El 5 de marzo asesinaron al taxista Héctor Figueroa mientras trabajaba. Una vez descartada la hipótesis de un homicidio en ocasión de robo —no le faltaban sus cosas—, se puso la lupa sobre la víctima. Le habían pegado nueve tiros al llegar a destino con un pasajero, que resultó ser el cómplice de un sicario que apareció caminando cuando el auto frenó su marcha. En la fiscalía cotejaron la posibilidad de que estuviera involucrado en el delivery de drogas, pero esa y otras líneas fueron desestimadas mientras se avanzó en la inspección del celular del taxista y en entrevistas a sus familiares. Quedó dando vueltas un detalle alarmante: las balas 9 milímetros utilizadas tenían la inscripción PSF (Policía de Santa Fe).
El titular del sindicato de Peones de Taxi, Horacio Yanotti, relacionó el homicidio con “un mensaje mafioso” como respuesta a las medidas del gobierno provincial contra los presos”. Un día antes el ministro de Justicia y Seguridad, Pablo Cococcioni, y el gobernador Maximiliano Pullaro habían publicado en sus redes las fotos de reclusos desnudos y maniatados acompañadas por un anuncio: “La van a pasar cada vez peor”.
La posibilidad de que el asesinato de Figueroa quedara acotado a un trasfondo personal y oscuro se agotó la noche siguiente cuando en circunstancias idénticas otro taxista fue acribillado. Diego Celentano levantó en la zona sur a dos pasajeros que minutos después lo mataron con cinco balazos. Además de descartar la hipótesis del robo, porque tampoco le faltó nada, otro dato conectó a ambos casos: nuevamente se trataba de balas de la policía. A los días un informe oficial confirmó que en los dos homicidios se había usado la misma arma.
A esos dos crímenes le siguieron otros dos que terminaron por desbordar a una ciudad que quedó sumida en un miedo colectivo inédito. El 7 de marzo por la tarde fue asesinado el colectivero Marcos Daloia por un sicario que simuló ser un pasajero y le pegó dos tiros en la cabeza. A los dos días, el sábado 9 de marzo por la noche, el playero Bruno Bussanich cumplía sus rutinarias tareas en una estación de servicio cuando lo mató un adolescente que quedó filmado por las cámaras de vigilancia. Antes de escapar dejó un papel que decía: “Esta guerra no es por territorio. Es contra Pullaro y Cococcioni. Así como nosotros llegamos a 300 muertos, estando unidos vamos a matar más inocentes por año. Nosotros no queremos celulares, queremos nuestros derechos. Ver a nuestros hijos y familia y que se respeten. No queremos negociar nada, queremos nuestros derechos. Esto para todos los presos, pabellones y cárcel. Basta de seguir humillando con la familia. Pullaro y Cococcioni carguen con muertes inocentes. Atte: zona norte, zona sur y zona oeste unidos”.
Con las imágenes de ese cuarto asesinato consecutivo viralizadas se instaló una certeza inédita: podía pasarle a cualquiera. Aquel domingo las calles se mantuvieron vacías por los paros de taxistas, colectiveros y estaciones de servicio. Muy pocas personas se manifestaron por un ratito en el Monumento a la Bandera. Fue un fin de semana atípico, con parques, plazas y los bares del gastronómico barrio de Pichincha y la avenida Pellegrini vacíos. Una Rosario desierta, encerrada y desvelada, de la que hablaba superficialmente todo el país.
fierros fríos
Por estos cuatro homicidios la Fiscalía de Rosario imputó a ocho personas como partícipes directos y a otras once por encubrimiento. Alejandro “Chucky Monedita” Núñez, un dealer preso por homicidio, fue acusado como instigador junto a su pareja Brenda Pared, quien habría recibido la orden en sus visitas a la cárcel de Piñero. La hipótesis judicial y gubernamental fue que se trató de una represalia de líderes criminales ante una serie de medidas restrictivas a los presos provinciales y federales de alto riesgo. En el Centro de Justicia Penal, donde se tramita la causa, hay quienes consideran que el gobierno se apuró en instalar públicamente como el instigador de esos crímenes al líder narco Esteban Lindor Alvarado, preso en Ezeiza. Esta versión, aseguran, la hicieron llegar a los medios de comunicación afines luego de una reunión entre funcionarios y periodistas. Los meses pasaron y no hubo avances judiciales que acreditaran la hipótesis.
