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todo el poder a los blancos
El avance de la ultraderecha en el mundo fue corriendo la línea de lo que se puede decir, hacer y desear en materia racial. Y Argentina no está exenta de estos desplazamientos. El dato coyuntural se conecta con corrientes más profundas que traen memorias de racismos e ideas supremacistas, bien asentadas en nuestras élites estatales. Un perfil de Alejandro Bunge, personaje clave de la primera mitad del siglo veinte, que proclamaba “una nueva Argentina” posliberal.
Ilustraciones: Nicolás Daniluk
06 de Septiembre de 2021

 

En los últimos años los discursos racistas han ganado intensidad y presencia en el espacio público, las redes sociales y también, como menos obscenidad, en la escena política mainstream. Discursos de inferioridad que se complementan con importaciones recientes como el temor al Gran Reemplazo, es decir, a la desaparición de la población definida como blanca, presente en los supremacismos norteamericanos, donde las ultraderechas argentinas se miran tanto como en el mar de Miami. Recordemos que en un perfil sobre Javier Milei publicado en esta misma revista, el economista reconocía que su máximo referente actual era Donald Trump.

Pero existe otro universo en el que identificar y reconocer elementos racistas resulta más incómodo: el de las narrativas y orientaciones políticas que se reconocen en el amplio territorio de las posiciones progresistas (liberalismos, izquierdas, desarrollismos, peronismos), para quienes la búsqueda de la igualdad y la justicia es un imperativo. Esas pinceladas no se expresan necesariamente como enunciados explícitos y su existencia aparece menos obvia: habitan en conceptos, tradiciones teóricas, expectativas, horizontes. Pero no se trata de aplicar una cultura de la cancelación sino de reconocer las dimensiones en que cierto racismo sigue activo, para desmontarlo.

Por eso vale la pena volver sobre la figura de Alejandro Bunge. Durante las primeras cuatro décadas del siglo veinte, Bunge fue un personaje clave: intelectual, editor, funcionario público y empresario con ideas racistas, a la vez que modernizantes e industrialistas, favorable al desarrollo económico con redistribución, apólogo de la soberanía nacional y crítico de ciertas prácticas de las clases dominantes en nuestro país. Bunge sostenía que la conservación y crecimiento de la raza blanca era una condición necesaria para el crecimiento y la modernización del país. En su último libro, Una nueva Argentina, publicado en 1940, presentó casi un programa de gobierno -podríamos decir una biopolítica- diseñado para evitar lo que entendía como una catástrofe venidera en aquel entonces: la reducción demográfica de la población blanca y con ella la caída en un empobrecimiento generalizado.

El momento de edición, las hipótesis, operaciones y modelos de país presentes en Una nueva Argentina lo vuelven un libro fascinante y en cierto sentido sorprendente para mapear el racismo después de 1930. A más de medio siglo de su muerte, Bunge sigue siendo un intelectual inspirador para diversos programas y horizontes políticos e imágenes de cómo debe ser y de qué debería estar hecho este país en el futuro. Revisitar sus posiciones resulta útil para reconsiderar aspectos solapados de su legado.

 

la distinción

Los Bunge llegaron a Buenos Aires, procedentes de Alemania, durante el primer tercio del siglo XIX y se ensamblaron a la clase dominante porteña como comerciantes. Más tarde, una rama de la familia devino terrateniente mientras otra se ligó a las profesiones liberales, la docencia y la participación en instancias estatales. Alejandro, nacido en 1880, hijo de Raimundo Octavio Bunge Peña y María Luisa Rufina de Arteaga Sánchez (cuya familia se remontaba al período colonial), formó parte de esta segunda rama, de la que su padre fue el iniciador, alimentando un proceso de modernización burguesa por un camino diferente al de los sectores terratenientes. Según el historiador Mateo García Haymes, la familia participaba de las redes sociales de las clases terratenientes porteñas aportando una singularidad en relación a las estrategias y disposiciones, ya que “en la casa de los Bunge Arteaga el desarrollo profesional era más valorado que la prosperidad económica”. Es decir, esa prosperidad debía ser colectiva antes que individual, e industriosa antes que dispendiosa. Los integrantes de la familia Bunge, insiste García Haymes, “no parecían demasiado preocupados por consumir bienes de lujo como forma de distinción”. No los seducía el derroche ni la ostentación, sino más bien los desafíos políticos, profesionales y productivos.

