Un fantasma recorre la Argentina | Revista Crisis
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Un fantasma recorre la Argentina
Lo que sigue es una imperdible charla publicada en la crisis de finales de la década del ochenta entre un desencantado Claudio Uriarte, quien luego escribiría la memorable biografía de Emilio Eduardo Massera, fuerte crítico de las izquierdas, y el intelectual marxista Alejandro Horowicz, autor del fundamental “Los cuatro peronismos”. El clima de la conversación es la llegada al poder de Carlos Menem y la certeza de que el neoliberalismo se ha impuesto furiosamente desde arriba y abajo.
18 de Agosto de 2023

El fantasma del capitalismo. Como una promesa, un paraíso y aquello que "todavía no ha llegado aquí", que es etimológicamente la definición de una utopía, el capitalismo, en su versión neoliberal, aparece como el horizonte al que mirar, el futuro al que aspirar, el destino que podría conseguir nuestra legitimación, de un modo inverso a aquel en el cual la perspectiva inminente de la Revolución, en el pasado, justificaba las operaciones revolucionarias. La totalidad del espectro político argentino habla en una y otra forma del capitalismo, "desconectado" de los centros de poder mundial o no, en un país donde hasta el equipo económico del aparato del Estado es elegido por una corporación empresaria; el capitalismo estaría aquí pero no del todo, habría un capitalismo mejor, que sería el capitalismo plenamente realizado. Alejandro Horowicz, autor de Los cuatro peronismos y de una Historia Política del Golpe de Estado (en preparación) dialogó sobre el tema con Claudio Uriarte, periodista, narrador y analista político actualmente volcado a los procesos de reforma de mercado en los países del Este (NdE: Uriarte falleció en 2007). Siguen extractos de una conversación, a menudo polémica, sobre qué es utópico, qué es liberal y qué es capitalista en la utopía liberal capitalista, contra el trasfondo de la derrota política y ese otro fantasma negativo: la Revolución.

La Argentina es un país capitalista, donde las clases dominantes tienen un dominio históricamente inédito del aparato del Estado, donde las relaciones de propiedad nunca fueron seriamente cuestionadas. En este país, hoy, se habla del capitalismo, y del liberalismo, como si fueran propuestas diferenciadas, un "no estar aquí" (utopía es lo que no está aquí): en un plano más grotesco, inclusive, un ex líder montonero explicó su apoyo a Menem sobre la base de "relanzar el capitalismo". ¿Cómo es que el capitalismo resulta una utopía en un país tan capitalista?

—Gramsci escribió en Il Ordine Nuovo un artículo titulado "La Revolución contra El Capital". Sostiene que el texto de Marx, en la Rusia zarista, era un libro de la burguesía, explicaba que el desarrollo del capitalismo ruso era una tarea del porvenir. Gramsci creía que esta lectura de El Capital era responsabilidad de Marx, que se debía a las incrustaciones positivistas del texto. Es posible interpretar este fenómeno desde otra perspectiva. La Revolución Rusa es una revolución contra esa lectura de El Capital (referenciado en el capitalismo inglés) y no una revolución contra el texto. El carácter conservador de esta lectura remite a la II Internacional, y no a Marx.

 

 ¿Cómo es que el capitalismo resulta una utopía en un país tan capitalista?

 

¿Vale decir que, en la Rusia zarista, El Capital funcionaba como un manual de instrucciones sobre cómo construirlo?

—Esa era la lectura menchevique. Por eso, Rosa Luxemburgo, en su caracterización de la socialdemocracia alemana recuerda que la centralidad de esa fuerza se asienta en la derrota de la Comuna de París. Vale decir, en la derrota del movimiento socialista revolucionario como despliegue del sujeto social, autoorganizado en comuna revolucionaria. Esto es, en dictadura proletaria. Digamos entonces que este abordaje del texto de la "utopía capitalista" por así decirlo, tiene un eje central: la derrota de la clase revolucionaria en manos de la burguesía francesa. Esta derrota hizo posible esa lectura utópica.