El endurecimiento en las prisiones es parte del plan que el gobierno provincial diseñó para abordar la problemática de seguridad pública que afecta a Rosario desde hace más de diez años. Pullaro y su equipo adjudican a esta política, junto a otras facilitadas por un paquete de leyes aprobadas en la Legislatura provincial, el descenso histórico en los índices de homicidios desde el comienzo de su gestión. Hasta el inicio de septiembre ocurrieron 66 asesinatos en el departamento Rosario, con una merma histórica en agosto, cuando se registraron dos casos. En esta misma cantidad de meses ya habían ocurrido 190 crímenes en 2023 y 199 en 2022, el año que cerró con la cifra más alta de la historia (288 homicidios). El desplome interanual es del 65% y 66% respectivamente.
Pullaro comparte los laureles con el Gobierno nacional y específicamente con la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, impulsora del Plan Bandera, que coordinó el desembarco de fuerzas federales en los barrios más críticos. En ámbitos políticos y judiciales no alineados al Gobierno desconcierta semejante descenso, incuestionable en términos objetivos, pero que abre serios interrogantes por haber ocurrido de manera tan súbita. La negociación entre los gobiernos con las bandas criminales aparece en experiencias de otras grandes ciudades de nuestro país y el continente como la forma más efectiva para disminuir la violencia urbana en el corto plazo, aunque siempre con el peligro de dar un paso en falso, o de retroceder, y habilitar un nuevo desmadre. Evidentemente nadie puede negar o confirmar con pruebas que en Rosario se haya iniciado un proceso similar. Pero, a la vez, siempre en off, son demasiadas las fuentes del sistema político, penal y de la propia calle las que revelan que acá hubo un pacto. Se basan en un punto incuestionable: el mercado de drogas ilícitas, violentísimo a nivel local de 2013 a 2023, continúa activo, con la misma oferta y con la misma demanda.
Los interrogantes apuntan hacia aquellos jugadores invisibles que hacen posible la permanencia del negocio sin sangre de por medio. “No me imagino a los cabecillas de las bandas planificando un acuerdo general y que a su vez eso tenga una ascendencia. La otra opción es que sean cúpulas policiales las que de alguna forma gerencien una relación ilícita con las organizaciones”, plantea un fiscal. Se refiere a que no es tan viable una cartelización de las bandas que primero pacten entre ellas para cortar la violencia. Un juez analiza lo siguiente: “Antes no tenían con qué regular y ahora sí. Alguien tiene la llave de la violencia y cortó el grifo”.
Rosario tiene una característica particular: largos años de descontrol político en las calles, en la policía y en el servicio penitenciario. Las bandas más grandes propiciaron, con alianzas construidas desde las prisiones, el surgimiento de segundas y terceras líneas que disputaron territorios para el narcomenudeo. Así como aparecieron iban siendo desarticuladas o liquidadas luego de quedar demasiado expuestas por la violencia feroz con la que actuaban. Así como caían unas nacían otras. La vida misma. Luego de un desmadre durante al menos quince años, para mantener semejante negocio sin violencia letal al Estado no le alcanza con patrullar las calles y vigilar mejor a los presos de alto perfil sino que requiere de un acuerdo para que no haya disputas sangrientas. En este escenario aparece hoy la policía, que nunca perdió el control de la calle sino que solo miró para otro lado. La Santafesina como reguladora implica un desafío político hacia adentro de la institución: reordenarla tras años de encontrarse totalmente atomizada por distintas divisiones y comisarías, cada una con sus cajas de recaudación ilegal, que colateralmente habilitaban las disputas entre bandas. Para encaminarla, el Gobierno apostó por un respaldo político que marca una amplia diferencia con la gestión anterior. Los más arriesgados coinciden en que los reguladores en la calle son dos jefes de las áreas policiales más comprometidas: una que controla y patrulla los territorios y otra que maneja las investigaciones complejas que tienen que ver con el entramado narco.
