U na mujer es obligada a vender marihuana en su casa, bajo amenaza de muerte, para pagarle al transa que le fio ya demasiadas veces a su hijo. Un pibe de veintipico arruina una máquina que cuesta decenas de miles de pesos, que pertenece a una cooperativa barrial, para vender por monedas los cables de cobre y sostener su consumo de paco. Dos jubilados, con el afán de arañar un sueldo mínimo, aceptan esconder un paquete de cocaína bajo un ladrillo suelto en el patio de su casa.
Mucha historia, y mucha muerte, hay en estas tierras del este de la ciudad de Córdoba, en el barrio de Müller-Maldonado (son dos, pero se comportan como uno solo y se lo suele pronunciar todo junto: “Miulermaldonado”): entre 1975 y 1978 funcionó un centro clandestino de detención y tortura, Campo de La Ribera; desde la epidemia de cólera de 1888 se entierran cuerpos en el cementerio San Vicente y, según la versión oficial, fue allí donde una bandita de narcos mató el 19 de febrero de 2012 al joven Facundo Rivera Alegre, que permanece desaparecido.
Hasta hace pocos años, el barrio estaba flanqueado por pilas de basura, yuyos crecidos y una posta policial. Al caminar por sus calles empinadas, era común que ardieran los ojos con el humo de las omnipresentes cocinas de droga (cuyas ubicaciones y dueños todos conocían) o cruzarse con pibitos de 12 años zombies de fumar paco. Los medios estigmatizan a la zona con el mote de “el barrio narco de Córdoba” al menos desde 2009, cuando madres de los adolescentes comenzaban a denunciar la presencia de esta droga, nunca antes vista en la provincia. El gobierno, como única respuesta, lo negaba. La autoimpuesta venda en los ojos no se cayó pronto. Recién en 2020, con la anuencia de la provincia, el municipio y la Nación, se inauguró un centro de acompañamiento para los que caían en el consumo problemático.
Müller-Maldonado es tan solo una parte de la seccional quinta, llamada así por la comisaría del área e históricamente una de las zonas más rojas del comercio de drogas en la ciudad. ¿Cómo es la cotidianidad de una zona signada por el narcotráfico? ¿Qué puede la comunidad, cuando del otro lado tienen armas, puestos laborales y status? ¿Es justo hablar del “otro lado” cuando la penetración del narco es total?
narcoboludeo
En 2013, la trama del “narcoescándalo” blanqueó lo que era un secreto a la vista: la complicidad de la Policía de Córdoba con las bandas. Se trató de una causa judicial que terminó con una cuarentena de funcionarios policiales desplazados y de un escándalo político que manchó para siempre a la administración del peronista anti-K José Manuel De la Sota: se eyectó al entonces ministro de Seguridad, Alejo Paredes, y al jefe de la Policía, Ramón Frías y se condenó al jefe de Lucha contra el Narcotráfico, Rafael Sosa.
Pero De la Sota sospechaba que todo era una operación mediática de Cristina Fernández de Kirchner, entonces presidenta, con el objetivo último de intervenir la provincia. Dos años después, como respuesta, el gobernador creó la Fuerza Policial Antinarcotráfico (FPA). Córdoba ya había adherido a la Ley de Desfederalización 26052 en diciembre de 2012, cuando se implantó en la provincia el Fuero de Lucha contra el Narcotráfico (FLN) que se encarga del microtráfico o narcomenudeo. O, como socarronamente le dicen algunos miembros de la justicia federal, del “narcoboludeo”.
La reacción ante esta decisión fue dispar, dependiendo de a qué lado de la división se le pregunte: en los despachos del Palacio de Justicia II, donde funciona el FLN en la capital provincial, se considera que los resultados fueron óptimos. Entre 2015 y 2021, es decir, desde la creación de la FPA, afirman que se desarticularon 137 bandas y 23 organizaciones, se aprehendieron 1282 referentes de la venta de sustancias y se cerraron 2457 kioscos. Tan solo en 2021, dicen, se realizaron 837 juicios por narcotráfico y en el 94% de ellos lograron condenas, un total de 722 personas. Las principales drogas secuestradas son cocaína y marihuana y, en menor proporción, psicofármacos y LSD. Dan varias razones para este autopercibido éxito: la FPA, que cuenta con recursos y conocimiento territorial, pero también la habilitación de un 0800 para denuncias anónimas.
