nociones de economía bohemia (segunda parte) | Revista Crisis
políticas de la precariedad / indigencia cultural / casi obreros
nociones de economía bohemia (segunda parte)
Si la primera entrega de Economía bohemia mostraba la inocultable fragilidad económica del proletariado artístico, la inacción estatal en la pandemia y los intermitentes ensayos gremiales del sector, este segundo capítulo focaliza en las dificultades para definir quiénes serían trabajadores de la cultura y los riesgos de atar su suerte a la voluntad gubernamental de turno.
Ilustraciones: Brenda Greco
19 de Enero de 2021
crisis #44

 

Una pregunta central arrojó como resultado la primera parte de esta nota: ¿debe el Estado hacerse cargo de lo que el texto mismo se atrevió a bautizar como su clase bohemia? Frente a ese problema, las reacciones fueron no pocas veces airadas. Hubo quienes opinaron que el artículo en cuestión efectivamente reclamaba ese asistencialismo enciclopédico y se manifestaban indignados ante quien proponía añadirles a las ya fatigadas arcas públicas el cuidado y la preservación de un montón de individuos que, en su cabeza, llevaban vidas comparables a la del personaje de Jeff Bridges en El Gran Lebowsky. Otros, desde el bando de Lebowsky, se indignaban a su vez por lo contrario: el artículo, secretamente portador de escandalosas estrategias neoliberales, resultaba peligroso. En estos tiempos, sugerían esos alarmados bohemios, cualquier matiz que no fuera la cerrada consigna solidaria con los artistas que “la están pasando mal” resultaba perjudicial y se avenía a los fantasmagóricos intereses de no menos fantasmagóricos villanos. Esa puja –por demás deudora de posiciones similares por fuera de los temas estrictos de la política cultural– abarcó por completo el arco de las interpretaciones.

Ello no deja de ser un fracaso para el artículo: su propósito (que yo intuía evidente) no era pronunciarme por uno u otro sector del debate sino preguntarse cómo debería funcionar esa eventual interacción entre el Estado y la clase bohemia, y señalar, con una prevención que acaso algunos juzguen inoportuna, las dificultades intrínsecas de la empresa. En otras palabras, no basta con pronunciarse a favor de “un Estado presente” y desentenderse del asunto, sin preguntarse cuáles son los límites, las posibilidades y los peligros de dicha presencia para un sector social que ha sobrevivido desde siempre tomando del Estado lo que le servía y desechando con una astucia, que me apresuro a considerar admirable, aquello que le resultaba ajeno. En otras palabras, que ha construido un estilo de vida y, en muchos casos, una poética, a partir de su imaginación para encontrar formas mediante las cuales sobrevivir.

 

¡artistas uníos!

En tal sentido, no dejan de resultar paradigmáticos los pequeños spots audiovisuales difundidos por el Frente Multisectorial (FM) que nuclea a organizaciones e impulsa una ley que declare la “emergencia cultural”. En torno de esto hay un asunto muy concreto: gran parte del campo cultural (las artes escénicas, las galerías de arte, el cine) funcionan, como la mayoría de las industrias recreativas, incluida la gastronómica, a partir de la reunión de gente: la gente que sale de sus casas, paga entradas, difunde espectáculos, etc. Ante la prohibición derivada de la pandemia, esas actividades se detienen por completo y quienes las ejercían se ven desprovistos de la posibilidad de llevar a cabo su actividad central. Al mismo tiempo, al tratarse de cuestiones relativas al ocio, nadie se apresura a calificarlas como “esenciales” en medio de una emergencia. Finalmente, la compleja economía que suelen construir los artistas independientes no los coloca en el lugar más fácil para el acceso a subsidios. Por ejemplo: no suelen ser capaces de demostrar que la pandemia los ha privado de su fuente de ingresos, dado que esa fuente de ingresos es plural, dinámica e inestable, pocas veces sometida a contratos y menos aún a una ordenada (y por lo tanto susceptible de ser presentada como argumento) conducta tributaria. Estos tres puntos, que, a mi criterio, resultan de una claridad prístina, deberían bastar para que los organismos del Estado que regulan la cultura estableciesen con el sector una serie de mecanismos de excepción. En lugar de hacer un punto de esa claridad, el FM se decide por la confección de una pieza en la que las palabras emergencia, cultural y Buenos Aires es repetida como un mantra por diversas celebridades frente a la cámara selfie de sus dispositivos celulares (Noblesse oblige, hay también allí muchos que aparecen repitiendo la frase y que no son célebres). El mismo tono de victimización y reclamo aparece en otras piezas de difusión, en las cuales la recurrencia al pathos como única herramienta, sin condescender por un segundo siquiera a una migaja argumentativa, acaba por sumergir a su hipotético ethos en una indiferencia acumulada por el sinfín de reclamos similares que circulan, con más ruido que eficacia, en las redes sociales. Acaso una mayor sobriedad y precisión en un reclamo que cualquiera comprende como irrefutable sería de mayor utilidad que esas arengas retóricas, sin duda forjadas en la necesaria vaguedad a la que obliga el estilo asambleario, cuya forzada búsqueda de consensos que representen a todos los sectores en juego conspiran, las más de las veces, contra la claridad conceptual y la agudeza.