Alejandro Bunge cursó estudios universitarios en Alemania, en la especialidad de Electroingeniería, durante los años en los que las temáticas industriales y organizacionales comenzaban su apogeo. Asimismo, las estadísticas como herramientas de gestión estatal estuvieron en el centro de sus preocupaciones. En materia de teorías económicas, fue lector del alemán Frederich List, quien impulsaba políticas económicas en las que el Estado tuviera un papel activo en la conducción de la economía nacional.  

En Argentina fue Director General de Estadísticas, docente en la Facultad de Ciencias Económicas de Buenos Aires y en la de Derecho de La Plata, miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, asesor ministerial y fundador de una publicación fundamental para la historia del pensamiento económico argentino: la Revista de Economía Argentina (REA),

En 1931 fue nombrado director del Banco Nación; al año siguiente, vicepresidente de la Caja de Conversión. Durante el gobierno de Agustín P. Justo (1932-1938) se vio marginado de la política partidaria por su cercanía con el gobierno militar de Uriburu, durante el cual formó parte de la intervención de las provincias de Santa Fe -como Ministro de Hacienda-, Mendoza y Corrientes. Sin embargo, permaneció activo como asesor de la UIA, al punto de ser orador en actos que la entidad empresarial organizó en reclamo de políticas sectoriales. También fue empresario: presidente de Phillips Argentina, Industria Argentina del Papel, El Cóndor y Seguros La Estrella.

 

crisis demográfica

El libro que Alejandro Bunge publicó en 1940 buscaba ser fundacional. Sus 500 páginas se inscriben en la larga historia de escritos que han buscado proponer una forma para la vida en sociedad. En el caso de Bunge, no se trataba de una utopía (no postulaba un mundo ideal) sino de un programa. Y como la mayoría de los programas, consistía en un diagnóstico y una orientación: seleccionaba problemas, identificaba causas y agentes, manejaba posibilidades, alertaba sobre riesgos y proponía soluciones. El libro era el resultado de cuatro décadas de investigación sociodemográfica y estadística de nuestro país. 

A diferencia, por ejemplo, del ensayo histórico Conflicto y armonía de las razas en América Latina, de Domingo F. Sarmiento, escrito en los albores de la Organización Nacional, Bunge no hizo historia de las relaciones raciales. No reconstruyó la historia de esa conquista blanca. Hizo, en cambio, sociología estadística, construyó series demográficas que le permitieran comprender realidades económicas y sociales.

Al tiempo que programático, el libro era una conclusión, un testamento que miraba hacia adelante. En parte porque Alejandro Bunge murió tres años después de su lanzamiento, pero también porque seguía la estela decimonónica de “gobernar es poblar” aunque en otra clave: escrito durante los últimos años de la década de 1930, el llamado proyectivo de Alberdi ya había mostrado sus consecuencias. Bunge supo ver su realización y su esplendor.

De hecho, el capítulo que abre el libro se titula “Esplendor y decadencia de la raza blanca”. El esplendor, retrospectivo, era el de la Argentina como consecuencia positiva del proyecto europeo, del proyecto blanco. Allí Bunge celebraba el pasado reciente: “La gran Argentina de hoy y toda América son el fruto de esa conquista del espacio. Y participaron en gran medida del portentoso crecimiento natural de la raza blanca”. El país para él era una partícula de un fenómeno que la incluía, la de un conjunto de líderes que “crearon un instrumental formidable dominando a la naturaleza y extrayendo de ella, en variedad y cantidad, recursos con los cuales jamás se hubiera podido soñar en siglos anteriores”.

El “crecimiento natural de la raza blanca” había sido posible por aquel dominio, extracción y uso de recursos. La reproducción biológica era el punto de contacto entre la performance económica, el proyecto civilizatorio y la actividad de la raza.

En ese proceso de ascenso plurisecular, la raza blanca, “la población de sangre europea”, había alcanzado la cima. Brillaban su ciencia, su técnica, su producción, su comunicación; y se disfrutaba de la abundancia y la buena educación.

La blanquitud era, para Bunge, una fuerza productiva, un modo de orientación en la relación con los recursos.

 

a contrarreloj

El prólogo del libro fue redactado en una fecha muy significativa: 12 de octubre de 1940. Sus cuadros estadísticos demostraban una catástrofe por venir: menos argentinos, más viejos, más urbanizados y menos blancos. En la década de 1930 el país estaba signado por “cambios fundamentales ocurridos en nuestras tendencias demográficas, en particular la de natalidad, la transformación racial y la población rural y urbana”. Todo ello propiciaba la peor situación futura: la desblanquización del país.