En las múltiples fiscalías y juzgados federales que tramitan causas de narcotráfico en Córdoba, la opinión es más variada. “Perseguir al que vende es lo más fácil”, responden ante las abultadas estadísticas provinciales, y denuncian la falta de recursos en la justicia federal. No tienen investigadores, vehículos, drones, escáneres ni tecnología para interceptar comunicaciones. “Sin recursos, ¿cómo voy a perseguir al que nunca toca la droga?”, se pregunta un funcionario. Otro de ellos opina positivamente de la desfederalización: “Generó que nosotros nos dedicáramos a las cosas más importantes: a la racionalización de los esfuerzos. Antes, teníamos acá a los perejiles que vendían porros”.
Pero el mayor problema es que la poca coordinación entre ambas jurisdicciones provocó que, por ejemplo, la cadena entre los vendedores barriales de droga (investigados por la provincia) y las cadenas de provisión (investigadas, supuestamente, por los federales) se corte. Los números de esta incomunicación hablan por sí mismos. En una nota publicada en Perfil Córdoba, se reveló que, según la Procunar (Procuraduría de Narcocriminalidad), Córdoba figura última en el ranking de los procedimientos federales de narcotráfico: tiene apenas 6285 expedientes abiertos en una década, una tasa de 185 cada 100.000 habitantes. Esta situación, que algunos atribuyen a “falta de voluntad política” y al “retaceo de información”, comenzará a subsanarse con una mesa conjunta recién este año, una década después de la creación del fuero.
Córdoba es parte fundamental en la cadena nacional del narcotráfico: con una proliferación de cocinas de variado nivel de sofisticación, la provincia es también un lugar de paso por el sector de San Francisco hacia Chile y por la Ruta Nacional 9. Por su límite con Santa Fe, además, en la ciudad de San Francisco y alrededores, el narcotráfico tiene una impronta propia. Y la provincia ofrece un importante abanico de opciones para el lavado del dinero narco. En diálogo con crisis, desde la justicia federal sindican a las financieras (el caso CBI es uno de los más representativos), los emprendimientos inmobiliarios y las concesionarias de vehículos como algunos de los destinos predilectos de la plata de la droga.
“Es una actividad económica y hay que hacer persecución financiera”, afirma a crisis un alto representante de la justicia federal con asiento en Córdoba. Sin embargo, con la configuración actual, la mayor parte de los recursos están puestos en tirar kiosquitos y desarmar bandas que venden en los barrios populares o asentamientos. Luego de la caída de los clanes de Rafael “El Chancho” Sosa y de los Altamira que, según los investigadores, podrían haber llegado a controlar gran parte del negocio en la provincia, la dinámica que prima en las barriadas cordobesas es la de emprendimientos dispersos que generalmente no llegan a la decena de miembros.
“Córdoba hoy te muestra una organización de narcomenudeo donde prácticamente no hay problemas entre las bandas, hay muy pocas delaciones. Cada banda hace la suya: no hay competencia territorial. Y, además, el territorio en sí está en controversia: con deliveries a través de WhatsApp y Telegram se reconfiguró el mercado, por ejemplo, para los que consumen en Nueva Córdoba [barrio universitario de la ciudad]”, dice Juan Federico, autor de Drogas, cocinas y fierros, un libro sobre el narcotráfico en Córdoba.
Se trata, con algunas excepciones, de pymes, muchas veces familiares, que tienen cierta ascendencia en un determinado territorio. O eso es lo que conoce. Según dice a crisis el fiscal federal Carlos Casas Nóblega, “aparentemente, al menos por la información que nosotros manejamos, no hay grandes bandas en Córdoba… o no se han descubierto. Justamente, es lo que deberíamos investigar para llegar a los altos mandos”.
