Leonardo Padura, el hombre que amaba al sarcasmo | Revista Crisis
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Leonardo Padura, el hombre que amaba al sarcasmo
Leonardo Padura es un testigo mordaz del cambio de siglo, y de signo, que enfrenta la revolución cubana. El autor de la saga policial protagonizada por Mario Conde hace resonar la voz de una generación aplazada, en una conversación sobre la literatura, el nihilismo y el escuálido pero conmovedor intento por forjar el propio destino, ni por dentro ni por fuera de las utopías, sino a través y más allá de ellas.
Ilustraciones: Luciano Espeche
10 de Octubre de 2015
crisis #9

 

C alzada de Managua es la avenida principal de Mantilla, barrio periférico del extremo sur de La Habana. Allí vive desde siempre el escritor cubano más relevante de la actualidad. Relevante no sólo por lo prolífico de su obra, o por la difusión y las ventas alcanzadas en el mundo hispano-parlante, o por la sarta de premios recibidos, sino también por la incidencia que su palabra tiene en la vida cultural del país que durante medio siglo XX cobijó al último de los embriones revolucionarios.

En la planta baja de la bonita casa familiar todavía vive papá Padura, mientras el hijo famoso de 57 años ocupa la planta de arriba con entrada independiente. Un adorno de cerámica colgado en la pared del estudio lleva impresa una consigna que parece especialmente hecha para quienes acuden a entrevistarlo: “Dios bendiga a todo aquel que no me haga perder el tiempo”. Más aún si uno acaba de terminar Adiós, Hemingway, la quinta entrega de su entrañable saga policial, y conserva frescas algunas frases como aquella que dice “hablar de literatura es perder el tiempo, y si uno está sólo es mucho mejor, porque así es como se debe trabajar, y porque el tiempo para trabajar resulta cada vez más corto, y si uno lo desperdicia siente que ha cometido un pecado para el cuál no hay perdón”.

Aún así Leonardo Padura nos sirve un riquísimo café, como el que suele preparar el gran investigador Mario Conde, su personaje predilecto. Y se dispone a una apasionada conversación de hora y media.

 

Hace poco escribiste un artículo donde cuestionás el tono exclusivamente político de las preguntas que suelen hacerte los periodistas por el solo hecho de vivir en Cuba. En tus novelas esa desconfianza respecto a cierta forma de la política abunda. En la más conocida de ellas, por ejemplo, Trotsky dice que su hijo Seriozha “era tan inteligente que no le interesaba la política”.

— Mira, mi generación empezó a tener capacidad de discernimiento en la década del setenta. Casi todos estudiamos en la universidad durante esos años, yo me gradué en 1980 en la Facultad de Filología. Y esa fue una época en la que se produjo una reacción de ortodoxia extrema que provocó la marginación de muchos escritores, artistas e intelectuales en general. De alguna manera, los únicos criterios que regían la creación y la vida cultural del país eran los postulados políticos. Yo recuerdo que en la Escuela de Letras hubo personas que por ser homosexuales o por ser católicos tuvieron problemas, incluso hubo algunas expulsiones. Por lo tanto, cuando llegamos a la década del ochenta y empezamos a escribir los primeros cuentos, relatos y poemarios, hubo una reacción visceral contra la política y su presencia en la cultura y el terreno de la creación. La tendencia fue centrarse más en los conflictos del individuo que en los conflictos de la sociedad, para recuperar la angustia y las incertidumbres del hombre como material artístico fundamental. Ese rechazo a lo político no ha hecho más que profundizarse a lo largo de estos años posteriores, sobre todo a partir de los noventa cuando se produce la gran crisis económica y se pierden los paradigmas, lo cual resulta totalmente lógico porque se perdió el pan, la leche, el azúcar, el café, las guaguas, se perdió prácticamente todo y por supuesto los paradigmas se jodieron también. Entonces la literatura cubana trató de reflejar con más insistencia los lados oscuros de la sociedad. Yo siempre he pensado que la política termina devorando al arte y por eso he tratado de mantenerme lo más al margen posible de sus vaivenes, aunque sé que eso resulta imposible. La política es cambiante, hoy valida una cosa y al día siguiente lo devalúa. Ejemplos que han pasado en Cuba durante estos años puedo darte cientos, por lo tanto creo que mantenerse alejado de esa contingencia es saludable. Además, aunque siempre haya contenidos políticos en la obra yo prefiero que en su concepción ella no participe directamente del debate político; si después termina teniendo un carácter profundamente político, como pasa con El hombre que amaba a los perros, mejor aún. Pero lo que yo quise fue tratar el otro lado de la política, no su acontecer concreto sino la perversión de aquella idea utópica que proponía una sociedad igualitaria en el siglo XX. Muchas veces lo que ocurre cuando uno trata de mantener una cierta independencia política es que recibe los palos de ambas partes: unos porque dicen que no te comprometes, otros porque aseguran que estás demasiado comprometido. Y en Cuba la pasión política es una realidad omnipresente pero también se ha convertido para muchas personas en una forma de vivir, tanto dentro como fuera del país.

