Esa estela de Haroldo Conti en la Isla Paulino | Revista Crisis
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Esa estela de Haroldo Conti en la Isla Paulino
En diciembre de 1975 Haroldo Conti viajó a la Isla Paulino, frente a la costa de Berisso, y escribió una crónica mítica, la última que publicó antes de ser desaparecido por la dictadura militar. Cuarenta y seis años después, un grupo de estudiantes alemanes estudia sus secretos y el autor de esta nota, gran conocedor del escritor y de los misterios isleños, los lleva (y nos lleva) a repasar su huella, su texto y la actualidad de un lugar con un universo propio.
Fotografía: Eliana Cuervo
16 de Enero de 2022

 

Los textos son como personas. Un buen día aparecen por la vida de uno y pasan a ser parte de ella. Se incorporan a los adentros.

Al filo de los ´90, alguien me pasó unas fotocopias de “Tristezas del vino de la costa o La parva muerte de la isla Paulino”. Una de las últimas colaboraciones de Haroldo Conti para Crisis, antes de ser desaparecido, publicada en marzo de 1976, en el último número de la revista libre de la censura previa dictatorial. ¿Cuántas veces releí aquellas páginas borrosas? Por obra de ellas, lo que hasta entonces no era más que una franja de costa ante la cual pasaba navegando, se convirtió, ida a ida, en territorio entrañable.

 

Viajes paralelos

Sobre la cartografía, durante años pudo leerse la denominación Isla Monte Santiago Este. Designaba la porción de tierra al este del canal de acceso al puerto La Plata, limitada al norte por el Río de La Plata y al sur por el Santiago. Pero los habitantes de esa isla que emerge como una tortuga de agua echada a tomar sol se emperraban en hablar de la Paulino. Voz nacida en boca de los primeros visitantes, que decían vamos de Paulino en referencia a un inmigrante italiano que trabajó en la construcción del puerto, se quedó y alzó un recreo adonde los laburantes, por unas pocas guitas, podían ir a sacarse de encima hambre, sed, agobio: don Paulino Pagani. El tiempo limó sílabas.

         Acortado, le llegó el nombre a Haroldo Conti:

         –¿Paulina? ¿Qué isla es ésa?

         –Paulino –corrigió Roberto Cuervo, que se la había mencionado.

         Cuervo era un joven que estaba terminando la carrera de cine en La Plata, y quería realizar como trabajo de graduación un retrato fílmico del escritor.

         –¿Vamos? -le propuso Conti.

A fines del sangriento 1975, se costearon él, su compañera Marta y el compinche Roberto hasta esa tierra ignorada por la mayoría de la gente en las ciudades vecinas: Berisso, a la cual pertenece; Ensenada; La Plata, a minutos de viaje. Iban a pasar horas, se quedaron tres días: “Los fantasmas y los tallarines nos retuvieron”, se justificaba Conti.

Estacionaron el Renault bajo los plátanos, por la estación Río Santiago, última de un tramo del Ferrocarril Roca que pasaba por La Plata, Hospital Naval, Destilería y Dock Central. A pasos encontraron el agua. Más allá, la mole gris del frigorífico, tapera hacía añares. Y torciendo la mirada a la izquierda, entre dos márgenes muy verdes, un cabrilleo de luz que invitaba a la distancia: el río abierto. Se acercaron al embarcadero, escorado, con manchas de petróleo. Ya no eran frecuentes las lanchas a la Paulino como en los años dorados, antes de “la puta creciente del 40”, cuando la isla estaba llena de quintas, de recreos, de hotelitos, de churrasquerías. Sobró espera ante ese canal cavado a pala -tal cual consta en fotografías de época donde se ven miles de obreros como hormigas-, para perderse en cavilaciones.

