos privilegiados por el tipo de cambio y los precios internacionales. En lo real, el consumo aumentó tanto que algunas zonas turísticas se ven invadidas por inversiones inmobiliarias y dejan ver contrastes comparativos. Un ejemplo: en Miramar funcionan dos cajeros automáticos. En Necochea, a un centenar de kilómetros, existen más de catorce cajeros, pujantes centros comerciales y el puerto cercano de Quequén, hipervigilado, repleto de barcos y contenedores que cargan el grano producido en la región de manera incesante (en épocas del caudillo riojano, el puerto sólo contaba con cuatro barcos abandonados por la ex URSS, y su lago era usado para la práctica de windsurf). Diferencias: de un lado el servicio espectacular (turismo), del otro el poder real de la producción agrícola. En el Mercado Central dicho contraste existe. Y alcanza con observar la diversidad de vehículos estacionados: del Falcon remís descascarado al Audi o BMW Z5. En todos se carga el producto de la compra. Unos llevando bolsas, carritos de feria o bolsones; los otros con un carro de estibaje contratado a tal efecto, empujado por un flaquito siempre dispuesto. Leyes del mercado, ley de la nobleza comprando en el zoco. 

Es aquí que ingresa la pregunta: ¿por qué la coqueta señora con perrito a upa, taconeando sus zapatos Sarkany, secundada por una empleada doméstica, pregunta por precios de la misma forma que una vecina paraguaya que camina diez cuadras, ingresando por una de las puertas informales abiertas en la pared este del Central? No, no se trata de igualdad y fraternidad a raíz de un mismo fin, sino por distintas motivaciones. La vecina llega por necesidad; la señora de blackberry amoroso lo hace por lucir el poder del gusto: ella compra porque sabe comprar lo mejor en donde corresponde, con la calidad
determinada por su elección, sin intermediarios que tienden a engañarla. Sin ostentar, pero no menos consumistas, los orientales argentinos concurren a la nave de pescados los sábados por la mañana, y arrastran kilos y kilos de producto (entre ellos ostras, cangrejos, o sea lo mejor, que a veces incluye centolla) hacia sus Honda, Suzuki o Toyota. No deja de ser gracioso: si nos tapamos los oídos, parece una escena típica de un documental de FoxLife, donde un gourmet explica en New York como cocinan los nipones. Salvo... salvo que en el Mercado Central existe la mayor pluralidad cultural, etaria y social de la que se pueda dar cuenta (ni en el fútbol ni en los grandes recitales de música), porque allí, en el enorme y amplio territorio de circulación de mercancías, también se da la diversidad zoológica: los perros, cientos, de todos los colores, vagando en grupos o solitarios. Grandes, pequeños, gordos y flacos, viejos y cachorros. Al sol o refugiados de la lluvia entre galpones. Excepto en el pabellón de los pescados, ahí los gatos guardan cierta autonomía, por una cuestión de gusto y regusto.

 

mito y experiencia

Desde su inauguración el Mercado Central tuvo etapas de fulgor periodístico: sede del patoterismo noventoso, fuente de corruptela con barrabravas, negocios de intermediación e inmobiliarios; nada que no se haya dicho de ferrocarriles, represas, aerolíneas, cesión de terrenos, sistemas informáticos en bancos nacionales... 

No podía escapar, como nadie lo hizo, al sistema de prebendas y remate del menemismo más furibundo. Y sin embargo sigue funcionando, como lo demás. Algunos informes amarillos, televisivos, subieron el tono y en su momento hablaron de explotación y prostitución infantil, mercadería robada, cuestiones que no dejan de ser probables pero ameritan una puesta en escena judicial, con investigación y condenados. Si hay deuda, por ahí tenemos una necesidad de reparación. Pero, aún así, la sensación social que ronda al supuesto “ir a comprar al Central” tanto para sectores alejados, sin medio de transporte propio, como para aquellos que lo tienen y se resisten a concurrir, es que la zona es muy peligrosa. Dicho temor –consecuencia de las políticas mediáticas respecto a la inseguridad en la Ciudad y el Conurbano–  desactiva el interés por la concurrencia del mismo modo que la frecuente ausencia del Estado inhibe la participación ciudadana en distintos frentes de la vida pública. 

