a modo de anécdota: en Claromecó, Haroldo Conti se deslumbró frente a la fabulosa realidad de Relevo 1923. Ni él ni el autor de dicha pieza, Jorge Goldenberg, sabían que esa noche, en Cuba, ambos acababan de hacerse acreedores, el uno como novelista, el otro como dramaturgo, a sendos premios Casa de las Américas 1974.
"dejen que el espectador descubra que ustedes no hacen magia sino que trabajan"
bertholt brecht
Una cita de Brecht, hablando de teatro, es incuestionablemente de buen tono pero ésta, como cualquier otra, puede aplicarse en varias direcciones y ésta en especial podría aplicarse tanto al teatro como a una solicitada de CTERA. También podría darse vuelta y en ese caso creo que se aplicaría todavía mejor a lo que paso a contar, cosa que fue de fuerte magia. En resumen, una cita es siempre una violencia textual y no sé por qué tengo el presentimiento de que a mí me va a matar una cita. Pero por ahora, y mientras llega esa cita, son otras cosas las que quiero contar. A lo que paso.
Hoy empezó a llover en la madrugada. Ahora, ya de día, el mar y el cielo se confunden en una niebla verdosa que corta una franja hirsuta de babas blancas sobre la que planean unas plumas negras, agudas, que de pronto se viran a un blanco intenso. Nos envuelve el sonido y el olor del mar. Sobre ese fondo de marinas vaguedades está detenida la pick-up Dodge acondicionada más o menos como casa rodante, taller, sala de exposiciones y unas cuantas cosas más con ocho sombras que esperan adentro en silencio a que Cristóbal Arnold y Gladys Ravalle terminen de despedirse o, mejor dicho, simplemente de hablar y contarnos cosas y salten al coche y arranquen para Monte Hermoso, ese nombre al sur de nuestros pensamientos que evoca para mi borrascosos extremos y que seguramente nada tiene que ver con lo que imagino. Cuando eso suceda, de un momento a otro, y quedemos solos frente a la niebla de este mar de tormenta y ellos empiecen a crecer en nuestra memoria tal vez no los volvamos a ver nunca más. Por que así sucede a menudo con esta gente de magia, trabaja de aparición y después, como diría Guimaraes Rosa, no se desaparecen sino que se encantan. Uno se pregunta por fuerza, ya con la mano en alto, cómo esa breve vida de alto voltaje que estamos viviendo desde anoche con estos iluminados vagabundos se puede disolver así en el aire. Nos echamos al cuello unos abrazos como salvavidas y Lita corre todavía hasta la pick-up y a través de la ventanilla introduce una caja de chocolates para que alimente nuestro recuerdo cuando ellos corran y corran sobre huellas de arena otra vez lanzados hacia la loca vida.
Ahora que se han ido, el silencio envuelve a la casa como a un barco al garete. Sobre la mesa quedan unos cuantos papeles: un programa, una revista vieja, una precipitada reseña a máquina que escribiera Nerio Tello antes de irse. A partir de aquí tengo que reconstruir 7 años de trabajos y caminos del Teatro Municipal de Mendoza, lo cual sería relativamente fácil si tuviese algo que ver con su nombre y, en ese caso, fuese como reconstruir la historia del Consejo Deliberante de Mendoza. Pero lo que quiero reconstruir a partir de estos papeles son los rostros y los gestos y las voces y las historias y toda esa prieta vida que hay detrás y que en este momento rueda y rueda rumbo a Monte Hermoso. La cosa empezó apenas anoche, hace un par de horas, y aparte de los papeles que flotan en la penumbra del cuarto me quedan en la cabeza alguna cara, Kurt Wilckens que muere en una luz azulada, intermitente, Gladys Ravalle que canta con la guitarra algo de amor y olvido en el Montoto, Arnold que pontifica sobre el teatro vagabundo, libre, esa especie de reencarnación del circo criollo que anda rodando por la patria conviviendo con su pueblo, sus historias, tan alejado de lo que puede entender como teatro un empresario o Eduardo Rudy o Darío Vittori o, inclusive, la Sociedad Argentina de Actores porque es un teatro sin telones ni artificios, sin la máquina, ni la pompa ni el aparte de los tibios salones bien iluminados y con distintos ángulos y precios para asistir a las revelaciones, un teatro de sobrevivencia, con la vida a cuestas, una especie de montonera, teatro adelantado, viviente y popular y por lo tanto pobre, casi miserable, donde la representación se confunde con la existencia, incluyendo la obra, la comida, la cama, alguna pilcha para somero revestimiento, indumentaria y disfraz y ese ir tirando, tirando de un pueblo a otro como colonos, exploradores o peregrinos. Por supuesto que con estos pocos papeles y esas pocas horas tengo que
fraguar un tanto la cosa pero creo que es perfectamente válido porque tales invenciones justo forman parte de este asunto de magia que vino a embrollar nuestros plácidos días de arena y espuma y Juan Gaviota y corvinas negras.