 

Casi medio siglo después, pateo la calle Génova de Berisso junto a un grupo variopinto: profesores y alumnos de la Universidad Humboldt de Berlín, tanto alemanes como argentinos. Orbita, casi inadvertida, Eliana Cuervo. Escenógrafa y fotógrafa -así queda presentada-, intenta registrarlo todo con su Canon. Hasta lo que es casi invisible. Nos dirigimos a la Paulino, adonde llevo casi una década sin volver. Allí dictaré una clase precisamente acerca de “Tristezas del vino de la costa”. Encargo del profesor Jörg Dunne para estudiantes de traductorado al castellano y de literatura latinoamericana. El hispanismo alemán es de larga data: el entusiasmo romántico por Cervantes y Calderón de la Barca fue con el tiempo extendiéndose a las literaturas americanas, al punto que Berlín cuenta con uno de los institutos de cultura latinoamericana más importantes del mundo. En esa línea, Jörg Dunne viene organizando desde antes de la pandemia seminarios dedicados a los ríos en la literatura argentina: con su grupo ha estudiado a Sarmiento, a Quiroga, a Arlt, a Wernicke, a Conti, a Juanele Ortiz, a Sergio Raimondi. Pese a tan magnos antecedentes, yo recuerdo un cuento desopilante de Hebe Uhart –“Congreso”-, en el que una escritora narra una sorpresiva invitación a Alemania, y se pregunta cuándo fue que ella se ocupó de ese país, y qué tendrá que ver con alemanes.

El embarcadero de lanchas colectivas que transitamos, hasta no hace tanto se llamó Haroldo Conti, pero ha pasado a ser “el muelle de la Genova” por la calle que bordea el canal donde está situado. Otras calles cercanas son la Río de Janeiro, la Habana, la Valparaíso, la Lisboa, la Hamburgo, la Cádiz, la Marsella, la Atenas, la Nápoles. Tal profusión de extranjería no es capricho o delirio toponímico, sino tributo al áspero cosmopolitismo imperante en las primeras décadas del siglo pasado, cuando la mayor parte de la población venía de otras tierras. Suele contarse que en los frigoríficos de Berisso, entre miles de inmigrantes anónimos, se esforzaron el escritor yanqui Eugene O´Neill, el mariscal Tito de Yugoslavia y el millonario griego Aristóteles Onassis.

A pesar de ser un viernes de muy buen tiempo, somos casi los únicos ocupantes de la lancha. A poco de zarpar viramos a babor, poco después volvemos a virar a estribor y avanzamos por un cauce de menos de cincuenta metros de ancho al que flanquean quemas de basura maloliente que agravan el calor de mediodía, pero también un monte bien tupido que de tantos trinos parece a punto de volar. Es el canal del Saladero. Como tantas cosas por la zona, su nombre alude a algo que ya no existe: el establecimiento alrededor del cual creció la ciudad, fundado en 1871 por el inmigrante italiano Giovanni Battista Berisso, cuando a causa de las epidemias de cólera y fiebre amarilla clausuraron su predio del Riachuelo. Por sobre el verde se alzan las grúas pórtico de color naranja oscuro del nuevo puerto para contenedores de La Plata. Una de las obras más costosas emprendidas en la provincia durante la gobernación de Daniel Scioli. El 70% de su actividad sigue siendo sin embargo la de carga y descarga de petróleo o sus derivados, relacionadas con la destilería de Y.P.F. que se inauguró en 1925 a instancias de Enrique Mosconi.

 

Tras pocos minutos de navegación cansina y mansa, asomamos al río Santiago, casi tan azul como el mismo cielo. Biguás inquietos aran el agua con sus patas al carretear. Cada tanto, el chispazo plateado y fugaz de alguna lisa que atraviesa la superficie con un salto ornamental y vuelve a caer. Hacia el este se divisa un barco desmantelado: apoya su banda de estribor sobre la costa. Su proa apunta hacia el mar perdido. En la cubierta, al azar de mareas y vientos que aportaron las simientes, la tierra, el riego, le han crecido espadañas, caraguatás y hasta ceibos que estallan de rojo. Le falta la chimenea. Su único mástil en pie, quebrado y torcido, parece un gran signo de interrogación. Sobre lo que resta de acero desnudo reina la herrumbre. Sus líneas delatan a la nave de abolengo que fue. Durante años albergó al Yacht Club La Plata -el de los bohemios, los poetas, los desaparecidos-, antes había revistado en la Armada Argentina con el nombre Cormorán, y durante la Gran Guerra formó parte de la Armada Imperial Alemana.