En rigor, el reclamo de la susodicha Emergencia cultural no hace otra cosa que poner de relieve lo compleja que es la definición de una categoría que en los últimos años no ha hecho otra cosa que ganar terreno simbólico: el trabajador de la cultura. Este rubro tradicionalmente se restringía a quienes prestaban funciones no artísticas en los teatros y centros culturales públicos, generalmente nucleados sindicalmente en torno de ATE y Sutecba, y que acaso pudiera extenderse a los técnicos de cine y a quienes cobran sus honorarios mediante las diversas sociedades de gestión. Pero ahora se vio ampliado, de un modo más discursivo que otra cosa, mediante la inclusión de quienes antes no vacilaban en definirse a sí mismos como artistas. Hay aquí un fenómeno extraño. Sin duda, no es difícil encontrar en su origen una saludable reacción de la clase bohemia contra los privilegios que el cuerpo social tradicionalmente le asigna y querer salir de la torre de marfil para mezclarse en la multitudinaria marea de las clases trabajadoras. El asunto no es nuevo: ya en 1960, Gabriel Celaya escribía: Me siento un ingeniero del verso y un obrero/ Que trabaja con otros a España en sus aceros. La dificultad aparece al intentar salir de la voluntad estrictamente poética a un escenario en el que este encomiable impulso igualitario se vea enfrentado al decepcionante terreno de la realidad. Por ejemplo: si se aprobara un subsidio para trabajadores de la cultura, ¿a quiénes les correspondería? ¿Quiénes estarían en condiciones de cobrarlo? Si, como se ha dicho, la mayoría de los artistas vive de otra cosa, ¿cómo discriminar al aficionado, al artista part-time, al que se siente artista pero aún no ha desarrollado su arte con la suficiente suerte para que esa convicción se extienda a los demás? ¿Todos ellos son trabajadores de la cultura? Allí aparece otro concepto central en nuestros tiempos: la autopercepción. Es claro que todos los que vivimos dedicados a los quehaceres artísticos en forma independiente trabajamos en muchos casos más que quienes se encuentran abocados a los regímenes tradicionales de empleo. Es claro también que ese trabajo no suele ser reconocido como tal, y que en cambio la opinión externa (y estatal) suele reducirnos a entidades excéntricas a las cuales suele adosárseles una casi siempre injusta atmósfera de irresponsabilidad y hedonismo. Finalmente, es preciso decir que nuestras actividades tienden a generar movimientos económicos que suelen estar mal pagos y que en general benefician a otros agentes (esencialmente, la clase burocrática) cuya responsabilidad en las obras es infinitamente menor que la nuestra. Es comprensible, entonces, que muchos de nosotros tendamos a autopercibirnos como obreros. Ahora bien, ¿lo somos realmente?

Si se aprobara un subsidio para trabajadores de la cultura, ¿a quiénes les correspondería? ¿Quiénes estarían en condiciones de cobrarlo? ¿Cómo discriminar al aficionado, al artista part-time, al que se siente artista pero aún no ha desarrollado su arte con la sufi ciente suerte para que esa convicción se extienda a los demás?

 