Entre esa última línea de arriba que termina con corvinas negras y esta otra que arranca trabajosamente en pleno Baires han pasado lo menos 20 días. Sus ojos saltan de una a otra en un tris y yo salto con usted sobre 20 días y 600 kilómetros. En ese tiempo, materia de curso, todo se ha hecho más finito, más leve, neblinoso y el Teatro Municipal de Mendoza, que me ha crecido en la cabeza como un penacho de sombras, lo mezclo por momentos con el circo de Bergman, el Hippódrome de Frank Brown, el circo Raffetto, o cualquiera de esos circos plantados de primera y segunda parte que recorrían la campaña a comienzos de siglo, ambulante cuna del teatro argentino.
Sin embargo me basta con acariciar un grillete oxidado que encontré en la playa y escuchar un disco de la Trova de Sindo Garay que canta "Tormentos fieros", música que a mí se me representa muy de vagante, para que retome ese tiempo dentro del tiempo y la imagen concisa de aquella noche, aunque revestida con los encajes de otras memorias, revenga hasta este día de pálidos vapores y otras urgencias. La vera historia del Teatro Municipal de Mendoza con sus descarnadas precisiones irá en un recuadro que queda en manos de Aníbal Ford, buen rastreador de vagabundos, o de Mario Cueva, que ha hecho sus caminos. A mí me toca tan sólo penetrar en el sortilegio, con todos los riesgos y bultos de la invención. Palpar y acaso revelar la sustancia fantasmosa de ese camino que arranca en Mendoza y atraviesa la patria y ahora se pierde hacia el sur sobre la huella salada que empapa el mar y sobrevuelan solitarias gaviotas. Y ahí voy que voy, encarnada memoria.
Yo llego en la noche, con el rumor del mar por un lado y el de invisibles árboles por el otro, todavía forastero, con la piel de sal del primer día de playa pegada al cuerpo, sin saber siquiera todavía que Claromecó quiere decir algo así como "Arroyo con junquillos", creyendo más bien que es el nombre de un cacique atribulado o una princesa trocada en pájaro ambulante o flor desgraciada, o el nombre compuesto por varios otros como Clara, Rolo, Mengueche y Coco o un nombre que proviene del latín: Clara mecum, porque así como hay una ciudad sin Laura bien puede haber otra con Clara. Pienso también si no será el grito de un gallo marino que raja la espumante mañana. Fico, ese incansable magista que a cada rato saca de las mangas un pájaro o una fábula o una carta o un paco de papeles, nos ha invitado al teatro. Teatro en Claromecó. Como quien dice una ópera en Irala o un concierto de I Musici en Cucha-Cucha. Pero a partir de ahora nos iremos acostumbrando a que en Claromecó sucedan cosas de pasmo. Bien, allí vamos por un pasillo de sombras guiados por los ondulantes faroles de unos coches y, más arriba, a 75 metros sobre nuestras cabezas, por el alado rayo del faro de Claromecó que hiende la noche como un pájaro fosforescente previniendo borrascas y naufragios que, en todo caso, sobrevendrán fuera de temporada, cuando el pueblo cierre sus puertas y tranque sus ventanas y el tiburón se acerque a la costa para ensartarse en los tramayos de Di Croce. Vamos camino del Tucu-Tucu, una boite que bombea música entre el rumor de los árboles y las olas, algo que arrebata