Hacia el otro lado, hacia donde ahora mismo saca fotos Jörg con su teléfono, se distinguen las altas grúas amarillas de los Astilleros Río Santiago. Quietas como gigantes exhaustos. La última botadura desde sus gradas fue la del buque tanque Eva Perón, encargo de la petrolera estatal de Venezuela. Pasó más de una década y aún no ha sido entregado. Por los tiempos de Conti, el astillero empleaba a 8.500 trabajadores capacitados y bien pagos. Al finalizar 1975 había completado su máximo histórico de toneladas contratadas: 225 mil. Durante la dictadura se contrataron sólo 182.000 toneladas y los trabajadores disminuyeron a 3.600. El gobierno de Alfonsín contrató apenas 30.000 toneladas. Las cosas empeoraron aún más tras la liquidación a manos del menemismo de la marina mercante argentina. Para proveerla de buques había sido que Perón fundó en 1953 estos astilleros, los mayores de Sudamérica. Sucesivos gobiernos parecieron competir a ver cuál encontraba la forma de sacárselos de encima: proyectos de privatización, ahogo financiero, no provisión de insumos y últimamente la propuesta de reconvertirlo en fábrica de autopartes.  Mientras tanto, cada año la Argentina pierde alrededor de 7.000 mil millones de dólares en fletes marítimos. 

 

Recalada

En menos de media hora de navegación llegamos a la isla. Aunque durante la mayor parte del trayecto no hicimos sino bordearla. Ya no existe el largo y angosto muelle que se internaba una decena de metros canal adentro, justo frente al destacamento de Prefectura que relumbra de blanco. Toda la costa que da al canal, sobre la cual está la mayoría de las casas isleñas, ha sido recubierta de cemento. Se talaron cantidad de árboles, entre ellos un álamo Carolina muy añoso, bajo el cual bien podría haberse echado Haroldo Conti a recordar el álamo de sus pagos en torno al cual escribió todo un libro de cuentos. Para evitar la erosión debida, más que al paso de los grandes buques, a la velocidad de las embarcaciones de practicaje, se construyeron miles de metros de costoso cablestacado. Bajo el sol de mediodía, luce árido el camino de sirga. Pilas de escombro y zanjones dificultan el paso. Las hortensias en flor -violetas, lilas, casi blancas-, ponen la nota de frescor y apenas dejan ver las típicas viviendas isleñas con paredes de chapa pintadas de celeste, azul, rosa, verde agua. Un par de construcciones de aspecto poco tradicional sugieren la intención de buscar otro tipo de turistas. De unas acacias cuelgan telas multicolores para hacer piruetas. Desde parlantes ocultos suena Waiting in vain cantado por Bob Marley. Un caballo casi albino mira desconfiado nuestro paso, un alazán malacara nos sigue, exige caricias. Al otro lado del canal, que tiene 150 metros de ancho y se mantiene dragado a 34 pies de profundidad, el panorama es bien distinto: allí no hay caballos, sino cantidad de autos estacionados. Un puente sobre la Canaleta une la isla Monte Santiago Oeste o Fanesi al continente.

Nos cruzamos con una perra gran danés color gris y su cachorro té con leche de patas desproporcionadamente grandes que auguran el crecimiento por venir. Jörg menciona su nuevo tema de investigación: las representaciones de perros callejeros en la cultura chilena y sus antecedentes en la literatura española del Siglo de Oro. Max le pregunta si hay algún texto paradigmático en ese corpus. Ésa es precisamente la palabra que usa: paradigmático. Los alemanes hablan todo el tiempo en castellano, incluso entre ellos, por una cuestión de práctica, supongo, pero sobre todo por cortesía.

Llegamos a una de las quintas más renombradas: la que fuera de Miguel Ruscitti. Hijo de un inmigrante italiano venido a inicios de los ’50 para trabajar en la producción frutihortícola que abastecía a toda la región y pronto pudo traérselo para acá a él, a sus hermanos y a la mamma, todavía sonrientes en la fotografía de un pasaporte familiar. Ciruelas, duraznos, uvas, manzanas y toda clase de verduras y hortalizas ocupan hectáreas atendidas actualmente por “la tana” Andrea, hija de Miguel, y su esposo Juan. Hacen conservas, dulces y sobre todo el famoso vino de la costa con las recetas de Miguel. Las tareas interminables al aire libre han fortalecido visiblemente sus cuerpos, aunque ni punto de comparación respecto a Miguel, especie de Tarzán de la Paulino que andaba en pleno invierno en cuero y en patas. Conversador amenísimo, recibía a todo el mundo en su casa con una sonrisa refulgente que contrastaba con su piel curtida como parche de tambor. Le gustaba contar su historia familiar entre expresivos ademanes, y hacia probar sin apuro sus mermeladas, sus conservas, su vino de la costa, feliz ante las expresiones de beneplácito por la calidad de lo que producía. Pero también era capaz de broncas memorables. Como cuando le vació los dos cartuchos de una Bernardelli calibre 12 a la lancha de prácticos que no bajaba la velocidad y seguía derrumbando la costa con sus olas pese a quejas repetidas hasta el hartazgo.