Para la fiscal provincial Milagros Rivas, del FLN, que se trate de empresas familiares tiene una consecuencia: después de una investigación que puede durar meses, “por ahí nos pasa que logramos desarmar una banda que está vendiendo y mientras ellos están detenidos o la causa está en trámite, sus parientes siguen con el negocio”. Para un vecino del barrio Yapeyú que, como Müller-Maldonado, pertenece a la quinta seccional, hay otro resultado: niños que integran la pyme familiar manipulan la droga y, por lo tanto, caen en el consumo problemático a una edad cada vez menor.
quinta a fondo
A diez cuadras de Maldonado, a la vera del río Suquía, se extiende el barrio Yapeyú, el más antiguo de la ciudad: la Municipalidad montó aquí el monolito en la ubicación exacta de la fundación de Córdoba, y cada 6 de julio, viene el intendente a celebrar el aniversario de la ciudad. Sin embargo, nadie ha logrado que todo el barrio se deje de inundar cuando llueve. Yapeyú combina secciones de clase media baja con otras muy precarizadas. Conviven calles sin asfaltar, otras asfaltadas, cocinas a garrafa y con gas natural. Por eso, cuando apareció una casa con piscina y cámaras de seguridad en la entrada no pasó desapercibida entre los vecinos.
Aquella fue una de las diez viviendas allanadas en marzo del año pasado en un operativo que desbarató una banda de narcotraficantes, la de Yanina Maldonado. Se secuestró marihuana, cocaína y dinero. En julio, cayeron más personas de la misma banda, también en Yapeyú. Otro prófugo, un policía retirado, fue aprehendido meses después. Casi todos ellos, parientes cercanos entre sí. El caso, a cargo del fiscal Carlos Cornejo, generó cierto runrún en el barrio, pero solo por la detención de una adolescente de 15 años, hija de la líder, que participaba en la banda. La desarticulación de los kioscos, por otro lado, no tuvo mucho impacto en el vecindario.
“Dentro de un barrio como el mío, desarmar puntos de venta no significa nada. Si no es la gente que puntualmente la traía al barrio y la fraccionaba, la verdad es que no afecta en nada. Así como se produjo el operativo a la mañana, a la noche ya había gente vendiendo de vuelta”, dice Marcos, vecino y militante de Yapeyú.
Bernardo Alberione, fiscal del FLN con asiento en San Francisco, lo describe con una metáfora: “Esto es como los yuyos del patio. Vos los sacás, te queda impecable... te diste vuelta, y a los dos días que no los mirás, están los yuyos de nuevo. ¿De dónde salieron? Si yo los saqué a todos. Les sacás la vista un mes, tenés un yuyal. Les sacás la vista un año, tenés un monte”.
Para Marcos, las raíces de los proverbiales yuyos siguen fuertes por la crisis económica desatada en la pandemia, un punto de quiebre en la historia del narcotráfico en el barrio: bajó la edad y subió la cantidad de consumidores y vendedores. “Por ahí te pagan 10 o 15.000 pesos al día por estar parado al lado de una ventana”, dice. A veces, se trata de la ventana de pollerías, kioscos, mercerías o gomerías. Otra cosa que trajo aparejada fue cierto cambio en la escala de valores. Por ejemplo, hasta antes de la pandemia, “ser un transa” era un insulto. “Era mucho más valorable decir ‘mi papá roba’ que ‘mi papá vende’”, describe Marcos. “Si decían ‘tu papá vende’, siempre se iban a las piñas. Hoy en día si se dice que el papá de tal vende hay un cuchicheo, pero no pasa de eso. Está casi normalizado”, agrega resignado.
Las organizaciones sociales avanzan a tientas para que el tema deje de ser tabú en los espacios colectivos. ¿Qué se hace si, en la casa de un vecino que participa de algún espacio de militancia, se vende droga? ¿Cuál es el límite de la tolerancia y la comprensión a los partícipes de algo que la misma organización a la que pertenecen busca combatir? “Es el gran elefante blanco adentro del comedor. Más allá de que sepan que tienen una compañera que vende, no se habla de eso”, dice. “Pero todos saben”.
Hay otra cosa que los vecinos del barrio también saben: la complicidad de la policía en el negocio. Son comunes los relatos de uniformados visitando puntos de venta para cobrar coimas o de torpes allanamientos realizados en las casas colindantes con los puntos de venta. La sospecha también se origina en los invasivos controles que hay en los accesos al barrio. “¿Cómo puede ser, entonces, que la droga circule como si fuera agua?”, se pregunta otro vecino de Yapeyú.