Para darles poder a los uniformados se necesitan más herramientas que armas y patrulleros. La Santafesina cuenta desde diciembre con la ley de narcomenudeo, sancionada en la Legislatura, para intervenir en el eslabón más precario y violento del negocio. Una forma de controlar el territorio bajo presión: si hay violencia hay allanamiento, como ocurrió tras uno de los dos homicidios de agosto. Un funcionario así lo analiza: “No descarto, en el marco de este empoderamiento de las fuerzas policiales y de mayor capacidad de control, que haya algún sector que pueda tener algún tipo de manejo en ese sentido”.
Un integrante de la Justicia federal repara en la posibilidad de que el acuerdo se dé en el marco de las restricciones de los presos tanto en ámbito federal como provincial: “No [es que] brindan privilegios para que así corten con las disputas y baje la violencia sino viceversa: si baja la violencia en la calle los presos salen del buzón”. Sin embargo, se cuida de dejar afuera del pacto a jueces y fiscales: “Pero de ninguna manera puede haber aval judicial en un supuesto acuerdo, es una decisión exclusiva del ámbito político. Así como lo son las restricciones: la Justicia pide control, no pide específicamente que los aíslen en un buzón, esa es una decisión política”.
Las causas judiciales más paradigmáticas contra bandas narco de Rosario fueron las que pusieron tras las rejas a Los Monos y a Esteban Lindor Alvarado, los capos máximos de la ciudad. Si algo quedó expuesto es que no podrían haber funcionado sin la participación de las fuerzas de seguridad, y que así como había disputas entre narcos también lo había entre divisiones policiales. Una característica que se extiende a otros expedientes que ubican a la Santafesina como un componente clave de la criminalidad. Sin embargo, tanto el gobierno provincial como el nacional hacen caso omiso a esa verdad y construyen un discurso público de guerra contra el narcotráfico que se enfoca únicamente en los líderes presos. Pero una regulación de la violencia pactada con las bandas criminales requiere de una sofisticada negociación con todos sus actores, lo que implica, primeramente, aceptar los intereses propios de la policía como principal herramienta reguladora.
El nuevo contexto habilita preguntarse cuál fue realmente el trasfondo de los homicidios de marzo, que se inscriben como un parteaguas en esta historia. Las dudas son válidas en tanto las hipótesis instaladas no se corroboran con evidencias penales. La incertidumbre por la baja de homicidios convive con una amenaza latente: los gatilleros y los fierros están, guardados y fríos, pero están.
retorno del triángulo de poder
Maximiliano Pullaro hizo su campaña repasando su gestión como ministro de Seguridad (2025/2019) durante la gobernación del socialista Miguel Lifschitz. Tras un primer incremento en la cantidad de homicidios, que había tenido su pico en los años 2014 y 2015 con 254 y 234 casos respectivamente, en 2016 logró bajar a 181 muertos y en 2017, a 165. En aquellos tiempos también fulguraban dos funcionarios: Patricia Bullrich en el Ministerio de Seguridad de Mauricio Macri y el actual intendente Pablo Javkin como secretario general del municipio a cargo de Mónica Fein.