¿Y cuál dirías que es el estado de la literatura local en el marco de las transformaciones que están teniendo lugar en la sociedad cubana? 

—Hay un elemento de carácter económico muy importante, porque si en los setenta y los ochenta hubo una relación de dependencia del artista respecto de la industria cultural cubana, en los años noventa se rompe esa relación porque la industria local se paraliza, se dejan de publicar libros, se dejan de hacer películas, no había electricidad en los teatros, no había lienzos para los pintores, y se produce una distancia entre esa industria cultural del Estado que sustentaba una política de creación con fuerte carácter ideológico, con respecto al creador individual que no encuentra respuesta para su producción. Ese espacio que aparece entre el creador y la industria cultural se llena de libertad en muchos sentidos, no solamente en lo que respecta al acto creativo; surge, por ejemplo, la posibilidad de una libre contratación del artista. Muchos actores y pintores cubanos se van a trabajar a Colombia, Venezuela y México, otros se van a los Estados Unidos; los escritores tenemos la posibilidad de publicar con editoriales españolas, mexicanas o argentinas sin mediación de las estructuras del Estado o del gobierno cubano. Y eso empieza a cambiar la perspectiva desde la cual el creador enfrenta su propio trabajo y ve el resultado de su producción, se distiende esa mirada totalizadora y política que primó en los años setenta. Entre nosotros se ha hablado poco de la relación del escritor con el mercado y de la posibilidad de vivir de su trabajo. Cuando un escritor no puede vivir de su trabajo lo que hace generalmente es periodismo, docencia, o trabaja en instituciones públicas. Cuando puede dedicarse al trabajo literario porque sus libros se lo permiten, generalmente es porque ha escrito obras que han complacido al mercado y han obtenido una gran cantidad de beneficios. Lo jodido es poder participar de esa ventaja económica y poder vivir de tu trabajo, sin hacer concesiones a los prerrequisitos impuestos por el mercado. Por lo tanto, la creación del escritor está condicionada por una necesidad económica que muchas veces no puede resolver con su trabajo artístico. Cuando el escritor puede escribir un libro y con lo que gana con ese libro escribir el siguiente, creo que ha llegado a un estado de satisfacción de una necesidad fundamental. Yo me considero un afortunado porque he logrado eso y me da independencia, me da sosiego, me da tranquilidad, me da tiempo. Ahora mismo estoy escribiendo una novela que empecé hace dos años y medio y pienso que me va a tomar otro año más. Ya la estoy terminando pero después la dejo reposar, la reviso, se la doy a dos o tres lectores. Si yo tuviera una presión económica muy fuerte lo más probable es que la mandara para Barcelona y le dijera a mis editores, “bueno vamos a revisarla y que salga”. Pero tengo la suerte de poder decir: “no, me quedo otro año con este libro para poder madurarlo lo suficiente”. Y eso es lo que me ha permitido desde hace quince años estar seguro de que cada una de las novelas que he escrito es la mejor novela que mi capacidad me permitió escribir, y que todos sus defectos se deben a mis propias incapacidades.

¿Qué cosas te gustaría que cambiaran en tu relación actual con la industria cultural?