Existen líneas de colectivos que llegan al lugar, además algunos convoys salen desde municipios (Quilmes, por ejemplo), repletos de personas de sectores medios-bajos. Luego están los grupos barriales que organizan compras comunitarias. Un grupo delegado hace la compra para varias familias. Modos de operación solidaria, básicos, pero sin un sustento planeado desde la continuidad. Para abastecerse en un mercado de semejantes características, hay que poseer la fortaleza anímica e ideológica basada en la puesta en juego de una canasta de hogar donde es prioridad la variedad y calidad de nutrientes. Y donde, también, la cocina (y el acto de cocinar) son sinónimo de una actividad valorada, indispensable, como la limpieza o sanidad. Voluntad y conciencia, con ello puede desarrollarse el mínimo saber de compra para abaratar costos y elevar la calidad de alimentación. 

Ahora bien, hay otra forma de ingresar al mercado evitando Ricchieri, su parte frontal. La alternativa es tomar General Paz, navegar la colectora del lado provincia desde el Autódromo (bajada Cnel. Roca) hacia el Riachuelo. En el cruce de la colectora con Ramón Carrillo (que sale a derecha) se encuentra la novísima planta embotelladora de Coca-Cola, inaugurada hace un año por la Presidenta. Por esa avenida, a unos 2,5 kilómetros, nuevamente a derecha, nace la Avenida Circunvalación del Mercado Central (en diagonal, a izquierda). Ahí ya se divisan las cabinas de peaje-control abandonadas. Antes, semiescondido, siempre hay un patrullero vigilando con el sigilo clásico de las rutas argentinas: un agente duerme en el asiento trasero, el otro lee el diario sentado al volante. Por esa avenida lateral se llega hasta la primera gran intersección: a izquierda la nave de pescados (abierta al público los días sábados desde el amanecer). Siguiendo por la Circunvalación, en la segunda gran intersección, está la carnicería de Quickfood, que los fines de semana cuenta con ofertas en determinados cortes (largas colas y números para la espera, confirman los buenos precios y calidad). Siguiendo más aún, llegando al frente que da a Ricchieri, la avenida dobla a izquierda hasta dar con el elevado monte donde se divisa el que fuera casco de estancia del Dr. Ramos Mejía. Bordeando, se llega a la rotonda de ingreso sobre la que se vuelve a doblar a izquierda –ahí está Diarco, a mano derecha, el mayorista–, y al cabo de 400 metros desemboca al ingreso al Paseo de Compras (centro de abaratamiento). Se puede estacionar donde uno quiera, los trapitos guían las maniobras, vigilan, y lo hacen a voluntad del visitante. He visto a una Toyota Hilux 2011 apurar el escape para no pagar. Eso demuestra que El Avaro de Molière (1668) sigue tan actual como siempre.

El paisaje difiere según el día en que uno concurre. Los miércoles funciona la feria minorista de hortalizas y frutas, bajo un techo altísimo de una estructura tubular de 100 por 45 metros de ancho, al frente del Paseo de Compras. Con un pasillo central de 4 metros de ancho, a todo lo largo se disponen los puestos de los feriantes. Desde mandioca y kiwi, hasta papa, cebolla, ajíes, lechugas varias, en cajones armados como exhibidores. Toda la mercadería ofrece dos alfombras multicolor, paralelas, entre gritos de las ofertas, atención rápida y vuelo de dinero de aquí para allá. El Paseo es ancho, cerrado, con cuatro pasillos (dos centrales), repletos de comercios que van desde fiambres a pastas, artículos de limpieza a pollerías, carnes de vaca y cerdo, panadería (con el kilo de baguette a $ 2,5 y la docena de medialunas a $ 8), almacén y lácteos (quesos, leche, dulces). Entre el Paseo y el tinglado, se disponen los puestos de la feria polirrubro, con todo tipo de ropa, herramientas, juguetes, calzado. La misma continúa en otra nave cubierta, que se extiende hacia el norte, en el tinglado que sigue al de hortalizas. La actividad de un miércoles es numerosa: mucha gente en los pasillos, con sus bolsas y carritos. Pero el término mucho es relativo: calculemos unas 20 personas cada 3 metros lineales. Van y vienen, cada uno en lo suyo, lo que crea una marea en tránsito de entre 500 y 1000 personas, de manera constante. 