el alma, y que por esta noche se ha trocado en teatro de emergencia. Entre los primeros árboles hay una camioneta con apariencia de carromato y alrededor de ella un grupito de muchachos que se prueba ropas, recitan parlamentos a las sombras, acomodan spots y despliegan un armamento de utilería con el que ultimarán algo después, ya en el de facto tramado, al teniente coronel Héctor Benigno Varela, a Kurt Wilckens y al bien rufiancito de Millán Temperley, en RELEVO/1923, de Jorge Goldenberg, todo de cuerpo presente, bravamente encarnado, muertos de nuevo lejos de sus muertes para homenaje y escarmiento de unos cuantos veraneantes y de los esclarecidos ciudadanos de la casi ciudad de Claromecó que en una noche juntó tantas célebres defunciones. La obra comienza al rato cuando desde la pista de baile del Tucu-Tucu nos enteramos que, transportados a 1920, por el solo mandato de la voz de Gladys Ravalle, el precio de la lana acaba de bajar en el mercado internacional de 30 a 11 pesos los 10 kilogramos casi en el mismo momento que en la misma Argentina la nafta especial aumenta 170 pesos el litro y los cigarrillos rubios 150 el paquete. Todavía estamos entre dos tiempos, todavía en el cerco de penumbras que rodea la pista de baile reconocemos los rostros de los amigos, el mostrador del bar, la cabeza de tiburón de cuyos dientes pende una llave. La historia brota entramada del centro de las luces y al rato el mar que oímos es otro mar, el ánima se nos despega de las butacas, la sombra mágica del coronel Varela nos recubre a todos como en los dibujos de "La Protesta" de 1924 y en mitad de la "Reconstrucción Judicial del atentado" ya andamos por los otros tiempos, conviviendo y conmuriendo con Kurt Wilckens y Millán Temperley y Boris Wladimirovich y el piantado de Lucich e inclusive con el brevemente resucitado coronel Varela que dialoga muy al natural con el propio Kurt para cerciorarse finalmente de su muerte, ya que el alemán para convencerse y con vencer a la platea de lo irrevocable de su decisión lo revienta por segunda vez y el coronel muere de nuevo con la misma puteada atravesada en los labios, absolutamente de prima facie pasando del cuerpo de caballería al corpus delicti. Y después, el rufiancito de Millán Temperley, que tiene una cara de tira que mata, dispara sobre Kurt con un rifle silencioso y nosotros ponemos el ruido y Kurt pone la muerte y es ahí justamente cuando Kurt Wilckens empieza a ser Kurt Wilckens de corrido, entero, cuando se fina y entonces cualquiera puede reconocerlo, ya de una punta a otra de su vida, sin rectificación ni adulteración posible. Ahora no quedan dudas de que Kurt Wilckens no fallará jamás. Por fin, para consecuente remate, nos levantamos todos y le pegamos dos tiros de fogueo al asqueroso de Millán Temperley que cae pataleando en el olvido y apenas si alcanza a proferir tres a... aaa!
Cuando salimos, es decir, de la Patagonia volvemos a Claromecó, saludamos en la puerta al célébre finado Kurt Cristóbal Arnold Wilckens y ladeamos la cabeza cuando nos tropezamos con el aceitoso Millán Santiago Rodríguez Temperley y casi nos caemos de culo cuando el pálido coronel Varela Tello nos pregunta qué nos pareció la cosa.