—Mira, como casi todos los ciudadanos del mundo contemporáneo yo tengo muchas insatisfacciones con los mecanismos del mercado, que creo son bastante agresivos. Imagínate tú que en España se publican un promedio de casi dos mil títulos a la semana. Son números absolutamente de vértigo. El libro se convierte en un objeto que tiene que literalmente correr para llegar a su lector potencial, porque ¿en qué librerías tú metes los libros que publicas en un mes? ¿Y los que publicaste el mes anterior? ¿Y los que publicarás el mes siguiente? El mercado se convierte en un devorador de sus propias criaturas y poder hacerse un espacio ahí es muy complicado. Pero la mayor insatisfacción que tengo, realmente, es con el sistema de promoción de la literatura que existe en Cuba. Hay una distensión en la valoración del trabajo intelectual, del espacio que ocupa el escritor en la sociedad y de la eficacia de las instituciones culturales para promover el trabajo de los escritores. Cierto es que muchas veces la obra de los escritores actuales tiene posturas o visiones críticas con respecto al Estado, al gobierno, al sistema, pero eso es parte del juego democrático y de la naturaleza de la cultura. Tal vez por eso no ha habido una respuesta amable o inteligente por parte del estado cubano en cuanto a la promoción de esos escritores. Es verdad que hoy en Cuba tenemos el espacio de libertad para expresarnos y publicar que no hubiéramos tenido en los años setenta. Una novela como El hombre que amaba los perros ni siquiera se me hubiera ocurrido escribirla. Y las novelas de la serie de Mario Conde tal vez se me hubieran ocurrido, pero de seguro no se hubieran publicado porque hubieran significado un gravísimo problema social, político, económico y de todo tipo para mí. Pero la insuficiente promoción de las creaciones locales no afecta solamente al escritor, sino sobre todo a la propia cultura cubana. En un momento en que percibimos una pérdida de valores muy violenta a nivel social, el contenido crítico de la cultura cubana puede ser fundamental.

 

un mundo escuálido y conmovedor

El contrato que Padura firmó con Tusquets permite la edición de sus obras en Cuba luego de transcurrido un año de su publicación en España y el resto de América Latina. Por lo tanto todos sus libros han sido distribuidos en la isla y la mayoría cuenta con varias tiradas en su haber. De Adiós, Hemingway se lanzó una primera edición de cinco mil ejemplares y una segunda de veinte mil. De La novela de mi vida, diálogo de temporalidades con el fundador de la lírica cubana, el poeta José María Heredia, se imprimieron tres mil ejemplares y luego otros 18 mil. Aún así en ninguna librería local, ya sea en moneda nacional o en divisas, se consigue siquiera un título del escritor habanero.

 

Tus novelas tienen la estructura del género policíaco, pero en ellas predomina la tristeza por sobre la parodia o la ironía.

— Yo soy un escritor de novelas policíacas con una conciencia absolutamente postmoderna del género. O sea, mi relación con la novela policial es utilitaria, empleo esa estructura y determinados códigos para hacer una literatura en la que lo policíaco es un elemento pero no es el componente fundamental. Mi preocupación principal es hacer una crónica de lo que ha sido la vida cubana en estos cincuenta años, por eso me sale una novela de carácter social que utiliza lo policíaco desde esa perspectiva que la postmodernidad nos brinda de mezclar los paradigmas o los modelos de carácter popular y refundirlos en la creación artística. Cuando escribo La novela de mi vida o El hombre que amaba a los perros, dos libros que tienen un carga importante de investigación, no dejo de utilizar los recursos de la novela policial porque creo que es la estructura literaria más convincente para el lector y más amable para el escritor, justamente porque siempre te obliga a contar una historia y llegar al final para darle una solución a su trama. Y a mí me encanta contar historias. Pero como incursiono en la historia real, esos componentes históricos tienen un peso que yo no puedo alterar. El hombre que amaba a los perros trata de contar la historia de una derrota, y las derrotas siempre son tristes, son pérdidas. El hecho de que se haya pervertido la posibilidad de crear una sociedad en el siglo XX donde los hombres vivieran con el máximo de libertad en el máximo de democracia es un fracaso muy triste. Además, todo lo que ocurre en esta novela está visto desde la perspectiva de un personaje cubano que vivió hasta el final esa utopía que no ha llegado a concretarse y que incluso le hizo sufrir determinados castigos y frustraciones. Pero, ¿qué quisiera yo que quedara al final de esta historia? La posibilidad de entender cómo se pervirtió la utopía. Pienso que el estado del mundo es mucho más lamentable desde que desapareció el campo socialista, pero el campo socialista se condenó a sí mismo a desaparecer. Incluso Fidel lo dijo en una ocasión, que muchas veces los países socialistas acusaban al imperialismo de sus derrotas y nunca analizaban cuán culpables eran ellos de las derrotas que habían sufrido.