gestión parakultural

Acaso sirva para responder a esa difícil pregunta una pequeña historización. Sin duda, el concepto de trabajador de la cultura es la culminación de un proceso que marca la desaparición de la noción de artista underground que hizo su aparición en Buenos Aires –importada de otras ciudades como Berlín o Nueva York– en la década del ochenta. La característica principal de esa corriente era la absoluta desconfianza de cualquier tipo de conexión con el Estado que, después de siete años de dictadura, era entendido como algo esencialmente coercitivo. La independencia absoluta se convirtió en un estandarte estético y moral y, consecuentemente, en un mecanismo de pertenencia. Se elegían los sótanos y se elegía ir a los sótanos porque allí residía lo diferente. La misma palabra cultura resultaba repugnante precisamente por sus connotaciones oficiales y los neologismos que engendró (de la contracultura sesentista a la identidad parakultural) hacían un punto de ese rechazo, que se extendía tanto a las formas de cultura de masas propiciadas por el mercado cuanto al no menos repudiado y parodiado arte de izquierda, en el que se empeñaban los restos dispersos de la militancia marxista. En resumen, lo que caracterizó ese movimiento que tanto se recuerda hoy era el manifiesto rechazo a todo tipo de institucionalización. Los sótanos no eran una resignación: eran aquello que verdaderamente daba forma a los objetos. Frente a la visión un tanto romantizada que recuerda aquellos años como prolíficos en fiesta y descontrol, expresada, sobre todo, por quienes lo vivieron como espectadores juveniles, la economía bohemia de esos días era en extremo rigurosa y la aparente anarquía que reinaba en los espectáculos era sostenida con el celo y el esfuerzo de quienes se sabían sobrevivientes de tiempos difíciles. Dicho de otra manera: no había jactancia en ese desdén por lo institucional. Era una serie de decisiones prácticas, cuyo sentido último (la máxima libertad posible) era, lejos de una declaración poética, la necesidad concreta de un arte que se estaba pensando a sí mismo a partir de cero.

Durante gran parte de la década del noventa, estos mecanismos identitarios lograron mantenerse relativamente vigentes mas allá de las crecientes formas de institucionalización. Si bien los paladines de los sótanos de antaño salían cada vez más en televisión, llenaban estadios y teatros y reemplazaban el perfil público de voluntad escandalosa por actitudes más integradas (lo cual, como suele pasar, no es atribuible a otra cosa que al mero paso del tiempo), la identidad under era recogida por las generaciones inmediatas con no menos enjundia que la de sus predecesores y su vitalidad era tal que no le fue difícil convertir en su propia guarida un espacio estatal, como el Centro Cultural Rojas, dependiente de la Universidad de Buenos Aires, sin perder en el medio nada de su aura independiente y alternativa. El under no se adocenaba por ir al Rojas, era el Rojas el que se volvía under. Otro tanto puede decirse de lugares más grandes: el estadio del club Obras Sanitarias, acaso el símbolo del espacio mainstream durante los noventa, que en ciertas noches no resultaba demasiado diferente de Cemento. Un viejo pirata de Patricio Rey, que se ha hecho clásico, registra al Indio Solari anunciando un próximo show en el que “se supone” –relativiza el Indio– presentan su primer disco. Allí, el desorientado Solari no recuerda bien si el concierto que está publicitando sucederá en el teatro Astral o en el teatro Astros. Tenía razón: no importaba. Astral o Astros, el espíritu marginal podía perfectamente mantenerse incólume, aun dejando la penumbra de los sótanos.

Sin embargo, en una pendiente cuyo inicio no resulta fácil descifrar, la bohemia inicia en algún momento del cambio de milenio un proceso de creciente institucionalización. Del Parakultural a Babilonia, de Babilonia al Rojas, del Rojas al Callejón de los Deseos que, en una sutil pero elocuente variación, es rebautizado como Espacio Callejón. De las señoras desdentadas que cantan chamamés en el Parakultural de Chacabuco a las señoras que pagan la entrada a tarifa completa siguiendo los consejos del crítico Jorge Dubatti en el Camarín de las Musas. Del under al off. De la orgullosa pertenencia a un espacio disruptivo a la resignada aceptación de la propia marginalidad.

 

incendio del under

No es competencia de esta nota el análisis detallado de esa metamorfosis, solo se pueden señalar, acaso, algunos hechos paradójicos. Uno de ellos es que este proceso de abandono de la informalidad se potencia en forma definitiva a partir del siguiente acontecimiento catastrófico de la historia Argentina: la crisis del 2001. Si antes de la hecatombe de diciembre, la bohemia había cambiado tomando hacia fines de los noventa una forma nueva, menos moldeada por la atmósfera clandestina y nocturna de los sótanos que por una forma nueva de habitar la calle, sostenida en la creciente intervención del espacio público y la manifestación social, reflejo de la conciencia globalifóbica que aquí se expresaba con particular virulencia contra el gobierno nacional y cuya novedad con respecto a las generaciones anteriores era el de una mayor mixtura social, la explosión que acompañó a la caída de De la Rúa no implicó, en el largo plazo, una renovación de los votos de la cultura independiente. Los hijos de Manu Chao y Luzbelito que adquirieron su educación política en las calles y en las rutas, viajando en trenes eufóricos hasta la Sierra de la Ventana para no tener que someterse a la humillación de votar, se vieron, una década más tarde, empujados a la encrucijada de conciliar sus entusiasmos libérrimos de la juventud con las obediencias y las resignaciones propias de la militancia partidaria que, más allá de los esfuerzos justificatorios ensayados, no resultaron finalmente tan compatibles.

