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francia y la revolución molecular
En Francia todas las encuestas muestran una consolidación de la extrema derecha y ciertas preguntas flotan cada vez más angustiantes: ¿hay tiempo todavía para construir algo parecido a un destino común como nación? Esta crónica exquisita, escrita desde las calles parisinas, mira en los pliegues sociales, describe las desigualdades sostenidas, los enfrentamientos internos y los discursos cruzados, donde parece estar tomando forma el huevo de la serpiente.
03 de Junio de 2021

 

“Si llegan Macron y Le Pen a segunda vuelta esta vez no voy a votar”, me dice un amigo de la infancia mientras tomamos una cerveza en una terraza del barrio de Ménilmontant, en el norte de París. Los bares acaban de reabrir luego de ocho meses de cierre por la pandemia. La ciudad no era igual sin las mesas y sillas de siempre en las veredas, sobre todo en primavera, con los castaños en flor y los días, a veces, con sol.

Falta un año para las elecciones presidenciales y la mayoría de los análisis llegan a la misma conclusión: Marine Le Pen, del partido Agrupamiento Nacional, es decir la extrema derecha, llegará al balotaje, como en el 2017, con, esta vez, mayores posibilidades de ganar. “Ahora en el bar del barrio escuchás a gente que dice abiertamente que la va a votar, antes no era así, acordate”, me dice.

“Antes” son los años noventa, nuestra infancia en un colegio en el sur de la ciudad, y en un liceo cerca del cementerio de Montparnasse, donde están enterrados Julio Cortázar, César Vallejo, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. En el barrio, de chicos, había algunos grupos de cabezas rapadas, y el partido de Jean Marie Le Pen, padre de Marine, se llamaba Frente Nacional. No conocíamos a nadie que votara por él, ni que lo reivindicara en público. Ahora, según una encuesta de abril, es el partido más votado por quienes tienen entre 25 y 34 años.

“Antes” es también nuestra generación, criada en una derrota política, invisible y omnipresente. Asistimos a la caída del muro de Berlín con pocos años, acontecimiento que ocurrió a solo mil kilómetros de París. La Unión Soviética y todo episodio revolucionario fue enseñado en las aulas como pasado y error. Los noventa fueron, además, la combinación de apogeo neoliberal con característica francesa: su llegada fue bajo Francois Mitterrand. El presidente de uno de los gobiernos más a la izquierda de la historia, con la coalición del Partido Socialista y el Partido Comunista entre 1981 y 1983, fue quien luego giró hacia el signo de época dominante. 

En el colegio y liceo se hablaba apenas de política, no había centro de estudiantes, era el tiempo de los primeros discos compactos, computadoras, celulares, el fin de las monedas nacionales, el sueño europeo con los intercambios universitarios entre países. Hasta que en abril del 2002 llegó Le Pen a segunda vuelta contra Jacques Chirac: “Llamo a todas las francesas y todos los franceses a reunirse para defender los derechos del hombre, para garantizar la cohesión de la nación, para afirmar la unidad de la República, para restaurar la autoridad del Estado”, dijo el entonces presidente, rechazó debatir con el Frente Nacional y ganó con 82.2%. 

La llegada de Le Pen –ahora hija– a segunda vuelta se repitió en 2017, alcanzando 34% de los votos; y se anuncia nuevamente para el 2022, veinte años después. Como parte de los análisis, pero también como la estrategia de quienes buscan que sea ella quien llegue a segunda vuelta por la existencia del llamado “pacto republicano”, que hace que, siempre gane quien se enfrente a la extrema derecha. ¿Y si ahora falla? Es la duda que se escucha.

 

parís y las ideas

París cambia poco en su arquitectura. Los edificios Hausmann del siglo XIX, el centro con postales del final del Renacimiento, los jardines de la realeza, las viviendas sociales subsidiadas por el Estado distribuidas por la ciudad, la zona moderna de la Défense, las construcciones cerca de la biblioteca Francois Mitterrand, las torres inmensas del barrio chino, el Sena de aguas verdes, las placas en algunas partes que recuerdan el paso de la Comuna y su posterior masacre, que cumple 150 años.