Volviendo a esta parte del mundo, el movimiento comunista en la Argentina, la división del Partido Socialista en Partido Socialista Internacional, no dispuso de un cuadro de intelectuales marxistas en condiciones de resolver con eficacia política y solvencia conceptual el programa de la III Internacional. Mariátegui no se había hecho presente.

A partir de 1928, con la creación del Buró Latinoamericano de la III Internacional, y de las tesis de la liberación nacional que la Comintern elabora para toda America Latina, la reflexión revolucionaria tiene como horizonte el desarrollo, el desenvolvimiento, la constitución del capitalismo independiente. Esa es la primera utopía capitalista. Sobre esa utopía, se enancaron todas las demás. Esto es, sobre el retroceso revolucionario de la clase obrera en el mundo entero.

¿Por qué el capitalismo independiente es una utopía en la Argentina?

—Por lo general, el problema del desarrollo capitalista se aplana como desarrollo de la burguesía, y el de la burguesía, como realización de las tareas democrático-burguesas. Esas tareas, como la puesta en marcha de la revolución nacional. Esto es, se adjudica a una formación histórico social un cierto recorrido prefijado que se realizará de un modo u otro. En el más jacobino de los casos se reemplaza a la burguesía por el proletariado autoasignándole el rol de protagonista de la revolución nacional. Esta es una lectura estrechamente nacionalista. Ya que oscila entre la burguesía como protagonista central de la revolución nacional o, en su defecto, la reemplaza el joven proletariado, olvidando, pequeño detalle, que el capitalismo independiente no existe ni para los países dependientes ni para las burguesías de los países centrales. Esto es, olvidando la gramática de la economía política burguesa en el mercado mundial. Cuando el marxismo habla de la independencia sitúa el problema en el plano de la lucha política, esto es en la resolución de la cuestión agraria y la formación del Estado nacional como mercado unificado, política y económicamente unificado. Concluir que ese mercado puede desconectarse del mercado mundial en una u otra dirección, con uno u otro propósito, es garantizar la descomposición de ese proceso revolucionario. Los ejemplos abundan hasta el hartazgo.

Por eso, la utopía de la revolución burguesa en la Argentina no está en 1990, ni en el año 2000. Está en 1830, en Inglaterra. Está en Manchester, en el capitalismo victoriano.

Tengo la impresión de que los neoliberales, los neoconservadores, son como trotskistas del capitalismo. Me explico: los trotskistas, por ejemplo, cuando hablan de Alemania Oriental, o de la Unión Soviética, hablan de "estados obreros degenerados", mientras los liberales, si bien de distinta forma, aluden a países capitalistas trabados por el Estado, a países que podrían ser otra cosa si no fueran lo que son. En los dos diagnósticos yo tengo una impresión de falacia, y la pregunta sería: ¿hay más capitalismo argentino más allá del capitalismo que hay? ¿O el capitalismo argentino es el capitalismo que puede haber en la Argentina? El reverso: el capitalismo argentino, ¿se parece al socialismo de Alemania Oriental?

—En La lucha de clases en Francia, Marx alude a un cierto tipo de organización política, contándola como una organización que no debe cambiar absolutamente nada, a la que sólo le basta que la realidad se vaya aproximando a sus tesis, y en un momento dado -esto ya no lo dice Marx- realidad y tesis se vuelven una misma cosa, y, demás está decirlo, la dirección de la organización está en condiciones de decir "nosotros lo profetizamos". Todos sabemos que un reloj parado, dos veces al día da la hora exacta. Lo que no podemos saber es cuándo. Es decir, no sabemos nada. Cuando alguien nos cuenta que el capitalismo argentino, como una suerte de capitalismo degenerado, tiene la mirada puesta en un capitalismo perfecto, es decir en una hipótesis del capitalismo, al respecto podemos decir dos cosas: que el capitalismo desenvuelto, que el escenario de la utopía capitalista, es un basural de lujo. De modo que si nos quieren llevar en esa dirección, a ese territorio, nosotros les decimos: de ninguna manera. Pero hay algo más grave todavía, y es que ese basural requiere de estos suburbios. Dicho de otra manera, que la tasa media de ganancia se obtiene allí con el basural y aquí con los suburbios, y que la tasa media de ganancia de los suburbios es, en buena cantidad de casos, mucho más abultada que la del basural. Pasado en limpio, que el misérrimo capitalismo dependiente argentino construyó un subproducto fundamentalmente desenvuelto: la riquísima burguesía argentina, que guarda en los cofres del capital financiero internacional, entre tantas otras cosas, la deuda externa argentina. De modo que la utopía capitalista se ha realizado. En dos lugares: en el albergue Warnes, como sombra de la clase obrera, y en el Empire State Building, como sombra de la burguesía argentina.

