La mejor escena de Trump: An American Dream, el documental que acaba de aumentar el aparente arsenal audiovisual de Netflix contra el presidente de los Estados Unidos, muestra a the Donald hablando sobre su película preferida, Citizen Kane. Si a esa altura uno le prestó un mínimo de atención a quienes lo conocen desde hace treinta años —y lo aman o lo odian desde hace treinta años—, es fácil deducir que Trump eligió Citizen Kane no porque sea la película que más le gusta, sino porque es una de las más “exitosas” y “fabulosas” en la historia de Hollywood. Para el caso, es solo un detalle. “Creo que es algo que puedo entender”, dice al describir cómo Charles Foster Kane, en la película de Orson Welles, experimenta “un gran ascenso” y luego “una leve caída” que “es personal, no material”. Para Trump, esa “caída” está bien representada a través de la mesa en la que Kane y su esposa desayunan cada mañana: a medida que la relación se agrieta, la mesa se vuelve más lujosa y larga, y ellos se sientan a una distancia cada vez más grande y silenciosa hasta que, finalmente, pasan a vivir en áreas separadas del palacio Xanadú. “¿Qué le recomendaría al protagonista de la película si pudiera hacerlo?”, le pregunta entonces una voz en off. “Que cambie de mujer”, responde the Donald al instante y sin dudar. Si es cierto que a Trump solo se lo puede amar u odiar, este es uno de los instantes en los que Netflix logra comunicarlo con apenas un poco de astucia en el archivo.
Trump: An American Dream no es más que otra pieza —y una de las mejores, es cierto— de ese “núcleo traumático” que tanto el establishment político como los liberal media estadounidenses insisten en refrendar a diario con sucesivos ejercicios de autoflagelación intelectual bajo una única pregunta: ¿cómo es que Donald J. Trump se convirtió en la máxima autoridad constitucional en el país de George Washington? En ese sentido, los resultados que the Donald ha mostrado como líder al frente de la Casa Blanca no son relevantes para Trump: An American Dream, como tampoco lo son para buena parte de los medios pensados, producidos y consumidos dentro de las burbujas mentales de los centennials de Los Ángeles y Nueva York, donde todavía respira la fantasía del impeachment o la paranoia que imagina a los hackers de Vladimir Putin como capaces de manipular las elecciones (con la ayuda de Mark Zuckerberg). Ante esto, tal vez baste un dato del duro mundo de la realidad concreta para contrastarlo con la nube siempre tórrida de los deseos incumplidos: según el informe que el Bureau of Labor Statistics de los Estados Unidos presentó en enero de este año, el alza en la tasa de empleo siguió un curso tan favorable desde 2017 que convirtió al first year in office de Trump en uno de los más exitosos entre los presidentes electos de los últimos cuarenta años. Entonces, ¿qué quiere Netflix con Donald Trump? En principio, lo mismo que quiere siempre: que uno se quede mirando la pantalla “como pasmado hasta perder la conciencia”, en las palabras del filósofo romántico-apocalíptico Byung-Chul Han. Pero tal vez eso no sea lo único.
i want you for the Netflix army
Desde ya, lo que en apariencia se presenta como un cauce ideológicamente en contra de Trump, inaugurado con el documental Get me Roger Stone —acerca de su principal publicista político— y reafirmado con Dirty Money —que “revela” los negocios que volvieron multimillonario a the Donald—, en realidad no es más que Netflix haciendo lo que mejor sabe: darle a su público lo que su público quiere. ¿Y qué quieren los 125 millones de usuarios globales que revuelven su catálogo cada noche? Si los algoritmos financiados por su CEO, Reed Hastings, no se equivocan, lo que la mayoría quiere es no querer a Trump. En forma inversa, los contenidos de Netflix en favor del expresidente Barack Obama son presentados siempre en un registro compasivo y virginal, como demuestra el documental The Final Year y la entrevista en My Next Guest Needs No Introduction con David Letterman).