Otro hecho paradójico es que la década que marcó la definitiva reconciliación entre la cultura independiente y el Estado haya quedado signada por el conjunto de medidas más coercitivas que ningún gobierno haya tomado contra la bohemia desde el retorno a la democracia. El incendio, el 30 de diciembre de 2004, de República Cromañón (cuyo nombre, estremecedoramente profético, representa una muestra cabal del humor sardónico y antinacionalista de los ochenta) implica, para los últimos resabios de la cultura under, la estocada final de algo que a todas luces había acabado por volverse imposible. Junto con las víctimas inocentes, se prendía fuego el último de los sótanos y salía a la luz en qué medida la escena que había brillado en el margen veinte años antes no estaba capacitada para asumir, con la misma despreocupación de ayer, el lugar central. Tampoco el público: más allá de la creciente cultura del aguante, heredera de las hazañas de tribuna y de paraavalanchas del espectáculo futbolístico, la multitud habitual de la escena under tomó súbita conciencia de su condición de cliente, de consumidor con derechos y posibilidad de exigir. Era el fin de la aventura subterránea. Y cuando el Estado se lanzó en un apresurado frenesí de clausuras y normativas, no hubo demasiada capacidad de reacción. Si el otrora Emir Chabán era arrastrado por el suelo y exhibido como un criminal con la venia de todo el mundo, ¿quién iba a escuchar los reparos de los representantes de un sector que, aún antes de la masacre, no le importaba demasiado a nadie?

Desaparecidos los esquemas simbólicos que otorgaban prestigio a la pertenencia a una zona marginal, la bohemia acaba por resignarse a asumir como propias formas de pensamiento que tienden a integrarla al resto del cuerpo social y económico, en lugar de hacer un punto de su carácter excepcional.

 

defenderse con la pelota

Así las cosas, no debería llamar demasiado la atención que, más de una década después, desaparecidos los esquemas simbólicos que otorgaban prestigio a la pertenencia a una zona marginal, la bohemia haya acabado por resignarse a asumir como propias formas de pensamiento que tienden a integrarla al resto del cuerpo social y económico, en lugar de hacer un punto de su carácter excepcional. Es de ese profundo cambio de modelo, de un Estado amenazante a un Estado deseable, que procede la noción de trabajador de la cultura y su creciente unanimidad utópica; de la celebración de la independencia al lamento de la precariedad. Las condiciones objetivas, como puede verse, no cambian: el Estado sigue mayormente ausente y su incomprensión proverbial de las formas de producción independiente se mantiene con sorprendente fidelidad. La única diferencia es que estas cosas dejan de ser pensadas como garantía de determinada autonomía y libertad para ser vistas como algo deplorable que nos ubica una y otra vez en el lugar de víctimas, cuya corrección habrá de demandar la mayor parte de nuestras energías y nuestro pensamiento político. Un viejo rockabilly de Patricio Rey (a quien esta nota parece dedicada) se ocupa de este tema de un modo que, por lo elíptico, no deja de ser descriptivo. Allí, el personaje retratado quiere que le paguen jubilación/ por todos los años en que aportó/ en la pobre caja del Rock n’ Roll . Tras esta descripción, el narrador admite que a su protagonista lo fajaron / tanto que se arrugó / y lo jodieron/ tanto que se pudrió.

No es difícil reconocer su triste fábula en muchos de nosotros. La independencia es a menudo tan vapuleada que no hay que culpar a nadie por soñar con un horizonte de mayor amparo. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿cuál de los dos modelos en disputa es más conveniente a una realidad permanentemente en crisis? Frente a un Estado cuya suerte se encuentra a la deriva las más de las veces y en los que el colapso es menos la excepción que la norma, ¿es razonable que los artistas encadenemos nuestro destino al suyo, en vez de generar formas de autogestión que reclamen del Estado acciones y políticas concretas en lugar de entregarles, como súbditos, el poder de decidir y arbitrar nuestra subsistencia? Se me dirá que esas formas de organización existen, pero yo respondo: lo sé. Aún así, no es difícil percibir alguna desorientación en las formas de llevarlas a cabo. La victimización, por justificada que esté, es un camino sin salida. Mientras la producción independiente siga sintiendo que depende del Estado para ponerse en marcha, mientras su forma de lucha no sea la construcción de mecanismos originales en los cuales desarrollarse sino la protesta pública y la junta de firmas, la pelota quedará una y otra vez del lado de la cancha en donde se encuentra el jugador que siempre está menos dispuesto a hacerla rodar.

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