 

el misérrimo capitalismo dependiente argentino construyó un subproducto fundamentalmente desenvuelto: la riquísima burguesía argentina, que guarda en los cofres del capital financiero internacional, entre tantas otras cosas, la deuda externa argentina.

 

Cuando hablás de "basural de lujo", hay que tener en cuenta que no sólo es el suburbio sino también el Segundo Mundo y hasta el centro el que quiere llegar al basural de lujo. Miles de alemanes orientales cruzan a diario la frontera para llegar al basural de lujo, la Unión Soviética misma está tratando de llegar al basural de lujo: la economía socialista de mercado, como aquí la economía popular de mercado. Incluso en sociedades capitalistas desarrolladas, como las de Europa Occidental y los Estados Unidos, se habla del basural de lujo como el estadio al que hay que llegar, del Estado y las regulaciones como el coágulo que hay que disolver para que se desaten las fuerzas. Cuando tantos tratan de llegar al basural, ¿de qué basural estamos hablando? ¿Basural en relación a qué?

—Antes que otra cosa digamos que se trata de un horizonte construido por la revista Fortune, es decir para el Primer Mundo, todos sus integrantes deben vivir como los hermanos Rockefeller; para las clases subordinadas del Primer Mundo, para los marginales se trata de dejar de ser subordinadas no como clase sino abandonándola e incorporándose a la clase antagónica. En una palabra: todos entienden su situación como una transición al basural al que no acceden, como una falta por desenvolver. Es decir, la victoria ideológica del capitalismo es tan intensa, la profunda, el desarme intelectual y moral tan extremo, que resultan canjeables por un plato de lentejas.

¿Pero cuándo las clases oprimidas se imaginaron a sí mismas en un lugar dominante, sin reemplazar meramente al sujeto del dominio en una estructura de dominación ya dada?

—Juan Carlos Marín sostuvo, en una conversación con Roberto Jacoby, que no es el paradigma de la sociedad futura la que mueve a ninguna clase dominada, sino la insoportabilidad de la sociedad presente la que empuja hacia su derrocamiento. Rediciendo una adecuada fórmula de Lenin, la revolución se hace cuando los de abajo no soportan más y los de arriba no se imaginan cómo. Esto es cierto. Pero requiere algunas puntualizaciones. La posibilidad de soportar está determinada, entre otras cosas, por la convicción de que es posible dejar de soportar, y esta convicción está históricamente determinada. Lo que en condiciones de ascenso resulta insoportable, en las de descenso resulta dulcemente tolerable, y en las de derrota casi añorable. Para que esto no parezca literatura, la victoria del general Bussi en Tucumán resulta una prueba palmaria de esta afirmación. Como la degradación desde 1976 hasta la fecha permite construir una escala descendente día a día, el Proceso es añorado como una época de oro, y dentro de poco el gobierno del doctor Alfonsín será recordado como una jornada de gloria de la democracia argentina. No se trata de un relativismo miserable, sino de las condiciones de reproducción ampliada a la derrota.