Vuelvo y reconozco la ciudad por sus calles, o desde la vista del metro aéreo, Montmartre o un edificio del barrio Couronnes. París se parece a sí misma, pretenciosa, sencilla a veces, con siglos de pasado, inaccesible con el metro cuadrado a doce mil euros, puertas de colores, panaderías, restaurantes de cien nacionalidades, veredas negras cuando llueve. Tres músicas podrían ser su banda sonora: el jazz gitano de los años treinta; la canción francesa, como Serge Gainsbourg; y el rap, sobre todo el clásico.  

Debajo de la estabilidad, las metamorfosis. Prendo la tele, abro un periódico, veo un entrevistado en la radio y escucho un nuevo idioma dominante: la guerra civil que vendrá, el declive nacional, el retroceso de la civilización occidental-francesa, la invasión silenciosa de otra cultura y religión, la amenaza de la racialización, el terrorismo, el extremismo islámico y su aliado ahora llamado islamo-izquierdismo. Un mundo de miedo, amenaza, repliegue, enemigos internos, imposibilidad de lo común, el lenguaje de la extrema derecha que se expande en prime time con apertura por parte de canales privados, que corre las ideas hacia lo que Bernard Stiegler, filósofo, llamó “la extrema derechización de la sociedad”, más peligrosa que una circunstancia electoral.

 

Lo que antes era marginal pasa al centro, ordena narrativas, empuja límites, como la carta escrita por militares retirados que advierten de los peligros del “indigenismo”, las “teorías decoloniales”, el “odio entre las comunidades”, el “islamismo y las hordas de las banlieues” que amenazan con “el desprendimiento de múltiples parcelas de la nación para transformarlas en territorios sometidos a dogmas contrarios a nuestra Constitución”.

“Si nada es hecho, el laxismo seguirá expandiéndose inexorablemente en la sociedad, provocando al final una explosión e intervención de nuestros camaradas activos en una misión arriesgada de protección de nuestros valores civilizacionales y de salvaguarda de nuestros compatriotas sobre el territorio nacional. Ya no queda tiempo que tergiversar, sino, mañana la guerra civil pondrá término a ese caos creciente, y los muertos, de los cuales llevarán la responsabilidad, se contarán por miles”, escriben y firman.

La carta, escrita el 14 de abril, es publicada y dada a conocer por un medio de extrema derecha el 21 de ese mes. La fecha elegida coincide con el aniversario 60 del intento de golpe de Estado contra el presidente Charles De Gaulle realizado por generales franceses en Argelia, por la decisión del presidente de negociar con los argelinos durante la guerra que desemboca en la independencia de la antigua colonia en 1962. Aquellos atentados perpetrados en Francia por la Organización del Ejército Secreto, la reivindicación de la colonización, es una de las génesis de la extrema derecha francesa actual.

Un grupo de militares activos responde brindando su apoyo a la carta encabezada por los generales retirados. Hablan del “odio hacia Francia y su historia”, el peligro de la guerra civil. ¿En qué momento pasó a ser un tema mediático, un imaginario? Tomo el metro hasta plaza de Clichy, me reúno a cenar con amigos, somos un berebere-judío, una etíope, dos rubios, todos nacidos acá, salvo un tunecino que llegó hace poco a buscar trabajo y nacionalidad, habla de Alá y por qué cree. Suena una canción de cielo azul y ser felices. París tiene magia por las noches.

 

islas sin síntesis

Tesis, antítesis, síntesis: ese fue el método de razonamiento que aprendimos durante dos años en clase de filosofía en el liceo. La tesis estructurada en tres subpartes, cada una con un ejemplo; la antítesis de igual manera, de ser posible con los mismos ejemplos utilizados para demostrar lo contrario. Una dialéctica, una búsqueda de síntesis, nunca definitiva, salvo en los ensayos filosóficos que escribíamos una vez por mes.

¿Qué sucede cuando no existe síntesis? Francia parece tres islas que se alejan una de la otra. París es una de ellas, al igual que las grandes ciudades del país: cosmopolita, universitaria, con menor nivel de desocupación, alquileres muchas veces imposibles, fronteras sociales internas porosas y múltiples, cruces de idiomas, historias, culturas, músicas. Una de las expresiones de izquierda de ese mundo fue el movimiento “nuit debout” –noche de pie– en el año 2016, cuando la plaza de la République fue ocupada durante semanas, con asambleas, en un proceso nacido junto a las protestas contra la reforma a la ley del Trabajo que quiso imponer el entonces gobierno del Partido Socialista encabezado por Francois Hollande.

