Que el siglo XX fue el siglo de las ideologías, los extremos, el pasaje al acto de ideas políticas y sociales largamente incubadas en el seno de la Ilustración y sus consecuentes derivas igualmente heroicas y horripilantes es un asunto sobre el que se ha llegado a un consenso casi unánime. En espejo, el siglo XXI parecería, habiendo nacido bajo el signo del fin –otro lugar común– de los grandes relatos, una época caracterizada por la confusión y el reacomodamiento de lo nuevo, por una marea de novedades tecnológicas que se sobreimprimen sobre los movimientos tectónicos de las placas geopolíticas que la Guerra Fría había congelado, por un incesante flujo de información que desdibuja las fronteras de lo conocido y nos arroja a la incertidumbre de lo desconocido. Como en el siglo anterior, en este hay guerras, crisis del capitalismo, catástrofes, movimientos de desahuciados globales, organizaciones terroristas clandestinas, países que se hunden y países que experimentan súbitos booms. Pero aún las imágenes que recibimos no calzan del todo en una narrativa que le proporcione un sentido que sea, más o menos, aproximadamente, compartido por aquellos que se interesan en racionalizar la Historia en términos de algún sentido racionalizable, como una flecha oscilante que, no obstante, avanza.
Sin embargo, quizás el siglo XXI sí tenga una narrativa histórica que permea las discusiones contemporáneas, aunque se trate de una narrativa que se niega a decir su nombre, que rehúye identificarse políticamente. Un gran relato que no se asume como tal: después del fukuyamismo de los neoconservadores que pretendieron darle la espalda, aliviados, al siglo de los totalitarismos, los proyectos utópicos trascendentales y los genocidios ideológicos, el nuevo discurso que ordena los acontecimientos de este siglo se vuelve hacia las máquinas y hacia la promesa de la conectividad virtual como horizonte de resolución de los problemas de la humanidad. La secuencia histórica es elocuente e irónica: la caída de los últimos regímenes comunistas es contemporánea a la expansión comercial de internet, con su salida al mundo después de abandonar los estrechos límites de las universidades y dependencias militares en que se había desarrollado. Primero fueron los gurús de Silicon Valley, esos antiguos nerds de los años setenta que con la expansión de las computadoras personales se convirtieron en millonarios de la vanguardia tecnológica, los que anunciaron la llegada de la nueva y gloriosa “Era de la Información”. Y a ellos le siguieron periodistas, académicos, intelectuales y asesores políticos que dispersaron la noticia de que habíamos, al fin, dejado atrás las sombras de la prehistoria para entrar a una época en la que la solución de los más persistentes problemas públicos estaría cerca gracias a las nuevas tecnologías del mundo digital. Y por supuesto, ese entusiasmo tenía bases concretas en qué sostenerse: no se trataba de una prédica cientificista desligada de la realidad de todos los días, las nuevas máquinas, las nuevas redes, los nuevos dispositivos y medios de comunicación se popularizaron geométricamente y detrás de ellos estaban empresas que redefinían el perfil del capitalismo del siglo XXI con una producción aparentemente inmaterial, disruptiva, amigable con los consumidores y que se postulaba al servicio de un mundo mejor. ¿Qué puede ser más atractivo?
A ese tipo de ideología que considera a internet como una fuerza de la naturaleza que no puede ser cuestionada, a riesgo de militar en las filas de la reacción, Evgeny Morozov la denomina internet-centrismo. Las más de 400 páginas de La locura del solucionismo tecnológico, un libro que puede ser leído como un ensayo contra las ambiciones culturales, contra las premisas fundamentales de gran parte del pensamiento mainstream contemporáneo y contra las ilusiones de la tecnocracia, cargan contra el discurso que erige a los desarrollos de las nuevas tecnologías asociadas a la conexión de dispositivos que permiten un flujo incesante de información de sus usuarios en una revolución histórica. Si el internet-centrismo piensa a las nuevas tecnologías como un quiebre de paradigma sólo comparable a la invención de la imprenta y, antes, de la escritura alfabética, cualquier cuestionamiento que se eleve contra algunos de sus efectos cae inmediatamente en la acusación de retardar el progreso inevitable, de ser un irredento ludita que no acepta que la red ha llegado para siempre a cambiar nuestras formas de vida. Por eso, y este es el objeto central del libro de Morozov, internet aparece como una fuerza ahistórica, caída de los cielos, una fuerza disruptiva que se lleva por delante cualquier obstáculo. No es para nada extraño ni casual que el discurso de los gurús de internet, o de los intelectuales y periodistas que divulgan su relato, suene tan parecido al de los economistas liberales que propugnan al mercado como instrumento para solucionar todas las patologías sociales. La red y el mercado no sólo funcionan análogamente en la realidad (después de todo las empresas tecnológicas forman parte del sector que más inversiones y más valor producen) sino que también comparten ese tono milenarista que se imagina como una revolución virtuosa que habrá de sacar a la humanidad de las sombras.