¿La fama de la comisaría quinta es un hecho aislado? ¿Acaso la creación de la FPA como fuerza de elite no vino, justamente, a arreglar el entuerto de la complicidad policial en el narco? No parece: en abril de 2021, Jessica de Lourdes Peña, jefa de la brigada de investigaciones de la FPA de Villa María, fue condenada a 10 años de prisión por integrar una banda. En octubre de 2021, el exjefe de Investigaciones de la Unidad Departamental Río Cuarto, Gustavo Oyarzábal, fue condenado a cuatro años y diez meses luego de admitir haber sido partícipe necesario de una asociación ilícita dedicada al narcotráfico. En agosto de este año, Luis Robledo, policía de San Francisco, fue detenido por sus vínculos con estas redes. Esos son apenas algunos de los casos resonantes y recientes. Un representante de la justicia federal lo pone así: “el crimen organizado, por definición, penetra en la estructura estatal en distintos niveles: fuerzas de seguridad, poder judicial, política. Esto ya forma parte del problema en Córdoba. Lo primero que tenemos que hacer es sincerarnos”.
violencia rebajada
En agosto de 2018, se desarmó la banda de José Luis y Sergio Alejandro Vélez, que controlaba el narcotráfico en parte de Müller-Maldonado y que tenía en Josefa Banegas a una potente lugarteniente en Yapeyú. El fiscal que intervino en la causa, Marcelo Hidalgo, advirtió entonces en una entrevista con Perfil que Córdoba estaba a las puertas de un proceso de “colombianización”. “El copamiento de un barrio”, afirmó aquella vez, “deteriora en forma irremediable la estructura de vida de sus habitantes”.
Más de cuatro años después, eso no parece haber cambiado mucho. Pero no todo sigue igual. Lo sabe bien el padre Mariano Oberlin, que llegó hace más de diez años a la zona. En su parroquia, vestido con una camisa ajada y manchada de pintura, cuenta a crisis que hace apenas meses, mientras planeaba comenzar una escuela secundaria en la iglesia, se enteró casualmente de que eso no haría mella contra las adicciones en el barrio: “¿Secundaria? Si acá empiezan a consumir a los ocho”, le dijo un vecino.
Oberlin llegó en enero de 2010 a la parroquia Crucifixión del Señor en Maldonado y, en menos de un mes, ya llevaba hechos tres responsos. Dos adolescentes se habían quitado la vida y una nena había sido ahorcada en un ajuste de cuentas ligado al narcotráfico. Muy pronto, se convirtió en la cara visible de quienes denunciaban la llegada del paco cuando el gobierno provincial lo negaba. Hoy, además de la parroquia, comanda el Centro de Acompañamiento Héctor Oberlin, bautizado así por su padre, que fue torturado en Campo La Ribera durante la dictadura.
El cura no se desanima (“por fe”), aunque ve cómo los más jóvenes perciben al narcotráfico como una salida laboral más redituable que la cooperativa de herrería que él impulsa. “Estoy dos días para hacer la parrilla y un día más para venderla, y lo que gano con dos días de laburo lo hago en media hora haciendo un delivery”, le dijo un joven. Matías Mercado acuerda pero no es tan comprensivo. Se entiende: tiene 32 años y, durante varios de ellos, fue adicto a la pasta base en Maldonado. Después de cursar su rehabilitación en los centros del cura Oberlin, hoy preside la cooperativa Jóvenes Saliendo Adelante, que se encarga del mantenimiento de los espacios verdes del barrio. “Yo haría una razzia negra: que la policía cierre todo el barrio, que entre a todas las casas y a los que tienen droga, que se los lleven”, dice a crisis. “Pero después aparecen de nuevo: no se puede cambiar la realidad, pero sí se puede llevar un mensaje a los pibes”. “Es que el narcotráfico es tremendamente inclusivo”, agrega el cura, como disculpándose por el cinismo de la frase.