Tenemos sobre El Capitalen Rusia, tres lecturas que aparecen. Una, la de Gramsci, que citaste, de una revolución que está dirigida contra su libro de referencia, o más bien contra la lectura que de ese libro hacen la burguesía liberal y los mencheviques (y libro y lectura son, en este caso, lo mismo). Otra lectura, que no fue formulada como tal, pero que puede articularse desde los pensamientos de su autor, que van a chocar en algún punto con la interpretación de Gramsci, es la de Trotsky. Trotsky sostiene que esa burguesía liberal y que esos mencheviques que leían El Capital eran impotentes históricamente para realizar el capitalismo; que solamente la clase obrera y su partido de vanguardia podían realizar las tareas burguesas incumplidas, saltando de golpe, y simultáneamente, al socialismo. En esta época tenemos una tercera lectura, que es la de Gorbachov. La de Gorbachov no es una lectura formulada explícitamente, pero se deduce claramente de la política, y del discurso de Gorbachov. Dice así: ahora, el capitalismo. Ahora El Capital. Entonces, se me ocurre que Gramsci y Trotsky pueden no haber tenido razón, y sí Gorbachov. Que tal vez, la "Revolución contra El Capital" y la "revolución permanente" pudieron haber sido sólo las operaciones políticas necesarias, y los 70 años desde entonces la elipsis político- social-militar requerida, para que Rusia se planteara poder leer, como un buen manual de instrucciones, El Capital, de Marx. ¿Esto es así?

—La burocracia soviética lee partes de inteligencia. Marx es un subversivo para los Estados Unidos, y un autor insoportable para la "nomenklatura". No insoportable por revulsivo sino "un pensador del siglo pasado". De toda su obra, el texto más intransitable es precisamente El Capital y el modo en que un soviético lo lee es un manual de la Academia de Ciencias. Es decir, no es. El marxismo occidental conoce múltiples abordajes de este complejo, rico y decisivo texto, de este continente del conocimiento. Ni uno solo de esos abordajes corresponde a un soviético contemporáneo. Es posible que el renacimiento de la lectura marxista occidental en la que está incluida El Capital sólo resulte imaginable cuando el discurso socialista quede del otro lado de la frontera burocrática, es decir cuando pierda su condición de discurso oficial. Hace cincuenta años, por lo menos, desde los Juicios de Moscú, que el marxismo no recorre ningún segmento significativo del PCUS, ninguna franja socialmente representativa de la sociedad civil. Gorbachov sigue atentamente la curva de derrumbe del Producto Bruto Interno: eso es todo. Atribuirle cualquier otro lugar es una exageración periodística. Nos quedan en consecuencia dos autores, y un problema: la Revolución Rusa.

Pero parece que los 70 años de "socialismo real" lo único que han producido es la utopía capitalista...

—Una idea iluminista construyó un modelo de la historia de la revolución. A una hora, en un día y en un año determinados sucedía algo que los tiempos leerían por siempre del mismo modo. Algo había cambiado tan radicalmente que nada de lo que después sucediera podría modificar esto que ya sucedió. Tanta ingenuidad produce ternura. Como la Revolución Rusa no era más que el puntapié inicial de la revolución socialista planetaria solo restaba saber por qué meandros recorría en Pekín y en Angola, en el Cuerno de Africa y en El Salvador esta lucha incesantemente victoriosa. Nos habíamos olvidado de un pequeño detalle: la revolución socialista no es una suma de revoluciones nacionales sino su negación dialéctica, es decir, la destrucción de las fronteras nacionales por la irrupción de un sujeto universal políticamente construido. Pero la Revolución Rusa no pudo superar sus fronteras nacionales. El que las superó fue el Ejército Rojo. Con la fuerza de los talmudistas quisimos ver en uno el reemplazo instrumental de la otra. Nos desengañamos. El socialismo no puede sino ser el modo que la clase obrera se da para resolver sus problemas en la arena del mercado mundial. Cuando sucede otra cosa no siempre queda claro en presencia de qué estamos, y éste, debemos resignarnos, es un problema teórico a resolver. Algo sí queda en claro, y es en presencia de qué no estamos. Y esta ausencia, esta falta, resignifica el sentido no sólo de la Revolución Rusa, sino hasta de la Revolución Francesa. Charles De Gaulle, en sus conversaciones con André Malraux, sostenía que la rusa era la última revolución del siglo XIX. Se trata de una apreciación programáticamente reaccionaria. Sin embargo, si la clase obrera de Europa Oriental y la Rusia asiática no es capaz de derrotar la nomenklatura contrarrevolucionaria en transición al capitalismo, si nos tocara la trágica suerte de tener que reelaborar una gigantesca Comuna de París, será preciso reconocer que el capitán francés que combatió en Varsovia al Ejército Rojo y el aviador de la República española tuvieron una execrable razón. Con el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia tratamos que así no sea.