Sin embargo, algunos de tus personajes (como Iván y sobre todo Mario Conde) destilan un nihilismo muy potente.

— La diferencia entre Iván y Mario Conde es que Iván es un derrotado y Mario Conde es un perdedor. El derrotado está en la lona, ya no se puede levantar, por eso no puede escribir. Mario Conde es un perdedor pero vuelve a salir al ring una y otra vez porque tiene un escudo que es la ironía, esa mirada sarcástica sobre la realidad a pesar de que lo afecta todo (si ve un perro por la calle que está pasando hambre, por ejemplo, eso se convierte para él en un problema). Pero siempre tiene una salida a través de la ironía, del sarcasmo, que le permite seguir adelante. Mi última novela, Herejes, arranca históricamente en la Holanda de 1642, con un judío sefaradí que quiere ser pintor y se acerca al estudio de Rembrandt para aprender a pintar. Lo que intento es una reflexión sobre la libertad del individuo, a través de tres casos: la libertad de decisión de un judío en Amsterdam durante 1640, la de un judío en la Cuba de los años 40 y 50, y la de una muchacha Emo en la Cuba de hoy. El Conde está metido en el medio tratando de entender cómo se establecen las relaciones entre esas personas para encontrar su vocación o su práctica de un libre albedrío. Y él mismo se empieza a enredar en estas historias haciéndolas parte de su propia vida, pero siempre con esa capacidad de burlarse o tener un recurso que lo protege a sí mismo y le permite continuar. Esa diferencia entre Iván, a quien el techo le cae encima, y Mario Conde, que si el techo se va a caer se corre y nada más lo toca un poquito en el hombro, me parece fundamental.

Tal vez esa ironía sea la forma que tenemos de asumir la crisis terminal de las utopías. Un rasgo de varios de tus personajes es que les cuesta horrores soñar.

—Otra diferencia entre Iván y Mario Conde es que el Conde es más un personaje individual y en el caso de Iván se trata de una metáfora que sintetiza a una generación. Yo estoy consciente de que a Iván le pasan demasiadas cosas malas, o que casi todo lo que le pasa es malo, pero necesitaba hacer el compendio de las frustraciones de una generación en este personaje, en una novela cuyo recorrido es más conceptual y llega incluso al territorio de la política, mientras que en la saga de Mario Conde hago un recorrido más social. Iván es un hombre que tiene el gravísimo conflicto de no poder decidir nada. Mi generación ha sido una generación de mandados: cuando había que cortar caña nos mandaron a cortar caña, cuando había que ser maestro tuvimos que convertirnos en maestros, cuando había que ganar la guerra en Angola nos mandaron a nosotros, cuando no había gasolina nos dieron una bicicleta a cada uno. Pero nunca fue una generación con el poder para decidir su destino. Incluso hoy, cuando se está produciendo un cambio económico bastante importante en Cuba, nuestra generación llega a ese cambio en peores condiciones porque posee una alta calificación universitaria pero una bajísima capacidad para hacerse espacios en la vida. No somos ni mecánicos, ni albañiles, ni dulceros; al contrario, somos una generación de abogados, médicos, periodistas. En esta novela que estoy terminando hay un personaje que en un momento dice: “discúlpame que lo que te sirva sea tan pobre, es que yo soy médico”. Y lo digo con toda la ironía pero con toda la realidad, porque si fuera portero de un hotel o cargador de maletas seguramente podría poner una mesa casi que fastuosa en términos cubanos, porque tú sabes que los estándares cubanos son un poquitico más bajos pero existen de todas maneras. Mi generación entonces se ve obligada, en esta nueva realidad, a trabajar cinco años más porque aumentan la edad de jubilación, además de que van a botar a un millón y medio de empleados que trabajan para el Estado y el gobierno, que tendrán que rebuscárselas en el trabajo privado por cuenta propia sin que hayan tenido el entrenamiento para poder hacerlo. Ese techo que al final le cae encima a Iván es un techo también generacional. 