“Había un chico que tenía un problema, no sé qué tipo de enfermedad tendría, pero gritaba en la calle. Las cocinas de drogas largan un olor fuerte. Entonces, los narcos le decían ‘vos cuando venga la policía, gritá’. Este chico, que no hubiera conseguido laburo jamás en otro lado, era el tero”. Tero se le dice en algunos barrios cordobeses a quienes hacen de campana. A los que transportan la droga, se los conoce como caballos. A los soldaditos, se les llama perros. Casi todos los puestos de trabajo que ofrece el narco local tienen nombre de animales. No se trata, sin embargo, de un ambiente laboral armónico, sino de uno que incuba mercados y violencias de distintos tipos: pagos por protección, secuestros, suicidios, intoxicaciones, asesinatos en ajustes de cuentas.
Sin embargo, la violencia muchas veces está solapada, anidando en los pliegues de la cotidianidad. Dice el cura: “A veces, matan a alguien y no se sabe por qué. Supuestamente fue un robo y ya está. Pero empezás a averiguar y fue un ajuste de cuentas disimulado para que no se note. O sea, en el círculo del barrio se sabe que fue por eso para que los otros no intenten hacer lo mismo, pero hacia afuera se lo dibuja”.
En la forma sutil que adquiere la violencia (el no uso de armas a la luz del día, por ejemplo) es que estriba la diferencia con lo que pasa en Santa Fe. “No somos Rosario” aparece en todas las conversaciones con vecinos y funcionarios, ya sea como mantra tranquilizador o como ominosa advertencia. Recientemente, Cadena 3 publicó que, en los siete primeros meses de este año, en el Gran Rosario hubo al menos 164 homicidios. En el mismo lapso, en el Gran Córdoba, que cuenta con una población similar, se registraron 15. “Córdoba no es Rosario”, se dice, aunque a la mayoría de las bandas allanadas les secuestren armas de fuego, y todo depende de la paz pactada entre ellas. Hoy, todas las fichas están dispuestas para un estallido, del que ya hay varios chispazos de advertencia.
En 2016, un hecho luctuoso puso de relieve la situación del barrio, que tuvo al padre Oberlin como coprotagonista y le valió ciertas críticas de algunas organizaciones de izquierda. Ese año, luego de que el cura recibiera varias amenazas de muerte, el secretario de Seguridad provincial de aquel momento, Diego Hak, decidió ponerle un custodio: se ofreció para la labor Martín Murúa, policía y vecino de la zona. Un día antes de la nochebuena de ese año, mientras el cura cortaba el pasto, Lucas Rudzicz, un pibe de 13 años que tenía problemas de consumo, intentó robarle la desmalezadora de la cooperativa y un celular. Murúa reaccionó dándole dos balazos por la espalda. En diciembre de 2016, Oberlin escribió en su Facebook: “Si pudiera cambiar mi vida por la de este chico, juro que la cambiaría. Pero aunque yo muera, él no va a revivir. Hoy siento que nada tiene sentido”. El padre se alejó del barrio durante algunos meses, pero luego volvió por insistencia de sus vecinos. Murúa fue condenado en noviembre de 2018 a dos años de prisión condicional e inhabilitación en la portación de armas por cinco años.
traslado forzoso
A unas 30 cuadras de allí, hace 140 años se erigió Villa La Maternidad, un asentamiento que antaño era poblado por los trabajadores de un molino y una cervecería que hoy son solo esqueletos. “Están de moda los shoppings y los emprendimientos inmobiliarios”, dice a crisis un vecino de la zona señalando el centro comercial “Super Mami” que queda frente al barrio. Sobre la Villa, el gobierno provincial ya pasó sus topadoras dos veces: en 2004 y 2018. Pero algunos se obstinan en no ser trasladados. Sobre esos restos operó otra banda familiar, algo más compleja que las pymes de narcomenudeo. En junio de 2020, la justicia condenó a Cristian y Diego González, hermanastros del “Tuerto Cacho”, vendedores minoristas y mayoristas con, según dicen ellos mismos, aceitadas conexiones policiales.