 

Una idea iluminista construyó un modelo de la historia de la revolución. Algo había cambiado tan radicalmente que nada de lo que después sucediera podría modificar esto que ya sucedió. Tanta ingenuidad produce ternura.

 

Si la Revolución Rusa era un movimiento que fundaba su legitimidad en las revoluciones que iban a ocurrir después, el no ocurrir implica que esa revolución no tiene legitimidad. ¿De qué estamos hablando, de una revolución o de un golpe de Estado, como punto de partida de la historia?

—La victoria es irremplazable. Ninguna explicación puede sustituirla. Dando muestras de su notable capacidad de previsión, Marx no orientó a los trabajadores parisinos en dirección a la conquista del poder. Sin embargo, cuando se lanzaron en esa dirección no vaciló un instante, y caracterizó ese movimiento como el asalto al cielo. Lenin organizó, disciplinó, educó, a una generación de revolucionarios rusos en la difícil tarea de la conquista del poder. En términos instrumentales su éxito resultó inequívoco, y este debate se desenvuelve no sólo por la riqueza y potencia del movimiento en que se sustentó sino en su notable y adecuada comprensión teórica. La Rusia soviética debía ser el prólogo de la revolución socialista europea. Si así no sucedía, estaba condenada. Y este dilema en 1989 sigue presidiendo la historia universal no menos intensamente que en 1917. En ese sentido, la legitimidad de la revolución, de la teoría revolucionaria, resulta abrumadora. Al mismo tiempo, la capacidad de la clase obrera europea de autoorganizarse ha mostrado serias, graves, terribles falencias. Y la dirección política originada por la Revolución Rusa, terrible es admitirlo, resultó destruida. A caballo de ambas derrotas el destino del socialismo y de la humanidad en su conjunto quedaron en entredicho. En el Manifiesto Comunista, Marx plantea cruelmente esta alternativa, entre la dictadura del proletariado y la descomposición de la historia. Si finalmente la historia no consiguiera ser remontada, este fragmento derrotado será, en definitiva, la única posibilidad que fue capaz de construir, para salvar, ese basural sanguinolento.

Pero entonces tenemos que afrontar una conclusión muy triste, que mientras los utopistas del capitalismo liberal nos prometen una otra cosa que en realidad disfraza el capitalismo que es, el "capitalismo real", porque no puede ser de otra manera, del mismo modo quizá la idea socialista no se realizó porque no podía realizarse, proponemos un socialismo utópico cuando sólo hubo dominio, burocracia y competencia con el basural de lujo.

—Alguien dijo que el destino era una biografía contada del revés. La historia ex post facto tiene un siniestro parecido con esta versión del destino. Los marxistas acordamos en un punto: el devenir, en ciertas condiciones resulta modificable, y sólo en esa medida lo devenido puede transformarse en otra cosa. Pero si esta modificación resultó inviable, la pregunta se reformula así: qué derrotó la revolución. El viejo topo de la historia reinicia una y otra vez sus interrumpidas labores. Sólo resta saber si dispone del sujeto y del tiempo requeridos para culminarlas. En ese sentido, la historia, como toda actividad humana, resulta profundamente lábil, y constituye una apuesta en la que podemos salir derrotados. La derrota de la historia y la inexistencia de Dios se parecen en un punto. El siguiente: a los muertos, y a los derrotados, este problema no les compete. Con un agregado: deja de ser competencia de casi todos.

Podría agregarse que el argumento de toda vida, por lo menos de toda vida que merezca ser vivida, es la contradicción al destino, al destino bajo el cual esa vida se inscribía...

—Ese es, por cierto, un excelente punto de partida.

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