Otros escritores cubanos contemporáneos, como Pedro Juan Gutiérrez por ejemplo, adoptan una perspectiva marginal para cuestionar la cultura oficial. Tu personaje Mario Conde es un policía, no se trata para nada de un marginal.

— Eso fue una elección absolutamente intencionada. Mira, cuando yo escribo Pasado Perfecto, la primera novela de Mario Conde, allá por 1990, y después decido hacer una serie de cuatro que ya van por seis y ahora estoy escribiendo la séptima, todas las lógicas y todas las verosimilitudes me exigían que el Conde fuera policía. No era posible hacer un intento de novela policíaca en Cuba con un personaje que no perteneciera a la policía; podría haber escrito algo con ciertos elementos de novela negra pero difícilmente eso podía haber dado pie a una saga. Pero pronto me doy cuenta de que he creado el personaje de un policía que lo primero que le pasa es que no quiere ser policía, a quien obligo a serlo durante cuatro novelas hasta que en Paisaje de otoño (1998) Mario Conde deja la policía y le encuentro una alternativa en el negocio de la compra y venta de libros viejos para que pueda desarrollar investigaciones un poquitico diferente. Por otro lado, no quiero hacer una novela policial de la marginalidad porque los policiales que se habían escrito en Cuba en los ochenta tenían dos características, dos territorios: o una novela de contraespionaje, sobre los enfrentamientos entre los órganos de la seguridad del Estado y la CIA, las infiltraciones, los sabotajes; o una novela policial en la que casi siempre el personaje marginal cometía delitos. Pero hay un elemento de la sociedad cubana que a mí me interesaba mucho, y es cómo los sectores que no son marginales cometen delitos. Por eso en la primera novela el “personaje negativo” es un jefe de empresa con rango de viceministro; en la segunda una profesora de preuniversitario, militante de la juventud comunista y persona de confianza del director del instituto; en la tercera un ex embajador cubano; y en la cuarta otro ex jefe de una gran empresa. Por lo tanto, me muevo en un mundo donde el negro de la esquina no es el delincuente sino que hay otro tipo de delincuentes, en una época en que escribir sobre estos temas en Cuba parecía un acto de infidelidad absoluta, hasta que un día el propio gobierno cubano se dio cuenta que el principal enemigo de este país era la corrupción, no era la CIA, ni el FBI.

 

el nuevo realismo post-socialista

Una incipiente irritación se apodera del rostro del escritor cuando recuerda la lista de eufemismos empleados por el Estado cubano para referirse a lo sucedido en el país durante los últimos años. Se usó el término “período especial”, por ejemplo, y lo que se vivía era una “crisis galopante que pronto haría palidecer a todas las anteriores, las de siempre, las eternas”. Ahora se habla del “proceso de reactualización del modelo” y más bien estamos ante un cambio económico de consecuencias impredecibles. O se menciona la existencia de una propiedad no estatal, como si fuera un pecado reconocer que ya no puede eludirse el crecimiento de la tan vilipendiada propiedad privada. Pero Padura y sus personajes prefieren la ironía en lugar de la queja, por eso saluda que “casi medio siglo de imperio de las bellas palabras, vayan dejando espacio a un realismo (socialista)” capaz de asumir lo obvio: que si la gente trabaja es porque precisa dinero. Así las cosas, una ola de emprendimientos económicos se ha derramado sobre las calles de la isla, dejando en el recuerdo aquella persistente y romántica imagen de escasez e igualdad. Tal vez se trate de un simple retorno al capitalismo, o quizás esté emergiendo un nuevo tipo de movilidad productiva cargada de posibilidades.