 

Existe otra Francia, invisible, semi-urbana, de pueblos pequeños, mayoritariamente blanca, golpeada por los años de neoliberalismo y la deslocalización de empresas, pérdida y precarización del trabajo, cierre de pequeños comercios y dominio de las grandes multinacionales. Ahí es donde la extrema derecha crece de manera sostenida desde hace años. En esos territorios nació el movimiento de los “gillets jaunes” –chalecos amarillos– en 2018, con tomas de las rotondas y peajes que retrata el documental “Quiero sol”, filmado por el comunicador y diputado Francois Ruffin.

“Mi mujer gana 1300 euros al mes, yo soy intermitente, mi heladera está vacía todo el año, es mi abuela la que me compra comida, ¿se da cuenta? A los 28 años tengo que llamar a mi abuela, sino no podemos comer, no podemos disfrutar, somos jóvenes, no salimos nunca con amigos porque lo que nos cuesta es lo que no podremos pagar luego”, dice un joven filmado en una de las tantas rotondas que se transformaron en punto de encuentro, de reconstrucción de lo colectivo, la política.

El centro del movimiento no fue París con las imágenes épicas de barricadas en los campos elíseos, sino el proceso de recuperación de lo público, del protagonismo de quienes más perdieron con la globalización, la austeridad, el cierre de alrededor de 2.5 millones de empleos industriales en 45 años, que no llegan a fin de mes, a pagar los servicios, los alquileres, las deudas unas sobre otras que asfixian. Una parte del país abandonada por los medios, la estética hegemónica, por la mayoría de los políticos, también por la izquierda que miró, muchas veces, con desprecio a los chalecos amarillos, señalándolos como extrema derecha.  

Existe otra Francia, invisible, semi-urbana, de pueblos pequeños, mayoritariamente blanca, golpeada por los años de neoliberalismo y la deslocalización de empresas, pérdida y precarización del trabajo, cierre de pequeños comercios y dominio de las grandes multinacionales. Ahí es donde la extrema derecha crece de manera sostenida desde hace años.

 

Hay una tercera Francia, de las periferias urbanas, las banlieues, con poblaciones en su mayoría provenientes de la inmigración africana, norafricana, de las antiguas colonias, de flujos migratorios recientes de medio oriente, gitanos/roms, poblaciones de Europa del Este. “Señor presidente, mi hijo tiene ocho años y me preguntó si el nombre Pierre -nombre característico francés– existía realmente o solo en los libros, por la ausencia de mestizaje social -en este caso, ausencia de blancos franceses- en el barrio”, le dijo una mujer en abril al presidente Emmanuel Macron en una zona popular de las afueras de la ciudad de Montpellier, donde 58% de la población vive por debajo de la línea de la pobreza.

Ese universo de las banlieues no fue un actor protagonista de las tomas de la plaza de La República, tampoco de los “chalecos amarillos”. Sus protestas han sido contra la violencia policial, el racismo, a través de asociaciones de barrio, con picos de confrontación callejera y manifestaciones como, por ejemplo, contra el asesinato de George Floyd en Estados Unidos en el 2020. Allí se cree poco en los partidos políticos y la abstención es alta.

¿Cómo se logra una síntesis? ¿Cómo se reconstruye un nuevo común entre quienes están cada vez peor? Las distancias se agrandan con acontecimientos ya periódicos de ataques terroristas o religiosos, su utilización mediática, la intensificación neoliberal en el marco de un Estado aún fuerte. Francia no es únicamente islas, existen muchos mundos, transiciones, zonas intermedias, potencias transformadoras. Pero a un año de las elecciones presidenciales, las encuestas arrojan que el partido que continúa consolidándose es el de la extrema derecha, producto de sus aciertos, engaños y limitaciones de las izquierdas.

 

derecha gramsciana

En las elecciones del 2017 el partido de Le Pen obtuvo 39% de los votos obreros, 30% de los trabajadores y 28% entre quienes tienen niveles más bajos de estudios. Esos números, según un estudio a profundidad, hoy han crecido y el partido de extrema derecha roza el 45% de intención de voto entre los primeros, 42% entre los segundos, 33% entre los terceros. El Agrupamiento Nacional crece en los sectores populares, en regiones donde antes tenía fuerza el Partido Comunista, y en las antiguas zonas industriales del norte del país.