Una Nueva Argentina, su programa, fue el intento de evitarlo.

Los blancos de Bunge no eran exactamente los arios y anglosajones sino blancos que muchas veces los propios arios rechazaban como tales (italianos, españoles, criollos).

“Después de cuatro o cinco generaciones de desarrollo y bienestar progresivo, nos cuesta aceptar la realidad cruda de una muy cercana decadencia demográfica, de consecuencias tanto o más dramáticas que las que hace siglo y medio pasaron a ser lejanos recuerdos históricos”. El halo pesimista que colorea el libro enfatiza que no hay destino racial de grandeza sino política racial que consuma la grandeza. De consumarse, en cambio, el retroceso biológico-social de esa raza se precipitaría al país en una declinación definitiva: “la reproducción queda confinada a los sectores económicamente menos afortunados, culturalmente menos favorecidos y con frecuencia biológicamente menos selectos”. 

Lejos del pensamiento evolucionista de supervivencia de los más aptos, Bunge veía una selección de lo peor. En la debacle racial encontraba una debacle económica que acentuaba la debacle racial. El triángulo que armaban la pobreza, la ignorancia y la genética diseñaba una espiral de empeoramiento cuyo opuesto era el triángulo formado por la riqueza, la educación y el vigor. Si el “crisol de razas” había sido un objetivo y una política (educativa, sanitaria, económica) de blanqueamiento, Bunge pretendía mostrar que no había logrado su cometido. Racialmente, Argentina no era homogénea.

Bunge recurría a la demografía como herramienta y a la sociología estadística como espacio de producción de sus evidencias. Una metodología recurrente de figuras como Javier Milei, Diego Giacomini y otros. La raza, para Bunge, se cuantificaba. La pirámide poblacional (una base amplia de niños y jóvenes y una cúspide acotada de ancianos) que había caracterizado los cincuenta años anteriores a 1940 se iba convirtiendo en “una urna funeraria”, es decir, una base joven estrecha y una extensa cúspide adulta. La hipótesis más favorable era que “el país llegaría a tener 20 millones de habitantes alrededor de 1990”. La menos favorable “que la población habrá de crecer lentamente hasta el año 1960, alcanzando un máximo comprendido entre 14 y 15 millones, para descender más tarde quizá hasta unos 11,5 millones en 1990”.

En ese proceso demográfico general aparecía lo tan temido para Bunge: los blancos se reproducían a menor velocidad que los no-blancos. La estadística demográfica era el isomorfismo de un reloj biológico que mostraba el calamitoso fin, su desaparición. La degradación demográfica conllevaba la degradación moral (más vicios). De no detenerse, llegaría “la derrota colectiva y, quizá, la muerte”

 

clase ociosa

Para que exista una clase propietaria blanca deben existir ricos blancos. Pero la paradoja, según Bunge, era que el mismo hecho de que su poder económico hubiera mejorado, la ponía en riesgo biológico. En ese sentido, su racismo era autocrítico. No del racismo en sí, sino de sus objetivos. Es por el futuro que Bunge cuestionaba el gusto y la búsqueda de la comodidad de la clase propietaria, “las ambiciones triviales, la libertad para los halagos”. Esas pautas socioculturales tan nimias, mezquinas, hedonistas, eran decisivas en la crisis de la natalidad blanca. El consumo improductivo y la individualización estaban hiriendo de muerte a la empresa racial colectiva: “La prosperidad fabulosa alcanzada en un siglo dependió en gran parte del enorme crecimiento de la raza blanca, y la crisis de 1929 coincide con la detención de ese crecimiento”.

La prosperidad desvigorizaba. Por eso las clases blancas, que si no son siempre acomodadas (o superiores, altas, dirigentes, ricas, de élite: los adjetivos varían) son las únicas que pueden serlo, tienen menos hijos. La desnatalidad blanca, especialmente la de los ricos, era la condición demográfica temida de Bunge. Al ser un principio de vigor social y genético, el declive de la raza blanca era la imposibilidad de una clase alta.

Por si fuera poco, la crisis de clase/raza dirigencial podía terminar en liderazgos tiránicos de hombres que “movidos unas veces por impulsos generosos, otras por ambiciones políticas y otras por satisfacciones de complejo origen, están apareciendo con demasiada frecuencia en este hemisferio occidental; hombres superiores que con métodos demagógicos se lanzan en la empresa de exacerbar a los sectores sociales peor dotados y les señalan con su índice a la élite usurpadora”. De lo que dice Bunge se deduce que esos hombres demagógicos, al ser superiores, han de ser blancos. Pero Blancos (como Yrigoyen, Benito Mussolini, Adolf Hitler, quizá Getulio Vargas y Cárdenas) que se volvían contra otros blancos.