Atravesamos galpones llenos de herramientas agrícolas colgadas y apiladas. A un lado se destaca el gran horno de barro donde Miguel cocía pizzas justamente famosas. Nos ubican bajo la verde penumbra de las parras. Pronto un par de fuentes con suculentos sánguches de milanesa y no menos suculentos sánguches vegetarianos, que incluyen una salsa de tomate de receta secretísima, son recibidas con exclamaciones en castellano y alemán. 

 

Crónica dentro de la crónica

Al lenguaje unánime de la masticación le ha sucedido un silencio contra el cual destacan el reclamo de los benteveos y el rumor de ramas hamacadas por el viento. Antes de que el sopor domine a la concurrencia, Jörg me invita a empezar. Manifiesto que en este caso hay elementos contextuales que me parece ineludible reponer: qué era Crisis, cuáles eran las circunstancias políticas al momento de publicación de esta crónica.  Qué conciencia tenía Haroldo Conti de lo que estaba por venir. Menciono su carta a Roberto Fernández Retamar, donde habla del golpe próximo y de informes acerca de 30.000 víctimas. Siempre resulta estremecedor. También hoy. Quizás especialmente hoy, aquí. Señalo una presencia inusualmente explícita en un título contiano: la de la palabra tristezas. ¿Lo estaré haciendo excesivamente rápido? ¿Usaré sin darme cuenta algunos términos demasiado rebuscados o demasiado coloquiales? Lo pregunto. Max responde con sus pulgares en alto, Jórg sonríe y dice “sí, sí”. Continúo.

Me he guardado para la ocasión algo elaborado en mis últimas lecturas. Señalo que con la lista de músicas mencionadas en “Tristezas del vino de la costa” podría armarse una playlist de lo más variada: La balandra, marea del Chango Rodríguez; el vals Loca de amor; la mazurka Eres amable; el tango Galleguita; el bolero Veneno, cantado por Johnny Albino; la Samba de Sausalito, de Santana. Mi hipótesis es que Conti, cuya educación sentimental había sido marcada por el cine, que se formó como crítico, guionista y asistente de dirección, y cuya primera novela fue empezada como guion cinematográfico, hizo en su crónica una analogía escrita de lo que es el montaje sonoro en un film. Hay una música introductoria, músicas que suenan en cada espacio que se visita, y una música incidental.

 

Esto me lleva a pensar en una alusión sutil del texto a su propia musicalidad. No sólo ni principalmente por la sonoridad de palabras o frases, sino por su misma estructura, en la cual temas principales y secundarios son expuestos y van reapareciendo como en un juego de variaciones. La toponimia como campo de lucha. La propiedad de la tierra. La producción, de la cual es emblema el bíblico vino, que a pesar de la tristeza aludida en el título, es el vino de la memoria y de la ilusión. Y también los temas de la represión (“si se quejan los revientan”) y de la desunión y desorganización de los isleños, que sólo se juntan para jugar y ver jugar fútbol. Todos temas que en 1976, al filo del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, se podían extender de la isla al territorio entero de la república Argentina.

Tanto Jörg como Max señalan lo difícil que les resultó el recuadro “de la fenomenal batalla de don ernesto trillo contra la puta creciente del 40”. No es para menos. Se trata de un fragmento de historia de vida en primera persona, con toda la expresión de la oralidad rural, pero plagado de dificultades para quienes no tienen al castellano como primer idioma. A propósito, Valeria Añón menciona los trabajos del antropólogo Oscar Lewis y su influencia sobre la literatura latinoamericana. Repasamos algunos títulos: Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet, historia de un esclavo negro que trabajó en los ingenios azucareros cubanos. Hasta no verte, Jesús mío, de Elena Poniatowska, historia de Josefina Bohórquez, soldadera de la Revolución Mexicana. Bepo, de Hugo Nario, historia de un linyera argentino.