La relatividad numérica se altera durante un sábado o domingo. Desde antes de las siete hay colas de gente esperando ingresar al Paseo (abre a las 8 hs.). Los puestos del polirrubro se extienden más allá del tinglado original, sobre los estacionamientos. La feria de hortalizas también, hacia la zona este, lindante al Paseo. Llegando al mediodía de un sábado, la marea humana transita lenta, en el orden del tránsito automotor, a dos manos. Filas y filas llevando sus cosas, eligiendo, al ritmo del curioseo. Es ahí donde el temple debe superar la fobia: el mercado es para comprar, y hacerlo es una tarea de suma paciencia. Si bien el movimiento, la espera y el tránsito cansan, en tres años nunca fui testigo de robo o falta que produzca discusión alguna. Hay un código en el aire, común: todos vamos a lo mismo, y todos llevarán lo suyo, es cuestión de asumir el espacio que genera el recorrido. Porque un mercado también obliga a caminar, buscar, pero con precios que no dejan lugar al regateo. Lo que está ahí vale tanto, lo lleva o lo deja. Así de simple.

 

de hormigas y abejas

Ser testigo de la comunidad organizada en la compra de alimento para llevarlo al nido remite a la entomología. Pero a la vez da testimonio del movimiento de masas desmediatizado, en un volumen que resignifica la presencia humana en la expresión “caudal”. Pese al exceso presencial, hay otro límite social, que no está ahí sino en el nido de la especie: cultura gastronómica mínima, vivienda y nociones de administración. Es donde el centro de abastecimiento minorista encuentra su frontera, más allá de la distancia. Cocinar es un arte para el consumo ritual de la escena festiva burguesa, pero también una necesidad existencial popular que garantiza previsión básica de la salud, que rescata sabores y actividades históricas: la receta como herencia, sabiduría ad-hoc de una cultura horizontal. De replicarse mercados de abaratamiento como éste en distintos puntos del Conurbano bonaerense, también deben mejorar las condiciones de vida de los hogares: que tengan cocinas con horno, un freezer o heladera apropiada, gas natural y electricidad suficientes, agua y condiciones de higiene para la preparación e ingesta. Y también, cursos entre los jefes y jefas de hogar para que puedan administrar la dieta en base a compras semanales, aprender a cocinar y así evitar intoxicaciones y enfermedades. ¿Será el paso siguiente del Estado después de las computadoras y los decodificadores para televisión? El escenario de inflación extiende sus márgenes afectando siempre a los más desposeídos, así el consumo sea cuantioso, la desmesura en la falta de planificación puede llevar a que la balanza de la desnutrición sea un lastre social que detenga el proceso de mejora inclusiva, frase pretensiosa, que necesita de luchas contra los intereses reales de la intermediación y el lobby supermercadista. Repensar el consumo popular, articular sus intereses por fuera de las marcas, también es una forma de instalar el debate sobre de quién es el mercado: si del que acumula o de quien consume. Porque ya vivimos las secuelas en el mandato del primero, sería interesante que el derecho al consumo equitativo cambie las reglas de un juego perverso que acrecienta la deuda interna argentina, esa madeja invisible de injusticias.

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