La gobernación del pejotista Omar Perotti (2019/2023) allanó el camino de la peor manera: los homicidios por año aumentaron al punto de superar con 288 casos en 2022 la cifra histórica de 271 que se había alcanzado en 2013. Una incapacidad que se manifestó en los intentos fallidos de los cuatro ministros de Seguridad y los once jefes de la policía de Rosario. Desmenuzando esas cifras aparecen otros indicadores sobre las transformaciones cualitativas que se dieron durante ese período en el que hubo un corrimiento constante y vertiginoso de los límites. Los años previos, tras su caída en prisión, Los Monos y Alvarado pudieron seguir manejando desde las tumbas los hilos de sus organizaciones. La gestión Perotti se caracterizó por padecer un estallido de ese fenómeno: segundas y terceras líneas encarceladas supieron que podían diagramar cualquier tipo de delito en el contexto de un descontrol penitenciario. Se incrementaron los homicidios digitados desde las cárceles, más mujeres se metieron en cuestiones narco y fueron asesinadas, creció la cantidad de menores de un lado y del otro de las armas, aparecieron crímenes al voleo, como el del músico Jimi Altamirano, secuestrado al salir de un ensayo con el fin de matarlo y dejar entre sus prendas un mensaje de presos para otros presos, y el del colectivero César Roldán a comienzos de diciembre pasado, a quien ultimaron para usarlo como sobre en una suerte de correspondencia tumbera.
Por fuera de la violencia letal hubo un inmenso incremento de las extorsiones para recaudar dinero apretando a personas de negocios turbios acorraladas entre el peligro de ser delatados o asesinados. Pero también a comerciantes legales y vecinos que terminaban cediendo ante intimidaciones tras algunos avisos a balazos contra sus negocios o viviendas. Hubo ataques a canales de televisión, escuelas e instituciones barriales en las que los peritos además de vainas juntaban carteles con mensajes dirigidos a reclusos o a funcionarios. Esta violencia transversal se devoró a una gestión que había llegado al poder bajo el eslogan “la paz y el orden” como promesa de campaña.
la seguridad avanza
El gobierno de Pullaro comenzó justamente su ciclo con una política clave: la continuidad de lo que se había hecho hasta fines de 2019 en materia de seguridad. Pullaro acudió a sus antiguos compañeros de equipo. Su exsecretario de Asuntos Penitenciarios, Pablo Cococcioni, fue elegido como ministro de Justicia y Seguridad, y su secretario de Seguridad Pública, Omar Pereira, volvió a ocupar el mismo puesto. “El trabajo ya venía de dos años previos a las elecciones porque hacíamos seguimiento de la situación con lo que teníamos, lo que fue el equipo de Seguridad que habíamos trabajado con Pullaro en la gestión anterior”, explica Omar Pereira y agrega: “El plan de seguridad tiene mucho de lo que fue la gestión del gobernador Miguel Lifschitz, no en la tozudez de repetir algo que ya se hizo sino en virtud de lo que había tenido resultados buenos. La aplicación de determinadas metodologías que tienen que ver con patrullajes y con la prevención, un mejoramiento en lo que era la investigación criminal, el trabajo con el Ministerio Público de la Acusación”.
Para las innovaciones el Gobierno contó con una legislatura provincial a su servicio: en pocas semanas aprobaron leyes y reformas necesarias para trabajar sobre lo planificado. La ley de emergencia en seguridad pública para ampliar los presupuestos destinados a equipamientos y salarios policiales, emplear a policías retirados, construir cárceles y otras adquisiciones “mediante procedimientos especiales de contratación en carácter de urgentes”. La ley de adhesión a la desfederalización parcial de la competencia penal en materia de estupefacientes, para construir un equipo de abordaje del microtráfico dependiente de la Fiscalía General de la provincia. La reforma del Código Procesal Penal que otorgó más facultades a la policía y a los fiscales. La ley de ejecución de penas para gestionar las cárceles con el programa de presos de alto perfil clasificados y distinguidos por uniformes de color. Y la ley de inteligencia que convirtió a Santa Fe en la primera jurisdicción del país en contar con una propia.
