En 2005, luego de aburrirse de su último gran negocio en Hollywood, Steve Bannon se dirigió a Hong Kong con la misión de conseguir capital para Internet Gaming Entertainment, una extraña empresa que se dedicaba a la minería de oro digital en los yacimientos online del jueguito electrónico World of Warcraft (WoW). El negocio de la compañía consistía en vender, a gamers de todo el mundo, las armas y riquezas que su plantel de obreros internautas chinos recolectaba dentro del juego –en turnos rotativos y con salario mínimo. Bannon llegaba con 60 millones de dólares de Wall Street para hacer crecer la estructura, pero sobre todo para convencer a Blizzard, la empresa detrás de WoW, de sacar al rubro de la zona gris y legalizarla definitivamente. La movida fue un fracaso. No solo Blizzard entendió que era más negocio mantener el control sobre el tráfico digital de bienes, sino que ese lobby indignó a hordas de jóvenes que entendían que se estaba desvirtuando el juego. Hombres intrascendentes en su existencia civil, que tenían depositado todo en su avatar digital y estaban dispuestos a movilizarse con furia cibernética por lo que consideraban sus derechos. La versión más pura de un troll. Aunque perdió dinero, la experiencia fue una revelación para Bannon: descubrió un mercado de intensidad simbólica del que no tenía idea.
Lo que para un hombre de su trayectoria profesional y formación intelectual podría haber pasado por una excentricidad propia de los márgenes de la globalización, fue en cambio el magma social sobre el que reconstruyó su visión del mundo. La restauración conservadora con la que soñaba estaría marcada a partir de entonces por la idea de la movilización digital, la convicción de que un mensaje se diseña y se produce “en” y “para” la sección de comentarios. De ahí su frase más célebre: “Dejá que te digan racista y usalo como una medalla de honor”.
A cinco años de su salto a la fama como gurú global del nacionalismo populista, Steve Bannon perdió centralidad. Pero su método, su interpretación y su programa siguen ahí, quizás más vivos que nunca. El targeteo de mensajes específicos para la estimulación de prejuicios de audiencias segmentadas no fue su invento, pero nadie –al menos hasta ahora– lo implementó con la tenacidad y eficacia de este hombre al que le molesta que lo comparen con Goebbels, pero quiso ser la Leni Riefenstahl de Donald Trump.
Duró apenas ocho meses como jefe de Estrategia (Chi ef Strategist) en la Casa Blanca. El desastre de Charlottesville, cuando el neonazi James Alex Fields encaró con su auto a un grupo de antifascistas que protestaban –asesinando a una mujer–, determinó su salida en 2017. Outsider en un gobierno de outsiders, no resistió la feroz interna con Jared Kushner, el marido de Ivanka Trump.
Tampoco fue realmente exitosa su gira por Europa con The Movement, esa suerte de Rotary Club anti-inmigración con el que institucionalizó su lobby. No porque los partidos de derecha no hayan crecido en Europa, sino porque su rol como articulador y coach espiritual se fue apagando. El golpe simbólico a su proyecto de copar con chauvinistas el parlamento europeo fue la orden de desalojo del monasterio italiano en el que pretendía instalar una escuela de formación de “gladiadores” de derecha. Por otra parte, el pollo italiano de Bannon, Matteo Salvini, acaba de ser derrotado en las urnas por el movimiento de las Sardinas. Mientras que en las elecciones municipales de octubre del 2019, el húngaro Viktor Orban sufrió su primer traspié electoral en más de una década. En Austria, el Partido de la Libertad no se recuperó del escándalo que llevó a la renuncia de su líder, Heinz-Christian Strache. Y el Amanecer Dorado griego, el Vox español y el Partido Popular danés parecen haber tocado su techo electoral, cuando todavía está por verse la suerte de Marine Le Pen en Francia. El que sí prevaleció fue el partido del Brexit en Gran Bretaña. Y la Alternativa para Alemania (AfD) quebró un tabú al aliarse con la Democracia Cristiana para gobernar el Estado de Trüringen, un “acto imperdonable” según Angela Merkel.