“Los niños de Villa La Maternidad debían esquivar la droga porque circulaba por todos lados”, describió entonces el fiscal de causa, Marcelo Hidalgo. Lo saben los miembros de la Red Puentes, perteneciente al movimiento social NuestrAmérica, que comandó durante años aquí un dispositivo del programa de Casas de Atención y Acompañamiento Comunitario de la Sedronar. La violencia no les permitió terminar de hacer pie en la comunidad: sufrieron múltiples y sistemáticos robos, solían presenciar -sin saber bien cómo intervenir- escenas de brutalidad policial contra supuestos vendedores de droga y estaban geográficamente demasiado cerca de los puntos de venta. Luego de unos años, se fueron y se instalaron en una casita de San Vicente, un barrio popular a quince cuadras de la parroquia Crucifixión del Señor. En esta nueva casa, alimentada por pibes con problemas de consumo, principalmente de Müller-Maldonado, un equipo de profesionales lidera un espacio de escucha y distintos talleres.
Allí trabaja como operadora Vanesa Rudzicz, la hermana de Lucas, el pibe asesinado por el custodio de Oberlin en 2016. Vanesa encabezó múltiples marchas pidiendo justicia por su hermano y exigiendo que el cura hablara. Para ella, su testimonio podría terminar de probar que se trató de un caso de gatillo fácil. “Yo personalmente soy hermana de un pibe que tenía problemas de consumo, que para seguir consumiendo robó y lo mataron…”, comienza a decirle a crisis mientras amasa una pastafrola. “Pero cuando uno cree que tu historia de vida es muy fuerte, no: hay historias de vida mucho más fuertes, que no las conocemos hasta que te encontrás en un lugar como este. Hay pibes que nunca tuvieron donde dormir, que nunca tuvieron un abrazo, que nunca fueron a un hospital”.
Desde mayo de este año, espacios como este se quedaron en Córdoba sin un lugar donde internar a quienes están en situación crítica, es decir, cuando llegan a ser un riesgo para sí o para terceros. El gobierno provincial cerró en mayo el único que existía, el Instituto Provincial de Alcoholismo y Drogadicción (IPAD), con la excusa de “adaptarse a Ley de Salud de Mental”. Los 22 pacientes que estaban internados, todos de sectores vulnerables, fueron derivados a diferentes hospitales, pero los tratamientos interdisciplinarios se cortaron “de un día para el otro”, según cuenta a crisis una extrabajadora del lugar. “Al gobierno le sirve tomar a la Ley (de Salud Mental) como escudo a una reducción de presupuesto y cierre de instituciones. No se creó ningún dispositivo alternativo”. El IPAD no era un paraíso: tenía múltiples problemas edilicios, le faltaban servicios básicos y en 2015 se denunció que sus pacientes dormían en el suelo. Un alto funcionario de Hacemos por Córdoba que lidia con problemáticas relacionadas, pero que no estuvo en el proceso de decisión del cierre de la institución, afirmó a crisis: “A veces, cuando las estructuras están tan viciadas, hay que patear el tablero. Por ahí hay que discutir si antes no tenías que ofrecer otra alternativa”. Lo cierto es que hoy los únicos dispositivos similares que quedan son privados o de organizaciones sociales.
leyenda urbana
Hace un año hubo una buena noticia, en un barrio donde no abundan: en Maldonado, el paco prácticamente desapareció.
Un mito urbano con elementos de western negro comenzó a circular como explicación por sus calles, ahora con las postas policiales multiplicadas y los yuyos mantenidos a raya por la cooperativa barrial. El relato dice que se juntaron los narcos y los ladrones pesados del barrio y que se apersonaron con ametralladoras en las casas de los vendedores de paco. Según se comenta, este grupo de antihéroes estaba preocupado por la situación, ya que muchos de sus hijos habían comenzado a fumar. Ante la mirada atónita de los mercaderes de la muerte, tiraron la droga de la vivienda y la pisaron. Antes de retirarse, uno de ellos, el líder de esta banda de improvisados bienhechores, le dijo al dueño del hogar:
—La próxima vez, no va a ser el paco, va a ser tu cabeza.
Quizás solo se trate de una mentira hermosa. Pero algo es cierto: que esta módica victoria en Maldonado le pertenezca a narcos y a ladrones suena más verosímil a que se trate de una exitosa política pública, del avance de una causa judicial o del triunfo de algún actor comunitario.