Otro factor clave que el Gobierno provincial pone sobre la mesa para explicar la fabulosa caída de los homicidios es la articulación armoniosa con el Gobierno nacional. Pereira resalta el Comando Unificado (CU) que trabaja en el marco de la ley de Seguridad Interior: “Por requerimiento de la provincia viene Gendarmería, Prefectura, Policía Federal, Policía Aeroportuaria. Muy aceitado, muy organizado y coordinado con tres reuniones semanales. Se determinaron ocho zonas priorizadas en función de la acumulación del delito, las analizamos con las fuerzas federales que determinaron en qué zonas iban a ocupar. Esas zonas las vamos revisando porque el delito se va moviendo, es dinámico”. El CU funciona, en realidad, desde hace una década pero con demasiados altibajos como ocurrió en la gestión de Perotti, según lo explica Claudio Brilloni, su último ministro de Seguridad. “Los hombres y mujeres que pertenecen a las fuerzas de seguridad federales hicieron lo que pudieron con lo que tenían. Pero, desde lo político, para la prevención del delito esperábamos un poco más. La impronta de Nación actual es distinta”, resalta Brilloni, quien pegó el salto de garrocha y ahora fue designado por Bullrich como director de Gendarmería Nacional.
narcoterrorismo mediático
Si la gestión anterior cometió un error inicial fue ponerse a la policía en su contra. A comienzos de 2020, Marcelo Saín, el primero de sus ministros de Seguridad, dijo ante un centenar de uniformados que no iban a defender “ni la malversación de un cucurucho de helado”. Pullaro, estratégico, mostró, por el contrario, su respaldo al anunciarles que planeaba indultar a policías presos poniendo como ejemplo el caso de un agente condenado a veinticinco años de prisión por matar a dos ladrones. Con esa buena letra buscó reordenar a la caótica Policía Santafesina sin sobresaltos que pudieran repercutir en la calle. El Gobierno supo tomar nota de una serie de balaceras con mensajes amenazantes a Pullaro y Cococcioni. El primer ataque fue el 12 de diciembre, a dos días del comienzo de la gestión, contra un cajero automático. Al rato, esa misma noche, otro contra el Hospital de Emergencias. “Son reacciones que estaban previstas. Me hubiera sorprendido si no hubieran ocurrido”, dijo Cococcioni y atribuyó los tiros a una represalia orquestada desde alguna cárcel.
Para fines de febrero, cuando tres policías fueron imputados por encubrir seis de esas balaceras, ya había calado hondo social y mediáticamente el discurso oficial sobre la reacción de presos ante la severidad de las nuevas políticas penitenciarias. A los policías sospechados los acusaron de trabajar para Mauricio Ayala, líder prófugo de una banda barrial, a cambio de cinco millones de pesos. Tenían en su poder, no se sabe cómo, las tres armas utilizadas en esos ataques y las plantaron en el auto de un miembro de Los Tripi, un grupo rival. La gente de Ayala los acusaba de haberlos delatado con la policía y hacerles perder 200 kilos de marihuana. En medio de ese escándalo el referente de Los Tripi fue asesinado a tiros horas antes de la audiencia imputativa a los policías. El fiscal a cargo de la investigación, Franco Carbone, destaca que uno de los policías imputados trabajaba en el Centro de Justicia Penal. “Es dormir con el enemigo. Son personas que conocen cuáles son las dinámicas de investigación nuestras”, dice y remarca: “Después de esto, llámese casualidad o no causalidad, terminaron las amenazas con mención al gobernador y balaceras en ese sentido”.
Los sucesos de marzo llevaron a los funcionarios y a sus usinas mediáticas locales y nacionales a hablar por primera vez de narcoterrorismo. Pero de esas exclamaciones desesperadas, en medio del caos, con una ciudadanía harta, encerrada y con miedo, se pasó al reciente anuncio exultante de un mes de agosto con tan solo dos homicidios en Rosario, un registro inédito en los últimos veinte años. No se sabe cuánto puede durar, ni de qué depende. O sí, pero nadie se anima a admitirlo.