Desde hace medio año Bannon concentra su trabajo, otra vez, en Estados Unidos. Parece haber vuelto a su etapa pre 2016, con un dispositivo táctico autónomo – como Breitbart– puesto al servicio de una estrategia mayor. Y conduce War Room, un show de YouTube/podcast con el que libró su guerra irregular informativa contra el impeachment, y desde donde les dice todos los días a sus fellow americans que el fenómeno Trump es imparable. Aunque su relación personal con el presidente es compleja –Trump tuiteó que Bannon “lloró e imploró por su trabajo” cuando lo despidió, mientras Bannon insiste en que él renunció–, su apoyo es incondicional. Aparece cada vez más en Fox News y se codea con las principales figuras del trumpismo, pero no resulta probable su regreso al gobierno. ¿Por qué interesa todavía hoy Bannon? Porque el mundo que tiene en la cabeza se parece mucho al mundo real.
esos ángeles idiotas te tiraron al infierno
Se crió en Richmond, Virginia. Hijo de padres católicos de origen irlandés que, para contradecir la reforma del Vaticano en los años sesenta, asistían a la misa tridentina en latín. Profundizó su educación católica en la academia militar benedictina, donde se fascinó con la reconquista de la península ibérica tras el triunfo de los reyes católicos sobre los moros. En el Virginia Tech College tuvo su primera incursión política. Quiso ser presidente del Centro de Estudiantes y mostró algo de su audacia eligiendo a una mujer como compañera de fórmula y acusando a los dirigentes estudiantiles de burócratas elitistas, en franca violación de la camaradería tradicional. Al cabo de una áspera campaña, ganó la elección. Ingresó en la Armada en 1976 y tras la instrucción fue confinado al destructor USS Foster, en el que pasó dos años patrullando el Océano Índico pos Vietnam. En marzo de 1980, la nave fue enviada al Mar Arábigo para asistir a la operación secreta “Eagle Claw”, cuya misión era liberar a los rehenes que cuatro meses antes habían tomado los revolucionarios del Ayatollah en la embajada norteamericana de Teherán. El operativo fue un completo desastre, un durísimo golpe para la administración Carter, y un punto de inflexión para Bannon. Asqueado de la negligencia timorata de los demócratas, Steve K. empezó a dar curso a su devoción por Ronald Reagan. Y a la paranoia general sobre la amenaza de la Unión Soviética, agregaba un enemigo personal: el Islam.
Siete años de servicio y una pasantía deslucida en el Pentágono lo disuadieron de perseguir una carrera en el Ejército. Eran los ochenta y su olfato advertía que la acción estaba en Wall Street. A los 29 años se calzó un sweater pastel, se inscribió en Harvard y antes de graduarse se aseguró un box y un teléfono en Goldman Sachs. Allí aplicó su formación militar para defender a las principales corporaciones americanas del asedio de un reputado villano de Wall Street, Michael Milken, que había juntado fortunas tradeando bonos basura sobre los que se apalancaba para arremeter sobre los clientes de Goldman. Como en las mejores películas, aprendió más de su enemigo que de su propio bando. Para Bannon, Goldman fue una experiencia casi monástica: 24/7, incluida la Navidad, dedicado a la reconstrucción de la economía posindustrial. Pero su perfil más bien generalista pronto fue quedando obsoleto. Así que se instaló en Los Ángeles para especializarse en media y entertainment, un mercado que volaba con el auge del VHS y la televisión por cable.