Por otra parte, si los contenidos sobre Trump en Netflix dejan algo en claro, es que the Donald conoce mejor que nadie los juegos de la representación mediática y la prestidigitación que esa representación abre para sus negocios. Y esto puede no ser una sorpresa para quienes vieron The Apprentice, pero tal vez sí lo sea para Netflix Inc, cuyas primeras incursiones en la política —también cultural— muestran por qué la “obsesión” con el presidente de los Estados Unidos podría ser más sintomática que oportunista. Hasta ahora, el vuelo rasante de Netflix sobre los espacios tradicionales en el rubro de la compra-venta de prestigio artístico (como los festivales de cine de Cannes o Berlín) no sirvió para reafirmar el “valor estético” de sus películas más aspiracionales —como Okja o La enfermedad del domingo—, sino para comprobar la resistencia del establishment audiovisual contra la lógica “psicopolítica” de su modelo de negocios (y por eso el responsable de los contenidos de Netflix, Ted Sarandos, optó por escabullirse de esta clase de festivales aclarando que si Cannes, por ejemplo, decidió “quedarse atrapado en la historia del cine”, Netflix prefiere “ocuparse del futuro”). Con 3700 millones de dólares de ingresos al año y un mapa algorítmico de las audiencias, es posible que Netflix amolde el cine al futuro que juzgue más favorable, aún si eso significa apoyar la carrera de Juanita Viale como actriz. Pero, para volver a the Donald: empezar a destacar las vidas paralelas que se tejen sugestivamente entre lo que Netflix representa hoy para los viejos propietarios del “verdadero cine” y lo que, apenas hasta ayer, Trump representaba para la “verdadera élite” política y empresarial, puede no ser tan antojadizo como parece.
política y negocios según Reed Hastings
La noticia de que Reed Hastings, el CEO de Netflix, acaba de aportar siete millones de dólares a la campaña del candidato demócrata a la gobernación de California Antonio Villaraigosa, debería leerse con atención. Tal vez porque, antes de convertirse en el intendente de Los Ángeles, desde donde acusó a los sindicatos docentes de ser “el obstáculo más grande para crear escuelas de calidad”, el propio Villaraigosa fue un destacado union organizer. Pero, en especial, porque como escribió en Twitter Joaquín Harguindey, si uno pagó su abono a Netflix durante las últimas semanas, entonces Hastings lo convirtió en un “participante indirecto en las primarias demócratas a la gobernación de California”, donde su candidato trabaja para expandir las charter schools, esto es, las escuelas que reciben fondos estatales pero funcionan de manera privada, lo que las convierte en un híbrido donde ni los alumnos terminan de estar regulados por los planes educativos estatales ni los docentes están regulados por las leyes laborales ordinarias. Mientras tanto, y aún cuando puedan mantenerse irresueltos los motivos por los que el CEO de Netflix es, también, un multimillonario con inversiones en el mercado de la educación privada y, al mismo tiempo, un financista político interesado en que el próximo gobernador de California liquide a la educación pública, quien haya visto Trump: An American Dream podría recordar algo. ¿Acaso no fue gracias a las enormes facilidades impositivas cedidas a the Donald por el aparato político de Nueva York a finales de los años setenta que el actual presidente llegó a ser uno de los desarrolladores inmobiliarios más exitosos del país?
Lo que resta son esas paradojas ideológicas que demuestran —mientras el gato deambula sobre la cama y las miguitas se acumulan— que las contradicciones internas de toda identidad sólo están destinadas a desnudar la incapacidad para resolver el drama de las contingencias. ¿Netflix está en contra de Donald Trump porque se reconoce de una manera demasiado cercana en el gran espejo de la democracia liberal? Y en tal caso, ¿no es el modo obsesivo en que ese malestar se expresa en su pantalla lo que mejor demuestra el enorme interés en favor de Donald Trump? (Lo cual incluye a la pésima película satírica The Art of The Deal). Mientras tanto, Trump: An American Dream no oculta ni el carisma ni la astucia de the Donald, ni tampoco el hecho de que cuando las personas eligen a un desvergonzado empresario millonario para que sea su líder, nadie se engaña con expectativas de entereza moral, discursos políticamente correctos, ni frases memorables. Lo único que esperan, en cambio, es que el “fabuloso” rayo del “éxito” se proyecte de alguna forma sobre sus vidas. Al parecer, lo que dejó Barack Obama tras su paso por la Casa Blanca lo está haciendo bastante simple.