Tal escenario se explica por varias razones. Por una parte, la estrategia de Marine Le Pen conocida como “desdiabolización”, un trabajo sostenido durante casi dos décadas para desprenderse de los elementos políticos abiertamente de extrema derecha –como su padre– y los discursivos asociados al racismo anti-árabe, contra los negros y judíos, al fascismo y al anti-gaullismo, con el objetivo de convertir a la fuerza de extrema derecha en un partido respetable, del orden y lo nacional, con experiencia en gobiernos locales y aspiración presidencial. El proceso dio resultados: Le Pen no apela a los métodos de choque político como hace VOX en España, no deja elementos para ser acusada de lo que históricamente ha sido y cambia de posición política según la necesidad, como su postura hacia la Unión Europea, antes contraria y ahora conciliadora. La radicalización discursiva se desarrolla por fuera de la principal figura política que luego recoge esos votos.

 

El crecimiento se debe también a los vacíos dejados por las izquierdas y los progresismos, a partir de la mutación de la base electoral como ocurrió en la mayoría de los países europeos y en Estados Unidos. “El voto socialdemócrata (en el sentido amplio) que correspondía en los años 1950-1980 al partido de los trabajadores, se convirtió a partir de los años 1990 - 2010 en un voto al partido de quienes tienen altos niveles de estudios”, explica Thomas Piketty en su libro Ideología y capital (2013).

Si 1950 - 1980 fue “una época histórica relativamente igualitaria”, analiza Piketty, el ciclo abierto a partir de entonces fue de un crecimiento exponencial de las desigualdades hasta alcanzar niveles similares a los años anteriores a la primera guerra mundial, una tendencia que continuó durante la pandemia. Ese modelo fue administrado, con alternancia, por el bipartidismo francés: de un lado el Partido Socialista, y del otro la derecha tradicional; y hoy lo continúa Macron. El actual presidente eliminó, por ejemplo, el Impuesto Solidario sobre la Fortuna –aunque el 78% de la población quiere que vuelva a ser instaurado– y redujo el impuesto sobre los ingresos financieros. “Hubo 20 mil millones de baja de impuestos para las empresas y los más ricos, y del otro lado 25% de recorte sobre la esfera social, la salud, el seguro por enfermedad y por desempleo”, calcula el economista Thomas Porcher.

La izquierda por su lado, obtuvo el cuarto lugar con Jean Luc Mélenchon en la primera vuelta de las presidenciales del 2017, a menos de dos puntos de Le Pen. Pero las perspectivas hacia 2022 no son buenas, debido a las divisiones, el fortalecimiento del partido ecologista –heterogéneo en su interior–, un Partido Socialista en caída y marcado por el gobierno de Hollande que impulsó, entre otras cosas, la modificación regresiva de la ley del trabajo. Salvo un cambio poco probable, habrá diferentes candidaturas compitiendo por electorados similares.

No se puede saber cuál será el resultado final del año próximo. Habrá condimentos circunstanciales, candidaturas inesperadas, alianzas de última hora, pesarán las campañas, las operaciones mediáticas, y se pondrá a prueba la eficacia del pacto republicano en caso de ser necesario. Pero ciertos factores profundos no desaparecerán luego del 2022, como el corrimiento de las ideas y la mayoría del espectro político hacia la extrema derecha, o la instalación de imaginarios sobre la imposibilidad nacional y una posible guerra civil. El rol de los grandes medios es central en ese avance.

 

En casi toda Europa los partidos de extrema derecha son actores fuertes del panorama político, se repiten los mismos miedos y las condiciones estructurales producto del neoliberalismo. Y, salvo excepciones, las socialdemocracias aparecen como garantes del statu quo económico mientras las izquierdas despliegan poca capacidad política.

Francia, país de revoluciones, es también el de la reproducción de un orden que desde hace años está siendo socavado por una crisis con relativa estabilidad pero que avanza ininterrumpida. ¿Cuál será la desembocadura?

Camino por París en esta primavera de sol, lluvia, nubes bajas y barbijos. Pienso en la ciudad que conocieron mis padres al llegar en 1977, la que viví en la infancia y adolescencia, los cambios y permanencias que transcurren, las que vendrán en esta época de preguntas, incertidumbres, retrocesos y metamorfosis.

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