Cómodo en su nuevo hábitat, en 1990 renunció a Goldman y fundó su propia productora en Hollywood, responsable del debut como director de Sean Penn, con The Indian Runner (1991). Asesoró a grandes estudios y algunos aventureros –como el italiano Silvio Berlusconi–, quiso revolucionar el mercado de las celebrities y ligó fortunas de éxitos impensados, como su pequeña participación en Castle Rock, la productora de Seinfeld. En 2005, Internet ya había dado vuelta la lógica del showbiz y encaró uno de los negocios más extraños de su ecléctica carrera: el oro gamer de Hong Kong. Pero, en esencia, ya se estaba dedicando a otra cosa.
sin lugar para los débiles
Steve Bannon se subió formalmente a la campaña el 14 de agosto de 2016, 85 días antes de la elección. Era domingo y el búnker de la torre Trump estaba desierto. Fue la primera indignación de un hombre que estaba entrando literalmente en combate. “Por supuesto que estábamos en guerra”, le dice a Errol Morris en el documental American Dharma (2018). “Estábamos peleando por gobernar el país más poderoso de la Tierra, ¿cómo no va a ser una guerra?”. Cuando asumió como CEO de la campaña, la carrera de Bannon ya era estrictamente política. Había puesto su expertise financiera y su metabolismo mediático al servicio de la aventura de Sarah Palin, y desde 2008 se dedicaba casi exclusivamente a convertir al Republicano en un partido conservador de los trabajadores, de las mayorías silenciadas, de los “deplorables”, como le gusta decir.
Su primer encuentro con el actual presidente de los Estados Unidos ocurrió en 2010. El celestino fue David Bossie, presidente del think tank conservador Citizens United. Trump dijo que tenía pretensiones de ser candidato en las próximas elecciones y Bannon le respondió: “¿De qué país?”. Aquella campaña (sin Bannon) fue breve. La plataforma de Trump consistió en instalar la sospecha de que Barack Obama no había nacido en Hawái sino en Kenia. Tras ignorar la cuestión durante semanas, el primer presidente negro de América del Norte decidió responderle durante la cena anual de los Corresponsales en la Casa Blanca, entre cuyos asistentes estaba el magnate de melena rubia. “No solo acabo de presentar mi certificado de nacimiento”, dijo como en un sketch de Saturday Night Live, “sino que voy a mostrar el video probatorio”. Acto seguido en la pantalla se proyectó la escena inicial de El Rey León, donde vemos el bautismo de Simba en la sabana africana. Trump salió echando fuego del recinto. Había sido humillado.
Para 2016, el viejo y querido arte de ensuciar al oponente se había perfeccionado. En esta oportunidad tocaba hostigar a los Clinton, una pasión histórica de los republicanos. El mencionado Bossie se había ocupado de la (abundante) basura de Bill y Hillary durante la campaña de Bob Dole en 1996; también del frustrado impeachment circa Monica Lewinsky. Y Bannon veía en esa candidatura al enemigo ideal. Como escribe Joshua Greene en The Devil’s Bargain (2017), además de una cosmovisión política con la que más o menos se sentía cómodo, Bannon le proveyó a Trump una versión sofisticada de lo que Hillary se venía quejando y ya nadie creía seriamente: “Una enorme conspiración de la derecha en mi contra”.
El aparato más certero de esa conspiración fue Breitbart, el medio epónimo de su fundador, Andrew Breitbart, quien falleció dos semanas antes de su relanzamiento en 2012, para el cual se había asociado con Bannon. Desmesurado y locuaz, Breitbart, que había estado en la cocina del Huffington Post, tenía dos convicciones: que la batalla política era antes cultural, y que el terreno para disputarla estaba en las audiencias digitales. Detrás de Breitbart había diez millones de dólares de Robert y Rebekah Mercer, los grandes mecenas de Bannon, quienes luego aportaron un millón para bancar la publicación del libro Clinton Cash (2015). Y además financiaron la sucursal americana de una innovadora compañía inglesa dedicada a la minería de datos para targetear campañas políticas: Cambridge Analytica.