Laura Juárez recuerda otra crónica que hace de una isla metáfora del país: La isla de los resucitados, de Rodolfo Walsh, dedicada a la Isla del Cerrito, en el Alto Paraná, publicada en la revista Panorama en plena dictadura de Onganía. Jörg me dice que es uno de los textos leídos durante el seminario acerca de los ríos en la literatura argentina. Llama además la atención sobre la cantidad de datos duros presentes en la crónica de Conti que sin embargo no entorpecen para nada su lectura. Carolina Sancholuz señala una semejanza en tal sentido con los artículos acerca de la construcción del puente de Brooklyn escritos por José Martí. Yo dejo planteado si no será ésa una característica central del género crónica: un relato que incluye cifras, pero no puede ser reducido a infografía. Un relato donde lo que tantas veces se desdeña como mero color es lo definitorio.

 

Vamos a la playa

Por un sendero barroso al que cubre un túnel de vegetación vamos desembocando a lo abierto. Nos guía el canto del gran río, cada vez más, más cercano. De las ramas entrelazadas laberínticamente cuelgan centenares de gatas peludas que provocan gritos de alarma y fintas para esquivarlas. Vuelvo a repasar mentalmente aquel cuento de Hebe Uhart. Su narradora, después de preguntarse todo el tiempo qué podrían entender los alemanes del cuento que había leído, y después de escucharlo traducido al alemán, concluía: “Nunca escuché tal música; no me importó el no entender”. ¿Sabiduría o resignación?

Apenas pisamos la arena, el viento del sudeste nos golpea. Hacia el lado del canal, la escollera pone límite a la playa. Río abajo parece extenderse infinitamente por una suave curva que la calima borronea. Junto a un tronco arrastrado por alguna crecida intenta guarecerse un grupo de pescadores. Una tensa bandera roja y negra sobre la caseta de guardavidas indica peligro. El río, de un marrón dulce de leche La Martona -según gustaba decir Cortázar- está veteado de olas muy blancas hasta el horizonte. Un panorama apenas quebrado por la silueta grisácea de dos buques en la rada. A lo lejos, una bandada de gaviotas se posa en la arena húmeda cara al viento. Jörg y Max se descalzan, arremangan sus pantalones, y sin dudar prueban el Plata. Francisco se apura a emularlos. Paloma los acompaña de cerca, sonriente, pero sin animarse al agua. Se impone el perfume impar de la marejada: limo, ozono, escamas y vaya a saber qué más.

Cada alemán lleva su botella de vino de la costa en bandolera. “Están apaulinados”, dice con feliz neologismo la fotógrafa. Yo me aparto, trepo las piedras y me detengo por donde se detuvo Conti a mitad de su crónica. En la escollera han crecido un par de ceibos. Enfrente, sobre los restos del malecón W —palos aguzados como dientes de algún monstruo antediluviano—, persiste el arbusto acampanado que marca, para los baqueanos, un paso libre de obstáculos. Ya no están los muchachos de Quilmes, Lamanuzzi y Longobardi, que invitaron a Haroldo a pasar el fin de año 1975 en aquel semáforo de señales que parecía una pequeña torre Eiffel. Tampoco está ya el semáforo, volteado, más que por una sudestada, por el abandono. Y no está el Justo, siempre con botas de goma y capote impermeable, que apenas si hablaba, pero sabía predecir las tormentas y la entrada de los buques de ultramar. Ni el épico Trillo. Ni el malévolo Martinoli. Tampoco ha quedado nadie de aquellos con quienes durante años conversé en la isla. Marcelo, que restauraba una hostería abandonada. El Pilla, un jubilado de astilleros que se tomaba todo el vino que producía. Clara, una catamarqueña de Andalgalá que condimentaba sus manjares con yuyos recónditos. El Toto Lisi, un ermitaño que sólo condescendió a dejar la isla, tras décadas, para hacer curar a un perro mordido por una yarará. Miguel, que se recordaba niño en las afueras de Roma jugando en los cráteres de las bombas. Miro el río interminable. Revuelto y hosco, pero a la vez dador de una extraña paz. Este río cruzado por celajes que lo hizo pensar a Conti en Samba de Sausalito. ¿Qué música podría invocar yo mientras veo el agua partirse infinitamente en brillos? Miro y pienso, miro y pienso. Hasta que el río mismo parece dictarme ese fado que dice: “no pasa el río, no pasa el tiempo, la que pasa es la gente”.

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