Con esa celeste comparsa de fantasmas dejamos el Tucu-Tucu, que desde ahora tendrá para nosotros un aire de patíbulo, y nos cruzamos al Montoto porque los malos están muertos de hambre y mañana tendrán que seguir matándose en Monte Hermoso. En la luz tibia del Montoto y con el fondo de una guitarra que bossea "Muchacha de Ipanema", lo cual nos parece ligeramente ultrajante, los fantasmas se desdibujan y los actores recobran poco a poco su encarnadura. Para esto Cristóbal Arnold, responsable de la dirección general y puesta en escena, ya hace un rato que habla sobre el Teatro Municipal de Mendoza, un titulo relativamente desconcertante para designar esta comparsa de figurantes ambulatorios cuyas preocupaciones aquí en la tierra son un rincón para dormir y algo para manducar. Arnold, después de zamparse un bocado con un hambre que arranca al parecer desde 1920, cuando era Kurt Wilckens, me explica, me cuenta la historia de aquel teatro que empezó de oficio siendo municipal y como sigan así las cosas terminará por ser mundial, es decir, del ancho y ajeno mundo, al cual yo pertenezco en alguna medida como provisorio ciudadano de Claromecó, pero en realidad no atiendo a sus palabras, ya que, en verdad, no hay forma de participarme en ese rato y en el Montoto toda esa vida que yo entreveo por encima de su cabeza. Lo que veo a través de sus fuertes ojos son todos los caminos, ese loco y alegre rodar y rodar entrando a los pueblos para representar la vida, en el más vital sentido, de la mañana a la noche, vida que va, vida que se exalta, vida que se padece y se revive y al mismo tiempo se exhibe (creo que a eso se refieren cuando habla de teatro vivo o, por lo menos, es lo que de todas maneras hacen) y me pregunto, mientras sostengo colgada en mi boca como ropa puesta a secar una sonrisa que se me va adormeciendo en los labios, me pregunto por qué diablos no planto todo ahí mismo y me largo con aquellos delirantes, no a fingir sino a exhibir y exaltar mi vida, haciendo de ella, gratia artis, un entero y brillante espectáculo. Yo empecé estos oficios escribiendo pero la vida estaba allí y yo aquí, fraguando la vida, hasta que de pronto escribir fue o necesitó ser para mí un legítimo modus vivendi. Un continuo, un todo. Esto lo siento punzantemente en esta noche del Montoto que revivo y casi represento y es lo que haríamos sin duda si en este momento, ya lejos del mar, estuviésemos todos aquí, y así la vida sale de nosotros, y sale lo mejor y se propone la vida y como propuesta naturalmente entraña una conducta, una norma, y es por eso que este teatro rumbosamente llamado municipal será siempre un teatro pobre, casi muerto de hambre, militante de la vida, un teatro camino y un teatro pueblo. Soy consciente de que en mi razonamiento salteo pasos pero queda a usted ligarlos y rellenarlos mientras yo canto en la noche encendida con Gladys Ravalle y los otros cumpas y después, ya de mañana, con las gaviotas que chillan sobre la franja de espumas que el mar amasa incansable, salto sobre la camioneta "oratorium-laboratorium" y después de saludar con una mano en alto a Lita y a Fico, a Marta y a mí mismo, alto y ojeroso escriba, arranco por la húmeda arena rumbo a Monte Hermoso, rumbo a la verdadera y hermosa vida.
siete años de trabajo
1968. El 23 de diciembre el conjunto hace su presentación en publico, con una pieza de autor argentino: Los días de Julián Bisbal, de Cosa.
1969. Sonríe, de Policarpo Ruiz, es el título elegido para abrir la temporada. El turno siguiente corresponde a El tango del Angel, de Alberto Rodriguez Muñoz. Este espectáculo se hace acreedor a seis distinciones en el Primer Certamen Municipal Cuyano de Teatro.
1970. Puesta en escena de Terrores y miserias del Tercer Reich: hasta este momento, Berthold Brecht no había sido representado en Mendoza. Gladys Ravale dirige El té se enfría, de Roberto Espina, obra con la que el conjunto concurre a la Primera Muestra Patagónica de Teatro a Nivel Nacional (Comodoro Rivadavia). El último estreno del año es El señor Magnus e Hijos, de Roberto Monti.
1971. Con dirección escénica de Cristóbal Arnold, El juego que todos jugamos, de Alejandro Jodorowski, permanece en cartelera durante cuatro meses y totaliza dieciocho mil espectadores. Con este trabajo el grupo se presenta en el IV Festival Nacional de Teatro (Villa Carlos Paz, Córdoba) y realiza una extensa gira (Capital Federal y diversas localidades de las provincias de Buenos Aires, Córdoba y San Juan).
1972. Estreno de La gran histeria nacional, de Patricio Esteve; Madre Coraje, de Berthold Brecht; y El canto del Cisne, de Anton Chéjov.
1973. Continúan las representaciones de Madre Coraje y se inician las de Historia tendenciosa de la clase media argentina, de Ricardo Monti.
1974. Relevo 1923, de Jorge Goldemberg, y Esa canción es un pájaro lastimado, de Alberto Adellach, son los estrenos del año; sus representaciones se alternan con las de El juego que... y Una noche con.... Nueva gira por el interior del país: más de 35.000 kilómetros.