 

Una idea básica del comunismo es que lo humano no cabe dentro del individuo. Sin embargo, el socialismo mistificó esa trama común al identificarla con la burocracia y los poderes estatales. Ahora el capitalismo aprovecha para proponer una nueva privatización de la vida. En tus novelas creo encontrar algo diferente tanto a lo estatal como a lo privado, una especie de anonimato que usando tus propias palabras definiría como “escuálido y conmovedor”. 

—Mira, yo creo que uno de los problemas más graves que tiene la concepción del socialismo que se crea a partir de Stalin, que tiene raíces filosóficas por supuesto en la obra de Marx y en el pensamiento de Lenin, es la imposición de lo colectivo sobre lo individual. Siempre se habló de un bien común en el que todas las individualidades recibirían una parte del beneficio, pero muchas veces ese bien común se construyó en contra de ciertos individuos o no contando con determinadas individualidades. Por eso esta novela que estoy escribiendo ahora plantea el tema de la libertad individual para decidir en determinado momento si se quiere pertenecer o no, si uno quiere estar dentro del grupo o estar fuera, ser parte de la tribu o no serlo, o bien crearse su propia tribu. Recuerdo que cuando yo estaba en décimo grado se creó un destacamento pedagógico y comenzaron las captaciones de futuros maestros. Entonces nos llevaron a un teatro para darnos una arenga y todos tuvimos la sensación de que hasta que no firmáramos la planilla diciendo que queríamos ser profesores no íbamos a salir de aquel lugar. Te estoy hablando del año 71. Y yo empecé a sentir una angustia, porque si algo no podía ser en la vida era maestro, fíjate que jamás he estado vinculado a ninguna universidad, no me interesa, como no podría ser médico porque cuando llevamos al perro a vacunar es mi mujer la que tiene que aguantarlo porque a mí me dan terror las jeringuillas. Y también hubo una época en que aquí en Cuba se le dijo a las personas “tienen que ser médicos, necesitamos muchos médicos, es el llamado de la revolución”. Creo que el socialismo ha manejado muy mal ese asunto, porque la relación debió haber sido mucho más respetuosa de las individualidades y se hubiera obtenido al final mejores resultados.

Cuba está cambiando considerablemente a partir de las medidas tomadas en los últimos meses.

— Los años noventa fueron un cisma en la sociedad cubana y prácticamente se paralizó el país. Yo decidí utilizar la bicicleta para ir a todas partes porque siempre tenía miedo de no poder regresar. Esa paranoia pero con base real, fue creando una cultura del “hacia dentro” que es totalmente ajena al pensamiento y al ser cubano. Luego, cuando la sociedad se empieza a restablecer económicamente lo que se impone es un inmovilismo, pues las prácticas que aparecieron como alternativa de supervivencia en los noventa fueron eliminadas a partir del año 98. Por ejemplo, el fenómeno del trabajo por cuenta propia prácticamente desaparece en el 2000, porque no había una voluntad del Estado de que se mantuviera esta opción. Más allá de si lo que está ocurriendo ahora esté mejor o peor hecho, de que los resultados vayan a ser unos o vayan a ser otros, es innegable que se ha producido algo muy importante: la sociedad cubana se puso otra vez en movimiento. La sociedad se ha dinamizado, los espacios públicos se han revitalizado y creo que tiene mucho que ver con la mejoría económica de la gente. Hoy en día hay personas que legalmente ganan 500 pesos al día. Pero esa gente está haciendo algo que ya es legal, están creando fuentes de trabajo y generando riquezas, están moviendo a la sociedad, están creando espacios de participación social y económica, y eso es importante porque es la única manera de que este país no se momifique. Yo creo que todo este movimiento económico está generando un movimiento social muy curioso, pero también se está estratificando la sociedad cubana de una manera mucho más visible, y lamentablemente va a haber gente muy abajo y otra que va a ir ascendiendo, pero es la única manera de conseguir que el país tenga por lo menos un mínimo de lógica y que funcione. No sé hasta dónde van a llegar los cambios, si al final van a ser exitosos, si la manera en que se está aplicando es la mejor o la peor; todo eso se puede discutir, pero lo importante es que se ha puesto en movimiento la sociedad cubana.

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