Con estas premisas, el solucionismo consiste en la aplicación de los principios de internet, de sus lógicas y sus potencialidades, a ámbitos de la vida cotidiana que hasta hoy habían permanecido más o menos distantes de los paradigmas de la red. Así la política electoral, por ejemplo, con sus opacidades y sus hipocresías, podría ser “solucionada” aplicando el modelo colaborativo de Wikipedia, con los ciudadanos convertidos en usuarios de plataformas online en la que se discuten y se votan los proyectos de ley. O las agencias estatales de promoción cultural pueden ser reformadas según el modelo de crowdfunding en el que los aportantes anónimos deciden qué obras merecen ser financiadas y cuáles carecen de mérito para realizarse. También el periodismo y la industria editorial pueden ser (y lo están siendo, de hecho) revolucionados gracias a la enorme masa de datos personales que los usuarios entregan a la red para, por ejemplo, lograr una personalización completa de las noticias y los contenidos editoriales que cada persona recibe: medios diseñados a medida de cada uno, sólo con las noticias que, gracias a los algoritmos, la red “sabe” que nos interesan. Y lo mismo vale para los avances sobre campos mucho menos plásticos como el sistema de transporte (el ejemplo de Uber es conocido, pero casi nadie sabe qué hace Uber con el flujo de datos que consigue de sus usuarios), o el sistema de salud (ahí están los dispositivos inteligentes que monitorean las 24 horas los indicadores físicos y disparan alertas para inducir conductas más “saludables”), o la prevención del delito con sus cámaras provistas de software de reconocimiento facial o de análisis de la conducta en base a los perfiles publicados en las redes sociales. La promesa es esa: transparencia, apertura, colaboración, información, la tecnología al servicio de un mundo mejor.
Las objeciones de Morozov a esta ideología, y esto lo distingue de la mayor parte de los críticos de internet, es que no apuntan a algún tipo de nostalgia del mundo analógico, a un cierto romanticismo que añora la vitalidad del “mundo real” frente a la supuesta palidez de lo “virtual”, a alguna clase de heideggeriano temor a la deshumanización que traerían las nuevas tecnologías. Sus objeciones, más bien, tienen que ver con un cuestionamiento al fetichismo que envuelve toda la discusión pública sobre las nuevas tecnologías digitales. En medio de toda la retórica optimista sobre los impactos benéficos de internet lo que en realidad hay es una ausencia completa de complejidad sobre las relaciones entre la tecnología y la sociedad. En vez de pensar internet como un complejo constructo social en el que se intersectan la economía, la política y la larga historia moderna de la técnica y la ideología, los solucionistas la piensan como un entorno natural que no puede ser cuestionado. En vez de preguntarse por las consecuencias concretas que cada aplicación tecnológica tiene sobre las motivaciones de los individuos, sobre sus conductas, sobre el tipo de finalidad deseable que se querría alcanzar, los solucionistas colocan a internet como premisa inicial de la que se desprende que todo lo que tenga algún parecido con la nebulosa imaginería digital (todo lo que sea wiki- algo, e- algo, smart- algo) es automáticamente considerado como positivo. Las objeciones de Morozov se dirigen a poner en cuestión la naturalización invisible que rodea a internet y a poner en duda que muchos de los problemas que los solucionistas identifican y quieren reparar en realidad no constituyen problemas en absoluto.
Así, la opacidad de la política real, su ambigüedad y sus compromisos oscuros son parte de la complejidad inherente a una actividad constituida por el conflicto de intereses y valores y no una “falla” de un sistema analógico envejecido que debe ser reemplazado por la transparencia de las redes sociales. Lo mismo vale para un periodismo que no se restrinja a la publicación de contenidos elegidos en base al número de clics, dejando de lado noticias menos monetizables pero más importantes para la vida pública, aunque eso sea visto desde la perspectiva del internet-centrismo como una resistencia a amoldarse al gusto de los usuarios. Al igual que otras ideologías basadas en un concepto todopoderoso (como el mercado), el internet-centrismo es antielitista y sólo confía en la verdad que emana del mayor número. De ahí que sueñe con un mundo sin intermediarios, sin mediaciones entre los usuarios y las empresas que generosamente ponen a disposición sus innovadoras aplicaciones. Adiós a los críticos de arte o de gastronomía o de libros, reemplazados por los rankings elaborados por los usuarios; adiós a los sindicatos siempre empeñados en obstruir el contacto directo entre los consumidores; adiós a las editoriales y las discográficas con sus elitistas decisiones sobre qué es digno de ser publicado, bienvenida la autopublicación y la aspiración al reconocimiento entre desconocidos.
A pesar de su edad (apenas 32 años) Morozov tiene una biografía que lo pone en guardia contra los sueños utópicos de cambio social sustentados en proclamados quiebres históricos. Nacido en 1984 en la entonces República Soviética de Bielorrusia, en una ciudad industrial llamada Saligorsk, donde la mitad de la población trabajaba en una mina de potasio, Morozov emigró a finales de los noventa a Berlín para trabajar como activista en una ONG dedicada a fomentar el periodismo online en Europa del Este. Fue un joven creyente en el potencial emancipador de las nuevas tecnologías y creyó ver ahí las nuevas armas de la época para derrotar a los regímenes postcomunistas que sucedieron a la URSS. Años después, desengañado, se convirtió en un crítico aguafiestas del tipo de discurso eficientista y tecnocrático que tanto entusiasmo produce en eventos como las charlas TED. No es arriesgado pensar que esa infancia en el agonizante experimento soviético lo haya puesto para siempre en guardia contra la ambivalencia neurótica de las utopías sociales que, al mismo tiempo que se proclaman como una fuerza de la historia imparable, ven a sus disidentes como peligrosas amenazas y se piensan como respuesta única, incuestionable, a todos los problemas que ellas mismas crean. Como el viejo sueño ya olvidado del socialismo científico, como en el sueño todavía activo del libre mercado, la ideología de internet explica todo y es la solución para todo. Resulta un poco irónico estar otra vez en el mismo lugar.
La locura del solucionismo tecnológico, de Evgeny Morozov
Capital Intelectual + Katz, 2016, 441 páginas.