Las ráfagas de Bannon contra Hillary Clinton fueron muy intensas. El clímax fue el escándalo de los famosos emails de la exsecretaria de Estado. En 2011, el congresista demócrata Anthony Weiner tuiteó sin querer una dick pic destinada originalmente a una amante. El escándalo, estimulado por Breitbart y cientos de posteos en reddit, 4chan y las redes sociales mainstream, terminó con su renuncia. Pero lo mejor vino después, porque la investigación penal –por supuesto sexting con una menor– determinó en octubre de 2016, a días de la elección, que en la laptop de su mujer, Huma Abedin, vicepresidente de campaña de Hillary, había material relevante para la investigación sobre los emails, desatada meses antes por revelaciones de Wikileaks. Ese cruce entre perversión sexual y corrupción fue el acto de cierre perfecto para Bannon. Semanas antes había sentado a las víctimas sexuales de Bill Clinton en la primera fila del famoso debate en el que Hillary dijo “es una suerte que alguien como Donald Trump no esté a cargo de las leyes en este país”, y Trump dio su respuesta-meme: “Porque estarías en la cárcel”.
el paraíso perdido
El proyecto político de Bannon consiste básicamente en devolver la producción industrial a Occidente y, más precisamente, hacia dentro de Estados Unidos –para beneficio de su clase trabajadora–, con el objetivo de quebrar la gobernanza global que se impuso a partir de 1945. Se trata de forjar, a través de un movimiento internacional de nacionalismos, la resistencia del “Occidente judeo cristiano” frente al avance tanto de China como del “fascismo islámico jihadista”. Esta alianza occidental –a la que naturalmente pertenece Rusia– no debe articularse a partir de unos “Estados Unidos de Europa” gobernados desde Bruselas por el “partido de Davos”, sino a través de la cooperación entre estados soberanos: la fórmula de los aliados para la Segunda Guerra Mundial. La amenaza, para Bannon, esta vez es mayor.
Tal el marco conceptual de su gira por Europa. Y más allá también. No hace falta mencionar su admiración por Bolsonaro –designó a su hijo Eduardo como líder de The Movement en América Latina. Es menos conocida su afición por el japonés Shinzo Abe, o su apoyo al régimen hinduísta de Narendra Modi. En septiembre de 2019, Bannon se reunió con el embajador indio en Estados Unidos, Harsh Shringla. Fue una señal delicada en medio de la crisis de Cachemira, parte de la ofensiva antimusulmana de Modi, a la cual el premier pakistaní Imran Khan no duda en comparar con el Lebensraum de Hitler. En lo referido a Argentina, suele repetir los lugares comunes de la derecha internacional sobre el kirchnerismo. Y acredita una reunión con Cynthia Hotton, la candidata celeste a vice que acompañó la candidatura presidencial del exmilitar Juan José Gómez Centurión.
El mundo que imagina Bannon tiene como prioridad el cierre de las fronteras y por eso es el principal defensor del muro con México. La batalla crucial que disputa es por linkear la política (anti)inmigratoria de Trump con el bajísimo desempleo de la pujante economía norteamericana. Se empeña en esa explicación, ocultando la rebaja de impuestos a las grandes fortunas que decretó Trump en 2017, financiada con deuda creciente y un déficit fiscal que supera el billón de dólares. El neoproteccionismo de Trump es una especie exótica, un modelo de prueba y error que hace lo que quiere porque puede: por ejemplo, un salvataje de 30.000 millones de dólares a los farmers para compensar los daños colaterales de la guerra comercial con China. O la retirada de Irak –previo asesinato del militar más importante de Irán– porque “Estados Unidos no necesita el petróleo de Medio Oriente” (Trump dixit).
El mundo que imagina Bannon arde. Y por eso desprecia la agenda de género, LGBTTTIQA o ecológica de los demócratas. No tiene tiempo para eso. Las dos guerras que atribulan su mente se disputan en el Golfo Pérsico y el Mar Chino. Dos enclaves que esperan por su definitiva reorganización en un nuevo orden mundial que nunca, desde la Guerra Fría, estuvo tan claramente en disputa. Al menos eso es lo que cree Bannon. Con la claridad del inmolado. Convencido, como dice su pasaje preferido del Paraíso Perdido de Milton, de que “es preferible reinar en el infierno que servir en el cielo”.