Lo parasitario está presente en los planteos de Una nueva Argentina. Es un tipo de blanco cuya violencia no es destructiva, sino que consiste en no producir. Los blancos que se habían dado al consumo y el hedonismo. Resonaban aquí algunas críticas de izquierda y del nacionalismo de entonces, que veían a la oligarquía terrateniente como parásito estructural, depredadora de riquezas ajenas, o vector de una cultura extranjera. Hay una ética de la producción (y no solo del trabajo) contra una estética del gasto.

 

los supremacistas

El historiador González Bollo lee el libro de Bunge en el contexto de un “ciclo agroexportador pampeano extensivo, dominado por la gran propiedad agraria, con inmigración europea golondrina de baja calificación laboral e inversión pública volcada en la infraestructura agraria, [que] había quedado irremediablemente agotado”. En efecto, hacia 1935, según Pablo Gerchunoff y Martín Rapetti, la caída del valor de las exportaciones agropecuarias como consecuencia de la crisis económica en curso, era irreversible. Asimismo, el bienio 1935-1937 mostró un crecimiento industrial equivalente al de los veinte años anteriores.

Pero para Bunge la catástrofe demográfica se acercaba a una velocidad inversamente proporcional a la industrialización. El progreso no dependía, como antaño, de un ritmo acumulativo hacia el futuro: ahora parecía una carrera contra el reloj, incluso una carrera irremediablemente perdida. Es así que Bunge reinventa un destino para la raza: ya no, como Sarmiento, el de crear la nación sino el de salvarla. “Será difícil el éxito si no surge un ideal esforzado, un concepto cristiano de familia y una identificación vigorosa con los supremos intereses de la nación y de la raza”.

¿Cuáles son esos intereses? Estimular más la producción industrial que el consumo, apuntalar un Estado planificador, arancelar las importaciones, construir infraestructura y vivienda, implementar planes de matrimonios y nacimientos, reorientar la inversión pública al interior del país. Bunge recurrió a una metáfora arquitectónica para dibujar el país pretendido: si durante las décadas previas “los salones a la calle” (el modelo agroexportador y la situación económica de las clases acomodadas) fueron el centro de la escena, ahora la atención debía enfocarse en las “míseras dependencias de su interior”. Su convicción es que no hay nación futura sin industria. Pero no hay nación ni industria sin una primacía blanca. Los blancos inventaron el capitalismo y son los únicos capaces de propiciar su continuidad.

 

blanca y celeste

Para seguir siendo blanca, la Argentina debía volverse posliberal. Una idea que quizá explique las apuestas corporativistas de Bunge y su adhesión al golpe de Uriburu en 1930, del que participó como interventor. La coproducción entre nación y raza está mediada y habilitada por la industria moderna, que articula imperativos tecnológicos y morales. Tal vez un rasgo distintivo de este proyecto nacional racista, a diferencia de otros modelos en boga (como las propuestas del gobierno de Agustín Pedro Justo, la UIA o el Plan Pinedo), es que no se preocupaba solamente por acomodar al país en una nueva división internacional del trabajo, sino que además buscaba construir un país autosuficiente del mercado mundial en nombre y en pos de la blancura europea.

Bunge proponía pasar de “estancieros e importadores” a “granjeros e industriales”, achicar los latifundios para agrandar la nación industrial. El Estado ya no era un mal necesario, testigo o garante de la libre competencia: debía ser protagonista de procesos de transformación. Para que hubiese futuro blanco, debía haber Estado. ¿Qué pasaba con el resto de la población, los no blancos?

Los mezclados, los indios, los negros eran sujetos de la antihistoria, inmóviles. En Una Nueva Argentina no hay orientaciones segregacionistas, mucho menos exterminadoras; al contrario, destina propuestas políticas para esas poblaciones. Convencido de que “la democracia se salvará si evoluciona” y de que esa evolución tiene más que ver con el modelo económico que con la representación política, Bunge parece claro: los subalternos no pueden hablar. Su apoyo al golpe de Uriburu y el rechazo al gobierno radical yrigoyenista (esos “blancos demagogos”) ilustran su aversión a la participación democrática.

Para que Argentina fuera posible había un sujeto de la historia que debía conducir. No era el proletariado, ni el ungido por Dios, ni el pueblo en armas: eran los blancos.

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